lunes, 22 de abril de 2013

Nacimiento de una copla


(Este texto parte de un conjunto de relatos sobre la región del NOA).





Empanadas, picante de mote, asado, guisos, locro, hojas de coca, chicha, vino, jugos, arroz con pollo, kalapo, cordero, cigarrillos encendidos. Una combinación de olores y colores maravillosa a punto de ser ofrecidas a la tierra. El viento está tan ausente que los secretos están prohibidos. Junto al pozo dejo dos cartones de vino Toro -uno tinto y otro blanco, para evitar la monotonía- que compré antes de venir en el único mercado abierto. El pueblo quedó totalmente vacío, en las calles solo quedan algunos burros perdidos. Una vez más en la cancha de La banda -como si el fútbol sirviera de marco general para todos los intercambios- con un sol de agosto que raja la tierra y que hace necesaria una media sombra para no terminar todos como charque entre la tierra. Es el primer domingo de Agosto y comienza la convivencia por la pacha. Hugo y Delfor están parados frente a un altar improvisado, con sus sotanas blancas intercaladas por unas franjas coloridas bordadas con motivos originarios que les dan un aire festivo.


Todos se separan por comisiones.


-que nadie quede sin comisión, dice Delfor, viendo a algunas personas que, como yo, todavía pululan sin grupo-.


Voy a dar a la comisión de Cáritas, solo porque me encuentro a la profe Mirta que me dice -quedáte acá-. Mirta es una antigua maestra salteña, conocida por todos, que vive en Iruya hace cientos de años, y la encargada de explicarme el funcionamiento del ritual,


-esto es una mezcla entre los viejos ritos incaicos, y los ritos católicos, un… hay una palabra para eso- me mira para que la ayude.

-Sincretismo- le respondo.

-Eso- me dice –un sincretismo. Esto es energía cósmica, se ofrece a la tierra porque luego se transforma en energía que vuelve, nosotros nos comemos a la tierra y sus productos y más tarde la tierra nos va a comer a nosotros y  vamos a volver a ella. Por eso se abre el pozo, a sesenta centímetros de profundidad, y se depositan los alimentos, en agradecimiento, para devolverle, siempre en pareja, por eso hay que pasar de a dos y juntar ambas manos al ofrecer la comida. Al final de la ceremonia se cubre el pozo con una piedra y al año siguiente se destapa. De acuerdo a cómo se vea así va a ser el resto del año. Si la piedra está húmeda es momento para sembrar o gastar, si la piedra aparece seca mejor cuidarse y guardar-.


Por el cielo se cruza un conjunto de tres nubes, apenas visibles pero que sirven para disminuir los rayos solares por unos minutos. Ni siquiera son capaces de emitir alguna sombra pero generan una sensación extraña, como si algo fuera a suceder. Yo pienso en esa dualidad de las costumbres de las que habla la profe Mirta, en esa relación incierta en la que todo vuelve, en la que nada termina nunca, en la que las oposiciones no son tan marcadas como la cultura occidental quiere mostrar. El padre Hugo nos mira desde el altar, como diciendo, ya es hora, y Mirta vuelve su mirada al grupo y con una voz pausada y muy dulce, dice:


-Bueno, lo que tenemos que hacer ahora es leer este pasaje (mostrando unas hojas volantes que nos reparte a todos) y después debatir, ¿quién quiere leer?-.


Se ofrece una mujer de unos cincuenta años aproximados con unos lentes angostos y marcos negros. El pasaje seleccionado es del evangelio según San Juan, capítulo sexto, refiere al alimento para saciar el alma en pos de la mediatez individualista y a la trascendencia, y culmina con las palabras de jesús: “yo soy en pan de la vida. El que viene a mi jamás tendrá hambre: el que cree en mi jamás tendrá sed“.


Por alguna razón, el sonido de la lectura de la mujer en el silencio del valle me traslada a mi niñez y a la radio de mi abuelo transmitiendo un partido de fútbol perpetuo. Una voz constante rompiendo la monotonía y la eternidad de los domingos. Acaba la lectura y nadie dice nada. Se produce un silencio incómodo que dura varios segundos. Mirta abre los brazos, esperando opiniones. Silencio. Pasan varios segundos más y nada. Silencio. Entonces yo (solo a los efectos de eliminar otro silencio incómodo) digo:


-El pasaje refiere al alimento como un medio para saciar necesidades espirituales, dejando de lado las materiales-.

-Claro- asiente Mirta. Entonces, una cholita con un vestido rojo plateado incandescente y un pañuelo que le rodea la cabeza y parte de la cara, se anima.

-Somos egoístas, no nos gusta compartir, lo queremos todo para nosotros mismos-.


Resulta curioso escuchar esas palabras en personas que están dejando lo poco que tienen alrededor de un pozo cavado en uno de los ángulos de una cancha de fútbol en medio de la nada, para compartir con la tierra y con el resto de los presentes.


Todavía puede verse aquel conjunto de nubes, pero, ya lejos, no alivian el sol y sus rayos amenazantes nos dejan rehenes de la media sombra. Otra chica, mucho más joven, de unos quince o dieciséis años, vestida con un jean y una campera verde Adidas, dice:


-El pasaje habla sobre la comida y la importancia del alimento como espíritu, de compartir con todos y con la pacha-. Mirta lo anota y me pregunta,

-¿Cómo era eso que dijiste?- me avergüenza un poco.

-No me acuerdo- digo primero, y luego -la importancia del alimento para saciar necesidades espirituales dejando de lado las materiales- y lo anota.


Las reflexiones se van anotando con un marcador negro en una lámina amarilla que el padre Delfor leerá más tarde, durante una misa, también producto del sincretismo, que nunca podría ser comprendida en una catedral urbana.


-Ahora tenemos que escribir una copla- vuelve a decir Mirta.


Y, a diferencia del debate sobre el evangelio, como si fuese un terreno sobre el que se sienten mucho más cómodas, son varias las que se ofrecen para hablar. La misma chica de campera verde que había hablado antes, compone una que sintetiza maravillosamente el debate anterior:



Pacha, santa tierra
No me comas todavía,
Mira que soy jovencita
Tengo que dejar semilla.


Las nubes desaparecieron por completo sin dejar rastro. El sol sigue apuntando sus rayos quemantes de un fuego abrasador amenazante. Comienza la misa por la convivencia y los padres dejan lugar a una mujer oscura con una voz honda que recita la copla en homenaje a la pacha.

miércoles, 6 de marzo de 2013

12 de abril.


Corrían para todas partes. El movimiento era intenso, nadie lograba entender qué es lo que estaba pasando. Muchos ni siquiera sabían qué clase de ordenes estaban obedeciendo ni de donde venían. Mucho menos quién las impartía. El búho de minerva solo despliega sus alas al atardecer, uno solo encuentra explicaciones una vez que  aclaró, cuando puede establecer una relación mínima entre causas y consecuencias. Pero en ese momento todo era confusión, algunos daban órdenes y otros las acatábamos sin saber ni siquiera de qué lado provenían. De haber camisetas, como un juego de fútbol, todo hubiese sido distinto, pero no había ni uniformes distinguibles para entender. 

Era de noche, las cosas habían ocurrido en forma extraña, como ocurren de noche, cuando operan fuerzas oscuras intentando cambiar la historia, alejados del pueblo y con la menor cantidad de  testigos posibles. La conspiración era un rumor incierto, que no terminábamos de creer. Yo me había acercado hasta ahí, casi por casualidad, más confundido que el resto. Entonces vi a un hombre sentado sobre una silla con las patas y el respaldo de hierro, sereno, mucho más sereno de lo que pudiera haber estado cualquiera. Esperando, pero en una espera paciente. Para mi fue como encontrarme con un prócer, con un fantasma, alguien lejano que uno solo conoce a través de historias o manuales. Pero ahí estaba. Tardé en reconocerlo, por esa distancia que impone el contexto, la distancia entre las imágenes y lo real. 

Entonces aparecieron otros, que tampoco sabían, que no tenían idea y nos miramos, como preguntándonos de qué lado estábamos, porque ni siquiera teníamos eso en claro. Pero sus ojos parecían transmitir las mismas ideas que tenía yo, y lo miramos a él que seguía ahí, sentado, paciente, con una libreta en la mano en la que escribía quién sabe qué cosas y nos miró y todos nos volvimos a mirar ya seguros de que era él. Y entonces levantamos los fusiles al mismo tiempo que nos poníamos a su lado, frente nuestro apareció otro grupo de  oficiales, que no estaba con nosotros, que ni siquiera sabía dónde estaba, ni con quién, porque actuaban movidos por esa lógica incierta obedeciendo órdenes vertidas desde lugares remotos que ni siquiera conocen. 

Pero la historia estaba de nuestro lado, más porque teníamos claras las ideas que por otra cosa. Y fue ahí que, ante el escenario que ya planeado, empuñando mi fusil más fuerte que nunca, y torciendo la historia, grité: 

-si matan a este hombre nos matamos todos-. 

lunes, 11 de febrero de 2013

El mariachi.

El mariachi espera. Se sienta en un sillón de felpa, se cruza de piernas, apoya sus brazos sobre sus piernas. Espera. Sobre las paredes del local -un cuarto de tres metros por cuatro, a la calle- puede observarse un perchero con las ropas colgadas. Trajes bordados, para seis u ocho personas, verdes, marrones, negros y blancos. De las paredes cuelgan las vihuelas, de costado, reposando sobre sus cajas. Las trompetas verticales, casi al fondo, relucientes. Tres tololoches descansando contra otra pared. Una lámpara se llena de insectos que pululan sin rumbo. 

El mariachi espera. Se duerme, cierra los ojos. Los abre. Estira sus brazos, los vuelve a apoyar sobre sus piernas. Desde un parlante, pequeño, se escucha la voz de Vicente Fernández. Llorón. La noche pasa lenta, los insectos pululan, nadie los reclama. Los románticos se están acabando, piensa. Nada de serenatas. Los mariachis cobran cien dólares la hora, casi setecientos pesos bolivianos. Es una buena suma, pero son muchas cabezas para repartir. Una noche sin servicios es una noche vacía. El mariachi vuelve a su cuarto, solo, nostálgico. Sin un peso. Cuando aparece algún contrato vuelve sin un peso igual, pero bañado en alcohol. Hediente. Feliz. La renta de su pieza es de doscientos pesos mensuales, eso se consigue, no es un problema. Pero para el alcohol es más difícil, y en Santa Cruz sin alcohol no hay noches alegres, mucho menos mujeres. La camba toma porque toma. 

El mariachi espera. Cierra los ojos, se duerme, los vuelve a abrir. Estira una vez más los brazos. Sueña. Un auto se detiene, se entusiasma. Pregunta por una calle y se va. La noche se va en espera. Vicente Fernandez sigue con su orquesta. Rancheras, huapangos. Mi querido viejo, de Piero. El mariachi piensa en su padre, si estuviera vivo. Rancheras. Y en su madre. Boleros. Todos los boleros que sabe los sabe por ella. Sueña otra vez. Los insectos pululan junto a la lámpara. Sin rumbo. La noche se va vacía. El mariachi vive solo. No es una buena vida para compartir, mucho menos para criar hijos. 

El mariachi espera.

domingo, 10 de febrero de 2013

Arrinconado...

Casi por casualidad terminamos los tres hablando. Cristela, una morocha cruceña, de pelo bien negro y ojos también negros, de los ojos más negros que vi en mi vida, profundos, casi una fosa. A mi lado, él con su bajo, un cubano, del que nunca supe su nombre, aunque al día siguiente me invitó a verlo tocar en el café 24 con su banda, conformada de cubanos residentes en Bolivia, excepto uno de los percusionistas que era camba. Hablábamos de música, latin, merengue, salsa, música cubana, etc. Cristela habría los ojos a cada palabra, no sabía tanto, pero su pasión era infinita. 

-¿Y vos cantas?- le preguntó el cubano. 
-Claro- le respondió -es uno de mis secretos mejor guardados-. 
-A ver, canta algo-. 
-Ahora?-.
-Sí, ahora-. 

Estábamos en Club Caribe, uno de los pocos lugares para bailar salsa en Santa Cruz. Ya era de día y sólo quedábamos nosotros tres, el dueño, un tipo bajito, de bigote, que se las arreglaba para pasar música y bailar de vez en cuando, y cinco o seis clientes más. Hacia más de una hora que el dueño estaba intentando echarnos pero al parecer no había ánimos para irse. La música ya estaba apagada. Entonces Cristela cantó. Contigo en la distancia, bolero clásico, feelin´ dirán los que saben, género cubano, mezcla entre bolero y jazz, nada fácil. Sin embargo, lo hizo a la perfección, cada nota en su lugar, una voz que pasaba de los graves a los agudos con una facilidad tremenda. Al primer fraseo el lugar enmudeció, las voces se apagaron hasta hacer un vacío que hacía que su voz retumbara en las paredes produciendo un eco sutil. Al pronunciar "no hay bella melodía", me miró directo, con esos ojos como agujeros negros, y yo casi me hacía pis encima. "En qué no surjas tú" fue peor, su mirada más intensa, yo volaba por los aires. "Ni quiero yo escucharla..." terminó por volverme loco, ya no había nada que me bajara. Yo, el cubano, el lugar entero se enamoró de su voz, una voz que por momentos adquiría un tono metálico preciso, y luego volvía a una calidez íntima que te arrinconaba en el sillón más oculto del peor de los bares. 

Cuando terminó sonaron los aplausos. El cubano y yo quedamos con la boca abierta. Enamorados. -Con vos voy a formar una banda- le dijo, no sé si para levantársela o con proyecciones serias, pero el hecho lo ameritaba. Su mirada seguía arrinconándome. Nunca más la volví a ver.

jueves, 7 de febrero de 2013

Secuencias...

Estábamos buscando un carrito de hamburguesas cuando sentimos los ladridos. Indudablemente solo un alma en pena es capaz de emitir semejantes aullidos. Provenían de un bar karaoke situado sobre la Cañoto, un par de cuadras antes de Isabel la católica que era donde nos quedábamos. Entramos para ver a quién estaban matando. El lugar era oscuro, rectangular, angosto pero se extendía hacia el fondo, con una rockola gigante con una tarima frente a una pantalla donde se proyectaba el video con las letras correspondientes a la canción para que el que canta las pueda seguir. En este caso particular no servía de mucho porque era una canción de Queen que el participante estaba destruyendo en todos sus sentidos y no le importaba ni la letra y la música, más que gritar como un perro que extravió su alma. Era obvio que el alcohol estaba haciendo estragos sobre su cuerpo como sobre la canción y, principalmente, sobre todos los que estaban ahí presentes, incluyéndonos a nosotros dos que mirábamos desde la puerta muertos de risa. 

De pronto, no sé si tuvo algo que ver con la interpretación o qué, cuatro jóvenes se levantaron de sus mesas y en una estampida salieron del bar al mismo tiempo que se iban sacando las remeras. 
La gresca no duró demasiado, había una mujer de por medio, de pelo rubio, al parecer la excusa para la ocasión, que intentó interponerse entre los grupos sin demasiado éxito. La batalla no dejó grandes estragos, pero hubo un grupo que dominó ampliamente la pelea. 

No pasaron ni cinco minutos que llegó una camioneta de la policía a toda velocidad. Se bajó un oficial y la señora de los carritos de hamburguesas le señaló la puerta del local, indicándole que dos de los contendientes se habían metido ahí. Sin embargo, el oficial prefirió subirse a su camioneta y hacer una maniobra que pudo haber causado un accidente, cruzando la Cañoto en sentido inverso a la búsqueda de los otros dos, que habían salido corriendo en dirección al centro. Por esas cosas fortuitas del destino, y como si estuvieran en todas partes, un periodista que paseaba con su cameraman, se bajó de un taxi corriendo y salió a registrar tamaña persecución. Finalmente el policía encontró a los temibles y al cabo de unos minutos de conversación los dejó ir, seguramente luego de haberles pedido alguna colaboración. El periodista se quedó con su pequeña historia, de la que mucho no pudo sacar porque no había tanto para contar.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Peine

El milico vestía de verde, bajó de una camioneta, en la cañoto. Entró a una licorería, no sé a qué, pero tenía un formulario. Sería para anotar las coimas. Su traje estaba impecable, todo verde, camisa verde, pantalón verde, gorra verde y un cinturón negro desde donde colgaban dos pistolas enfundadas, una de cada lado que hacían juego con dos borceguíes también negros. Como todo uniforme era completamente homogéneo, esperable. Lo único que desentonaba con la monotonía de su camuflaje era la parte posterior de un peine rojo fluorescente que asomaba desde su bolsillo trasero. Milico, pero coqueto...

A ver, tóquese una...

-A ver, tóquese una que me guste y que todos estos la puedan bailar y te bajo a vos y a todos- dijo el tipo. Era el típico policía, bajito, barrigón y coimero. Es costumbre que salgan a recaudar plata con un colectivo que van llenando de gente. Si tienen algo que sacarle después los dejan por ahí, sino los llevan directo a la comisaría. A los que ven con rasgos kollas los humillan hasta dejarle la autoestima bajo tierra. Como el tipo me vio con la guitarra me mandó esa y me puso a pensar. -Mmm, no sé, cuál querés- terminé preguntándole. -Tocá la del mariachi- me dijo, acá tienen una fijación con esa canción. Afortunadamente la sabía...

miércoles, 30 de enero de 2013

Pura morenada

-Ahí suena pura morenada- nos dicen, un poco en forma descriptiva o otro en forma casi racista. 

Y ahí vamos, los carnavales de Oruro en Santa Cruz, organizado por la fraternidad de transportistas. El predio es tan grande como una cancha de fútbol y están sentados en rondas, por comparsas, alrededor de los cajones de cerveza, Paceña. Todos con sus vestuarios característicos, las mujeres con sus sombreritos y sus vestidos anchos, con telas de seda, impecables. Los hombres con los colores propios de su comparsa, algunos más dedicados que otros, pero todos uniformados. 

Somos los únicos gringos, eso hace que nos miren y se pregunten, estos qué hacen acá. Algunos se acercan y nos preguntan directamente 

-¿de dónde son? 
-De argentina, y él de Francia-. 

Todos nos convidan cerveza, se muestran amistosos. Caminamos un poco más, casi hasta el escenario, donde suenan varias bandas traídas especialmente desde todas las regiones de Bolivia y algunas del exterior, pagadas por los cuatro "presis" de la fraternidad. -Esos tienen mucha plata- dicen todos. Unas cholitas nos invitan a bailar, nos enseñan los pasos, no son difíciles pero tienen su lógica y nos cuesta seguirlos. De repente somos la sensación de la comparsa, todas quieren bailar con nosotros, y los hombres nos miran, algunos risueños y otros con la mirada algo turbia. 

-Vení, sentate acá- me dice uno y me lleva alrededor de un árbol donde hay cuatro hombres más, -te presento, es de argentina- le dice a otro vestido con una camisa a cuadros. 
-A mi qué me importa responde- en forma agresiva. Me levanto y me voy. 
-No te preocupes- me dice el que me había llevado. 
-No importa, no quiero problemas- le digo. 

Me saca a bailar otra cholita, están todos muy borrachos y el ambiente se va caldeando. El alcohol hace lo suyo. 

-Están todos muy borrachos- le digo. 
-No te preocupes- me dice -cualquier problema te vas a aquel árbol que ahí son todos policías- me dice, señalándome el lugar dónde está el hombre de camisa  a cuadros. 

Acto seguido veo que lo llevan al Francés hacia ahí. cuando vuelve su rostro está algo pálido, ya no es de relajo ni alegría, como unos minutos antes, se encuentra tenso. 

-El de camisa a cuadros me metió las manos en los bolsillos- me dice. De pronto nos rodean las cholitas nuevamente, quieren bailar a toda costa. 
-Necesito ir al baño- digo y lo miro al francés, dándole a entender que venga, que nos tenemos que ir. Me escabullo esperando que me siga, pero cuando miro hacia atrás todavía lo veo entre las cholitas. Le hago señas con el brazo para que se vaya de ahí, que venga, pero no me entiende. Está encerrado, el grupo está a su alrededor, apenas sobresalen sus cabellos claros. La música suena cada vez más fuerte. Pura morenada, como dicen, ritmo típico paceño. Lo miro cada vez más lejos, como si tuviera una montaña de hormigas sobre su cuerpo, lo veo desaparecer, como si se lo tragara la tierra. Las cholitas a su alrededor, la música, el alcohol, El francés ya no se ve. La música sigue sonando, Los kjarkas, o un grupo que lo imita, a todo volumen. Cada tanto se escucha alguna botella romperse contra el piso. 

martes, 29 de enero de 2013

Fonolas...

-Baile eso que el papá nos enseñó- le decía una hermana a la otra. Desde la fonola había comenzado a sonar una chovena, ritmo tradicional de la región de Beni, y las dos se habían lanzado a la pista improvisada en el centro de un bar semivacío sobre la avenida Cañoto. Por momentos saltaban sobre un piso que apenas las resistía, a pesar de ser de cemento, y por otros se mecían hacia los costados como si estuvieran en una cuna. 

Mientras, el resto, que no éramos más de seis o siete -una mesa de tres hombres, ya borrachísimos, las dos chicas que atendían, una bastante sexy, con la que me iría a dormir unas horas más tarde, y otros dos que miraban desde la calle-. Tras esta sonó una mupera y los tres hombres se levantaron a acompañar el baile, un baile apenas en pie, ya que ninguno, ni las dos hermanas ni los tres hombres podían mantenerse parados. Tras esa vino otra chovena que bailaron desordenadamente, apoyando sus cuerpos uno sobre otro, simulando una escena de sexo que no hubiese podido ser a causa del estado en que todos estaban, y finalmente apareció en la pantalla Camilo sesto para aplacar las aguas y que todos se fueran a sentar a sus respectivas mesas para no dirigirse más la palabra.

martes, 8 de enero de 2013

Las milanesas y el acorazado.

Milanesas con tortilla de papas. Combinación extraña. No estaba mal para cualquiera, pero para ellas sí, podría decir ellos pero eran cinco mujeres y un solo hombre. No hay por qué. Sentados en una mesa redonda, como todos, había por lo menos siete mesas redondas, todas llenas.  Las milanesas estaban hechas con la carne más dura que encontraron, y la menor de ellas no bajaba de los setenta. Apenas podían cortarlas, gastando todas las energías que le restaban por el día, y eran recién las doce. Mucho menos masticarlas. No había caso. Las milanesas iban a quedar ahí. No se podían comer. No podían arriesgarse a perder el último diente, o a romper las dentaduras. Una de ellas estableció la asociación. Era delgada, de pelo blanco, muy elegante, tenía una tez muy pálida. Se notaba que de joven debió haber sido una mujer muy apetecible. Las milanesas seguían ahí, sin ser tocadas, todas las miraban, resignadas.  

-Hay que quejarse- dijo una, viejita, como todas, mi abuela también -esto no lo como ni loca, no es para mi-. Pero ella era de alta alcurnia, o por lo menos eso pensaba.

Entonces ella comenzó a hablar del acorazado. 

-La película es de un director ruso- dijo -y está basada en un hecho real-. Me sorprendió. Puro prejuicio, supongo. Y ahí mismo comentó el hecho, cuando le daban carne podrida a la tripulación. 

-Carne con gusanos- la interrumpió Mariano, otro interno del geriátrico, lúcido.

-sí, eso, carne con gusanos- repitió ella. 

¡La asociación no tiene límites! Luego, comentó la escena del cochecito cayendo por las escaleras, 

-la volvió a hacer un director americano- dijo -en homenaje, no me acuerdo cómo se llamaba-. 

-Brian de Palma- dije yo, -en Los intocables-.

-ah, sí- dijo -ahí-. 

La milanesas seguían ahí, sin que ninguna se atreviera a tocarlas.