lunes, 29 de diciembre de 2014

La Guerra

De Un porvenir (Novela)



Era el mes de Abril y estaba cálido, pero el temblor de su cuerpo le impedía distinguir el frío del calor. La sangre le chorreaba por la cabeza, caminaba con esa sensación del que no terminan de cerrarle las ideas, ¡qué carajo había pasado! por qué se encontraba así. Sintió el peso duro del cristal en su nuca, un golpe seco, tac y acto seguido el sonido de los cristales quebrándose. Frente suyo lo tenía a él mirándolo, sin sentido, rencoroso. ¡Qué mierda! Por una puta pelea tanto escándalo. Ni siquiera había salido de la casa pero ahora iba de cuarto en cuarto sin saber bien qué hacer o a quién quejarse. Escuchaba sonar esos acordes, como un goteo psicodélico que se desparramaba por todas partes. El Maravilloso Hagler había ganado la pelea, se había recluido en un hotelucho de mala muerte en Masachussets mientras las cámaras se posaban sobre Hearns en Las Vegas que venía de derrotar a Ray Sugar Leonard y a Mano de piedra Durán.

Pero él se había quedado callado, sin decir nada, bueno, cortamos, que la mire. Debió haber intuido su disconformidad, se le podían criticar muchas cosas, su adicción a la heroína, el cortejo a la mujer de su amigo con quien tuvo tres hijos, o por robarle las canciones a Taylor, pero nada en cuanto al trabajo. Se recluía dos, tres, cinco días, sin salir y sin comer, sosteniéndose con lo que sea, lo necesario hasta terminar los discos.

Hacía dos días que se encontraban recluidos como si el mundo se estuviera destruyendo, dos días que no paraban de probar y ensayar acordes, los mismos que sentía ahora, que su cabeza le daba vueltas y la sangre le bajaba por el cuero cabelludo mezclándose entre sus pelos. La guerra había terminado, había pensado en ese nombre para una canción, de la misma forma que todas las canciones que inspiraba pero que no tomaban en cuenta. La guerra da para pensar, para jugar con los sentidos ¡Qué carajo se le había cruzado por la cabeza! Estaba más loco de lo que creía. Sintió el botellazo directo en su cráneo, ni siquiera pudo prepararse para el golpe. Yo quiero ver la pelea, dijo, necesito parar, y el resto estuvo de acuerdo en hacer una pausa, venían promocionando esa pelea desde hace meses como dos cruceros en alta mar destinados a cruzarse y todos estaban cansados. Dos días de encierro e incomunicación, a Richards no le había quedado más que aceptar, que mire la pelea si tanto jode, pero le había devuelto esa mirada sucia, rencorosa, bajo la que se intuía el disgusto.

Y entonces sentía esos acordes sonar, en el cuarto de Jagger, ¡miren! les dijo, mostrándole la sangre, ¡miren lo que me hizo el desgraciado! El mareo aumentaba y el mundo era como estar en una calesita que no podía parar, y le costaba sostenerse. ¡Miren lo que me hizo ese hijo de puta! Pero Jagger y Watts estaban demasiado concentrados en los acordes, escucha, te gusta, le preguntaban mientras él intentaba hacerles entender la gravedad del asunto, su cabeza sangrante y el mundo dando vueltas a su alrededor, mira, Ronnie, ¿te gusta? Y se reían a carcajadas mientras tomaban de la botella de whisky, la misma botella que minutos antes Richards le incrustaba en la cabeza sin ningún motivo, o sí, por haber detenido la grabación.

Ok, está bien, que mire la pelea, dijo si tanto jode, y se hizo ese silencio incómodo a partir del que todos intuían que no estaba todo bien. Pero estaban cansados y querían un descanso. Y así había esperado, paciente, agarrándose de a ratos la cabeza o introduciendo el dedo índice entre su cabellera mientras jugaba con un mechón que enlazaba en el dedo, mientras Ron Wood miraba esa Guerra que venían promocionando desde hacía tiempo, entre dos negros destinados a destruirse -como no podía ser de otra manera- preparados para dar el show y matarse arriba del ring, el único lugar que se le permite a un negro darle una paliza a otro ser humano. Una guerra que duró sólo tres rounds, que no tuvo desperdicio y que terminó por KO. ¿Estás contento ahora? le dijo, ¿estás contento ya? sin dejar de enredar el índice como una batidora entre los pelos revoltosos. ¿Satisfecho? O imaginó esas frases que ni siquiera hubiera tenido tiempo de responder, porque en cuanto se dio vuelta sintió ese golpe seco que se le incrustaba en la nuca sin mediar palabra y el sonido de los cristales quebrarse y entonces la sangre comenzó a brotar de su cráneo, sin entender siquiera lo que había pasado. ¡Miren! Gritaba, ¡miren! Tomándose la cabeza, intentando llamar la atención.


Pero Charlie y Mick estaban concentrados sobre los acordes, posiblemente Treat me Like a Fool, o Dirty Work o quién sabe, y lo único que querían era saber si sonaban bien, si servían para una canción, pero a él le importaban un carajo los acordes, el mundo le daba vueltas, más por la incomprensión que porque se estuviera muriendo. La guerra había terminado, en tres rounds, y él había quedado sangrante, peor que Hearns y que Hagler. 

martes, 9 de diciembre de 2014

Tengo un Pitbull en el balcón. Los del J reloaded.


-¡Viste lo que pasó!- me dijo el Chizi al cruzarlo en el hall de entrada del edificio. Sus palabras eran empujadas por el olor a alcohol. -Ahora van a venir a allanar, vas a ver….-.
-No, qué pasó- le pregunté sin siquiera sospechar de lo que me estaba por contar.
-Uhhh, no sabés- me dijo sonriendo, como si estuviese contándome una aventura. Sus ojos guardaban esa expresión alegre que dan algunas borracheras. -Seguro que van a venir a allanar, igual, a ver si tiran algo, con todas las porquerías que tiene ahí Bernardo-.
-¿Qué pasó chizi?- volví a preguntarle, ya intrigado.
-¿Te acordás de Ariel? El flaquito ese, que te apuro. Yo me enteré…- esbozó como si me estuviese revelando algo indebido.
-¿Quién es Ariel?- pregunté.
-Ariel, el amigo de Leo, ese que una vez te apuró, yo me enteré- repitió.

Entonces pude establecer las conexiones correspondientes como para intuir de quién se trataba. El Chizi es uno de los vecinos del departamento J, en algún momento novio de Mirta, treinta años mayor que él, con la que tuvo a Arón, su hijo. El departamento J es de Bernardo, quién tenía una madre que pasó mucho tiempo enferma y para cuidarla contrató a Mirta, que se le instaló y no se fue nunca más. Mirta, a su vez, instaló a sus tres hijas, y una de ellas tiene, o tenía, quién sabe, ahora, un noviecito, algo bajito, morrudo, con aspecto oriental -hijo de taiwaneses- llamado Leo. A Leo tuve la oportunidad de agarrarlo alguna vez en el palier de mi departamento –vivo en el último piso y es el más apartado- sentado sobre la escalera con dos compañeros, tan pasados y taimados como él, contando la recaudación de uno de sus trabajos. El recuerdo más claro que guardo de aquella escena son las monedas desparramándose por todas partes y un fajo de plata que se dividía en tres partes iguales. Estaban tan concentrados en el asunto que ni siquiera me dedicaron una mirada. En ese momento yo salía con X, una ex alumna con menos vida que una mariposa, estaba a punto de llegar y era factible que no soportara la escena. Por lo que –sin medir las consecuencias- les dije que se mandaran a mudar de ahí lo más rápido posible, a lo que respondieron con una mirada de asombro, como si hubieran visto un fantasma. Como rastros de aquella velada, dejaron una botella vacía de cerveza, un par de tucas, y el monedero de una caja registradora, debidamente acomodadas debajo del lavadero.

Leo no era lo que se dice, el muchacho ideal para presentar a una familia próspera y con aspiraciones. Sin embargo, últimamente parecía mucho más rescatado, se lo veía bien vestido –con camisa y pantalón de vestir- y hasta se había comprado un Peugeot 306. Según se comentaba había conseguido un trabajo “formal”. Ariel era uno de sus amigos, flaquito, desgarbado, paraba generalmente en el poli de Manuela Pedraza. Esa noche de la que hablaba el Chizi, nos cruzamos en la esquina de mi casa mientras yo paseaba a mi perro y una mirada sirvió como excusa para que nos trenzáramos. Su estado era lamentable, y posiblemente una pelea le sirviera para bajar un poco a tierra. Yo estaba completamente en desacuerdo, pero mis razones no le valieron demasiado y no hubo otra que terminar a las trompadas a las tres de la mañana, en medio de la calle, esquivando alguno que otro auto que pasaba por ahí. El tema era que ahora, Ariel ya no estaba.

-Van a venir a allanar, boludo, me entendés…- dijo, casi maníaco. El Chizi estaba prendido a aquella frase y no hacía más que repetirla una y otra vez, sin darme la posibilidad de entender que me estaba queriendo hacer entender.
-No, no entiendo Chizi, si me contás desde el principio…-.
-¿Vos te acordás de Ariel, ese que te apuró?-.
-Sí, me acuerdo ¿qué tiene?-.
-Bueno, lo mató, no sabés, le van a dar como diez años. Y para colmo encontraron un teléfono celular con el número de acá y ahora seguro que van a venir a allanar. Y yo tengo un Pitbull en el balcón y no sé qué hacer…-.

No me estaba dando la suficiente información como para que pudiera terminar de comprender. Hasta ahora mis únicos datos eran un muerto, un asesinato, un posible allanamiento y un pitbull –el perro de Leo- en el balcón del departamento J.

-¿Ariel mató a alguien?- le pregunté.
-¡No, boludo!- me respondió el Chizi, enfático –a Ariel lo mataron chabón!-.
-¡A Ariel! ¿Quién lo mató?-.
-Ay, Mariano- dijo, resignado, suspirando -no entendés nada, che. Y ahora van a venir a allanar-.
-¿Cómo querés que entienda, Chizi?-.
-¿Sabés quién es Leo?-.
-Sí, el novio de tu hermana- le respondí. En ese departamento vive tanta gente que a veces las relaciones se me mezclan.
-No, no es mi hermana, es la hija de Mirta, pero no importa. Bueno, Leo lo mató-.
-¡Leo mató a Ariel!- el surrealismo de la escena que se me planteaba superaba cualquier horizonte de expectativas.
-Sí, y ahora está en cana, y le van a dar como diez años-.

Se me cruzó la imagen del destino como un caimán agazapado a la espera de su presa. Este es capaz de permanecer una semana bajo el agua, a medio centímetro de la superficie, observando, paciente, esperando el momento preciso en que su presa se descuide para saltarle, veloz milimétrico, sin darle oportunidad. Lo mismo ocurre con algunos sectores sociales, su trayectoria los signa, se sabe lo que va a pasar, y la pregunta crucial es cuándo. Y leo era su fiel representante, hace tiempo que podía intuirse su caída, posiblemente desde el episodio de la noche de furia, cuando le abrió el brazo como una naranja a la amiga de Marina, o desde que lo encontré en el palier de mi departamento. Sus condiciones sociales hacían prever que su destino estaba sentenciado, la única pregunta que quedaba por resolver era cuándo. Y ahora ese misterio se develaba.

-¿Qué pasó?- pregunté.
-Leo y Ariel se venían bardeando por Facebook, ya hace un tiempo y a Leo se le ocurrió ir a buscarlo para arreglar las cosas. Parece que se volvieron a trenzar y Leo le pegó un tiro en el pecho-.
-¿¡Cómo le pegó un tiro en el pecho!? ¿¡Fue a arreglarse y le pegó un tiro!?-. A medida que la historia avanzaba no dejaba de sorprenderme. Supongo que mi pasado burgués hace que todavía me siga sorprendiendo de lo que para otros sectores es moneda corriente.
-Sí- me dijo esbozando una sonrisa incrédula -¡y ahora tengo un Pitbull en el balcón!-.
-¡Cómo!- insistí.
-Sí, el perro de Leo, está cagando y meando en el balcón y no sé qué hacer, no lo voy a tirar a la calle…-.
-Me refería a lo del tiro-.
-¡Ah! sí, se bajó del auto con un máuser.
-¡Un máuser!-.

Máuser fue una fábrica alemana del siglo XIX que construyó unos fusiles que tuvieron tanta eficacia que se utilizaron hasta mediados del siglo XX. A la vez se fabricaron unos mosquetes, que no eran más que una versión recortada de los mismos y también tuvieron mucho éxito. Lo qué resulta extraño y difícil de imaginar, es que alguien pudiera tener uno de esos y usarlo en la segunda década del siglo XXI.
-¡Qué hacía con un máuser!- pregunté sorprendido, tanto por la historia de eso que era casi una pieza de museo, como por su portación.
-Mmm, parece que andaba en algunas cosas-.
-Qué cosas…- pregunté ingenuamente, más por preguntar o por morbo, porque ya conocía la respuesta.

Hasta hace poco Leo y Marina todavía vivían en el J, pero Mirta, su madre, la ex del Chizi y ex cuidadora de la madre de Bernardo, ya cansada de tanto bardo, les dijo que se fueran a vivir a otra parte. Alquilaron un departamento, también por Saavedra pero la plata para los gastos, manutención del auto, y el alquiler no les alcanzaba. Posiblemente Leo, siguiendo la lógica de la experiencia, una lógica fáctica, podríamos decir, prefirió volver a un negocio que era mucho más rentable, aunque algo más arriesgado.

-Estaba en el afano- me dijo el Chizi, juntando los labios, con pose de quien revela secretos indebidos. -La policía entró en su departamento y encontró plasmas, televisores, teléfonos, plays…-. Se me vino a la cabeza una pregunta que me hizo Marina hace ya unas semanas en el palier del edificio “-sabés de alguien que quiera comprar un Samsung Galaxy, nuevo-” aunque probablemente lo mío no sea mas que prejuicio. –Y lo peor-prosiguió el Chizi -es que en el celular encontraron el número de teléfono de acá, así que en cualquier momento van a a venir a allanar. Esto me lo dijo Ana María, la rubia de acá en frente, de Cáritas, es re buena onda…-.

A esa altura la mezcla entre lo trágico y lo previsible  del asunto (casi una tautología me corregiría cualquier especialista en literatura antigua, aunque esto no se tratara de ficción) ya me habían sacado las ganas de escuchar. “Los jóvenes pobres se encuentran condenados a priori”, la frase es casi un clisé, pero eso no hace que sea más fácil soportar la eficacia de los hechos concretos y más cuando uno se encuentra con una historia que venía previendo.  Opté por no preguntar más, sin embargo, aunque el Chizi todavía tenía ganas de seguir contando.

-Pará, pará- me dijo, al ver que me iba -eso no es todo- me costaba pensar que todavía cupiera algo más, –Marina se bajó del auto, y le pegó un culatazo, a la mujer de Ariel, casi a la altura de la sien –me hizo una seña indicándome el lugar en su propio rostro –le hizo un corte de casi diez centímetros. Y lo peor, sabés qué fue… que la piba estaba amamantando- hizo una pausa, la realidad es mucho más trágica que la ficción, otro clissé - ahora van a venir a allanar, y yo con un Pitbull en el balcón…-.


martes, 25 de noviembre de 2014

Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer.

(Relato incluido en el libro de crónicas, Marisol y las hormigas).  



 Es veinticinco de Noviembre, día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, sancionado por las Naciones Unidas en mil novecientos noventa y tres en reconocimiento a las hermanas Mirabal asesinadas en República Dominicana por Leónidas Trujillo. Gaby camina por Iruya repartiendo y pegando en las paredes unos panfletos que recuerdan la fecha. El cielo está completamente azul, todavía es época seca y el Colanzulí es un hilo angosto que serpentea y se esconde entre las piedras.

Gaby, o la charanga, como la llaman sus amigos, trabaja en el Ayllu, una dependencia financiada por una fundación española encargada de tratar problemas de género y realizar mediaciones. Un trabajo de hormiga. Para llegar a la oficina hay que bajar unas escaleras que salen de la plazoleta, justo al lado de donde al viejo Delta le gusta poner su parche. Prácticamente se encuentra escondida en la roca de la montaña, pero tiene una vista envidiable, desde allí puede divisarse todo el cauce del río.

Iruya, como el resto de la región, es un lugar complejo. Generalmente son las mujeres las encargadas de mantener y llevar adelante los hogares, velar por la educación de los hijos y todo tipo de emprendimientos económicos, sean restaurantes, hostales, almacenes, etc. Es un sistema con rasgos marcadamente matriarcales. Paradójicamente, el machismo es extremo y la violencia contra la mujer es muy habitual. Uno puede recorrer los pocos bares que hay en Iruya, principalmente frente a La tablada, un sábado por la noche y jamás va a encontrar una mujer, mucho menos un grupo de mujeres (a no ser que sean “gringas”) tomándose una cerveza y conversando. Contrariamente, uno encuentra mesas repletas de hombres. Muchas mujeres son abandonadas embarazadas sin que jamás reciban ayuda ni algún tipo de aporte por parte de los padres de sus hijos. Estos desaparecen y algunas mujeres se pasan años intentando ubicarlos para que reconozcan a sus hijos y se hagan cargo de sus responsabilidades, o simplemente se quedan y andan por ahí como si nada. Cualquiera puede verlos caminar impunemente por ahí sin recibir sanción moral ni legal alguna. Los jueces de Paz no son demasiado confiables, uno de éstos era bastante conocido a causa de que tenía la costumbre de cobrarse sus honorarios a través de favores sexuales. No hace mucho que comenzaron a tomarse en cuenta estos problemas y es por eso que una vez por mes acude al Ayllu una abogada proveniente de Humahuaca para atender los reclamos de las mujeres. Esos días la oficina de Gaby parece un banco en día de cobro de jubilaciones. La fila de personas atraviesa la sala de espera, el pasillo de entrada y sube por la escalera caracol llegando hasta el puesto del viejo Delta.


Gaby camina con los panfletos que anuncian la fecha, en una mano lleva un tarro lleno de engrudo y los va pegando sobre las paredes, en la calle San Martín, en la Belgrano, en el almacén de don Ángel, en lo del Canchi, -el ferretero, y uno de los hombres más codiciados del pueblo, gracias a que ha logrado acumular un pequeño capital- sobre el almacén de Rubén y su hermana, donde nace la Belgrano, sobre las paredes laterales de la iglesia de San Roque, sobre la casa de Federico III (que ahora funciona como museo), el Yugoslavo que luego de pasar tres días caminando allá por mil novecientos encontró este paraje y no se fue nunca más.

Una nube solitaria atraviesa el paisaje y se estanca entre dos cerros al final del valle. -Va a hacer frío- se escucha decir a una de las chicas que atiende el mercado de Tacacho. Dos cóndores la vigilan dando vueltas en círculos y jugando con el viento. -Seguro se cayó un burro- dice Asunta juntando sus labios. En uno de los bordes de la plaza unos chiquitos de unos seis o siete años enroscan un trompo de madera.

A Gaby la acompaña Gisella, una chica joven, atractiva, de pelo lacio negro y ojos también negros, oriunda de Iruya. Es la hija de don Angel. Desde hace unos meses cambió su trabajo en el almacén por un puesto en el municipio junto a la Gaby, aunque se queja por la soledad. En el almacén podía conversar con todo el mundo, dice, en la oficina me siento un poco sola. El ayllu se encuentra en las entrañas de la montaña, las noticias tardan en llegar y, excepto por los días en que hay mediaciones, no hay mucho para conversar. -Así no- le dice uno de los chicos al otro -se tira así- enrosca la soga en la base del trompo y le indica un movimiento centrífugo con el brazo.

En la plaza de la tablada se encuentran a la abuelita Clari. Camina algo encorvada, un pañuelo le cruza los hombros diagonalmente y dos trenzas largas y canosas y atadas en las puntas con dos cintitas color fucsia, caen formando una parábola. Clari se ríe todo el tiempo y sus ojos, de un verde casi adúltero, acompañan su sonrisa brillando.

-Hola gringuita- le dice a Gaby.
-Cómo le va Clari, venga con nosotras- los chicos siguen dándole vueltas al trompo sobre las baldosas de la plaza y las nubes siguen atascadas entre los cerros, custodiadas por los cóndores. -¿Quiere sumarse al festejo?- Clari se sigue riendo, mostrando unas arrugas profundas y orgullosas que le asoman por el rostro desde hace como dos mil años.
-¿Y qué festejamos gringuita?-.
-El Día internacional de la violencia contra la mujer-.
-Ah- dice entusiasmadísima -¿entonces hoy les podemos pegar a ellos?-.

martes, 29 de julio de 2014

Postales de época

-Es una lástima- me dice Romina, la camarera del café, mientras mira la pantalla de TV que muestra la muerte de un joven que quería parecerse a un marine norteamericano. 
-Sabés algo de los chicos muertos en Gaza?- le pregunto.
-¿Qué chicos?-.

jueves, 8 de mayo de 2014

Surf

En los pueblos surfistas, sobretodo en los pequeños como Mompiche, se entreteje una especie de código que en todo momento sobrevuela el ambiente, no es necesariamente oculto, por lo menos no existe esa intencionalidad, sin embargo se hace imposible de descifrar para el que no está al tanto de eso, que más que un deporte, para esta gente es un estilo de vida. Entonces algunos viajeros llegan y otros se van, y apenas sienten esa percepción extraña, de que algo existe por ahí, como si a uno le picara la pierna o la mano sin saber nunca por qué, hasta que se va y la picazón se acaba inexplicablemente. Pero nunca terminan de comprender de qué se trata, aunque en algún lugar, consciente o inconcientemente, subsiste como interrogante, ¿por qué me picaba...? Como si hubiera dos dimensiones, dos formas de acceder a eso que puede ser un lugar vistoso, con lindas playas y paisajes, o algo más...

Stress

-El tipo me pidió un ácido, que quería probar, y no tuvo mejor idea que tomárselo a las siete de la mañana antes de ir a trabajar. Me llamó desde Cuenca que estaba con un ataque de angustia atascado en medio del tránsito. ¡Ni modo le dices a tu mujer que eso te lo dí yo! le dije, mejor deja el carro ahí y salte a caminar. Como no podía decirle a su familia de lo que se trataba terminó a las cuatro de la tarde con suero en la clínica y con diagnóstico de stress-.

miércoles, 16 de abril de 2014

Los sobrinos de Guayasamín

Desde el café se ve la parte sur de la ciudad. Fundación Museo de la Ciudad, allí estoy.. De fondo se mezcla la salsa, con el funky o el jazz, con la naturalidad de cualquier ciudad latina. -Es muy rico el café, ¿de dónde es?-. 
-Es de galápagos- me responde un chico muy amablemente, algo amanerado. No sabía que se cultivaba café en Galápagos. Al instante me trae otro -De cortesía- me dice.

Una calle adoquinada corre debajo y la cruza un puente de madera -La ronda- mientras las casas coloridas se prenden a los cerros junto al característico Angel de Quito. Una infinidad de escalones se multiplican como pintados por Penrose trepando hacia ninguna parte. La tarde se va, algo nubosa y fresca pero no tanto...

Bajo y observo desde el puente de piedra. Sobre el callejón infinidad de gente caminando, entrando y saliendo de restoranes y bares. Me acerco. 
-¿Tu qué tocas?- me pregunta un hombre de gran estatura con acento cubano. 
-Toco bosa, boleros, música cubana, lo que haga falta. 
-En el bar donde trabajo contratan músicos, ¿quieres probar?-. 
-Bueno, vamos- le digo. 

Conecto mi guitarra a la consola y un cable con un mic que ya había dispuesto sobre un pie.Toco un rato largo mientras el supuesto cubano mira y reafirma con la cabeza. -Tocas bien- me dice -cuando vengan los dueños les hablo y te digo-. El supuesto cubano se llama Isaías, y no es cubano, es colombiano, me dice, de Barranquilla, por eso su acento costeño, tan similar al cubano. 

Espero, una hora más o menos. Me trae un canelazo, trago típico ecuatoriano, de la zona serrana. Camino por el lugar, hablo con unos extranjeros, de Costa Rica, otros españoles, que les gusta lo que toco. -Muchas gracias- les digo. Salgo, vuelvo a entrar. Repaso las paredes sobre las que cuelgan unas reproducciones de Guayasamín. Una de éstas firmada, para mis sobrinos Guayasamín. Se me eriza la piel. 

-¿Cómo llegó eso ahí? le pregunto al supuesto cubano. 
-Los dueños son los sobrinos de Guayasamín- me responde. 

Me quedo boquiabierto. ¿Tendrán su misma sensibilidad social? me pregunto. ¿Serán de izquierda como su tío? ¿Admiradores de la cultura cubana? ¿Les gustará pagarle bien a los músicos? Espero un rato más y no llegan. 

-¿Llegarán?- le pregunto al falso cubano. 
-Sí- responde -tienen que venir a traer gas, ya nos quedamos sin, así que llegan si o sí-.

Espero, sigo caminando por el restorán, converso con una pareja de señores grandes, son argentinos, de Moreno. -Muy lindo el repertorio- me dicen. -Gracias-.

Al rato llegan los dueños. Más grandes de lo que imaginaba, cincuenta años apróximadamente, uno asocia sobrinos con juventud. Me ignoran. Me acerco a la barra junto al falso cubano que les dice

-el muchacho toca la guitarra y canta, lo hace muy bien. Estuvo tocando recién, la gente lo aplaudió y todo-.

El sobrino de Guayasamín no responde, un hombre grande con rasgos duros, ni siquiera me mira, como si tuviera verguenza de mirarme, o de tener que pagarle a un músico. La sobrina de guaysamín se encarga de hacerlo.

-Mira, me dice -si quieres puedes tocar, y pasar la gorra. No tenemos presupuesto para pagar a los músicos, sólo los fines de semana, si hay suficiente recaudación. Pero en general esos días viene gente a tomar cerveza, y les gusta escuchar música ecuatoriana. Realmente no les pagamos porque no lo necesitamos, el local se llena solo, pero yo soy generosa con los músicos, los dejo tocar y que pasen la gorra, si quieres puedes poner la funda de la guitarra en la entrada...-. Me da infinitas ideas sobre cómo recaudar plata, pero que no pagan. 
-Bueno, gracias por las sugerencias- le digo.

-Y qué te dijo- me dice el falso cubano cuando estoy guardando guitarra, cables, y no sé por qué me tomo el trabajo de desconectar la consola. 
-Que no pagan-.
-Mmmm, mejor ve acá al lado, que ahí sí pagan, y pregunta por Ramiro-.

viernes, 11 de abril de 2014

Fonola


Luz blanca, furiosa, como queriendo mostrar que nada oscuro puede existir ahí. El único bar -bar, restorán, lo mismo da, sirven comida y cerveza básicamente- el único bar lumpen que uno puede encontrar en Núñez. -Una porción de pizza- pido -con cebolla, y una empanada de jamón y queso-. La cumbia suena desde la fonola, al palo, rebotando en las paredes, golpeando en los cuadritos con paisajes que cuelgan de éstas, metiéndose por un baño encortinado y saliendo hasta la calle, casi hasta la parada del 152. Repito, estoy en Núñez pero podría estar en Santa Cruz, en cualquiera de los bares sobre la Cañoto que por la noche se llenan de borrachos, desdichados, explotados, mucho más explotados que en Núñez. O en el Callao en Lima o en la Quinta de Cali. Tres o cuatro mesas llenas, en el fondo un grupo grande, ruidoso, que alimenta la fonola. Sigo esperando, -ahora vienen-, me dice un tipo vestido de blanco, íntegramente, pantalón y camisa blancos, -aguantá-.
En la puerta aparece otro grupo, son tres, una mujer, grande, sesenta, setenta a lo mejor, un pibe, de quince, con una campera negra sin mangas, que dice Chicago en letras blancas, estampadas en la espalda. Y un travesti, ya grande, pasado de moda, con unas medias negras transparentes y un shortcito negro de cuero o de algo que se parece al cuero. 

Se asoman por la puerta del bar -restorán, bar, lo que sea. Desde el bar todos miran hacia afuera y desde afuera ellos miran hacia adentro -¡Dónde está el cumpleañero!- grita, la travesti, con su voz grave, estruendosa y llevando sus manos a su boca como corneta que también rebota en las pareces y contra los cuadritos de paisajes.  El cumpleañero, un pibe, -veinticinco, treinta, con la cabeza semirapada, pero con una cresta en la parte superior- se levanta de la mesa del fondo, feliz -lo demuestra con su sonrisa- con su vaso en alto. -¡Ehh!- grita, como invitando, y el flamante grupo se acerca en tropel, casi corriendo, con el travesti a la vanguardia...-Aguantá, ya vienen las empanadas- me dice el tipo de blanco, inmaculado -aguantá-.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Diario de Cali (fragmento)

Miércoles 9-2.
Día en Palmira.

 -¿Cómo llego a Palmira?- pregunto.
-Vaya hasta la terminal y tómese un bus que lo lleva derechito, en media hora está-.


Freno un taxi para ir hasta la terminal de ómnibus, no quiero perder tiempo, ya es casi medio día. En lugar de sentarme atrás, tomo la mala decisión ir en el asiento del acompañante. El tránsito es tremendo. En la Avenida de las Américas nos agarra un trancón que nos detiene completamente, no nos movemos ni quince centímetros. Posiblemente en bus hubiera llegado más rápido, nunca se me ocurre tomar taxis. A nuestro lado se abre el portón de una casa y un jeep color celeste, clarito, que sale de éste, se pone perpendicular a nosotros. Apenas el tránsito avanza un poco mete la trompa y se manda adelante del taxista en una maniobra soberbia y peligrosa. El taxista le toca bocina y comienza a insultarlo, recriminándole. Del jeep se baja un hombre y camina hacia nosotros. Es delgado, viste un pantalón de tela color claro y una camisa suelta desde la que sobresale un bulto a la altura de su cintura. Lamento haberme sentado en el espacio del acompañante. Se acerca hasta la ventanilla. -Oiga- le dice al taxista –¿es que usted quiere morir por un espacio?-. El taxista no dice nada y cuando el hombre se aleja masculla por lo bajo, tragándose sus palabras. No le queda opción. La escena se produce tan veloz y naturalmente que ni siquiera tengo tiempo a asustarme o reflexionar, lo mismo que el taxista, quien parece estar bastante acostumbrado. -Así es Cali- me dice cuando bajo.

Tomo el bus a Palmira. Viajecito de cuarenta minutos, casi una hora. Recién entonces me tomo el tiempo de reflexionar. ¿Ese hombre hubiera disparado ahí mismo, en medio del tránsito? ¿Se hubiese limitado al taxista o me hubiese limpiado a mí también para no dejar testigos? Se supone que luego de los descabezamientos de los principales carteles, en Colombia algunas cosas se han tranquilizado un poco. Sin embargo, en Cali aún restan signos de violencia y algunos “mini” traquetos todavía se mueven con mucha impunidad.

Tengo pensado conocer la estancia El paraíso, donde Jorge Isaacs situó la historia de amor de María y Efraín, novela ícono del romanticismo latinoamericano. Llego al crucero donde debería haber un bus esperando para llevarme al sitio, pero me dicen que esos sólo salen los fines de semana, que si quiero ir tengo que tomar un taxi. No leí la novela, no la pienso leer, no me interesa más que por simple curiosidad. Conclusión: no voy a pagar semejante trayecto para mirar una estancia que para mí no significa nada ni lo va a significar nunca. Prefiero volver a Palmira y conocer la ciudad. Dos catedrales -interesantes sí- y una gran cantidad de negras hermosísimas. Eso es todo lo que hay en Palmira (y la reserva Nirvana, ¿privatizada? que tampoco pude conocer). Camino un rato por el centro. Es tremendamente pobre, y según dicen las malas lenguas, habitan gran cantidad de ladrones, pero eso es algo que por esta zona se dice tanto que ya uno no sabe cuándo es cierto y cuándo no. Lo que sí consiguen es ponerlo a uno paranoico hasta el punto que no saber si quedarse encerrado y no salir ni a caminar o hacer todo lo que le da la gana y arriesgarse a terminar violado en algún descampado. Yo generalmente opto por lo segundo, sólo espero no terminar en el descampado.

Pese a estar a escasos treinta o cuarenta kilómetros, por alguna razón en Palmira hace bastante más calor que en Cali y a la hora de la siesta todos los negocios cierran sus persianas y la gente desaparece. Frente a ese panorama decido volver a Cali. El bus de vuelta se toma frente a la estación de trenes de Palmira, una estación hermosa y abandonada, algo a lo que los latinoamericanos debimos acostumbrarnos durante la década de los noventa cuando por designios “primermundistas” tuvimos que resignar nuestros trenes o entregarlos al mejor postor. Vuelvo a la loma de San Antonio.


Decidido, me compro el tiple. Encuentro una vez más a Liz. Liz más tiple, una buena combinación. Liz se va, tiene curso de secretariado bilingüe y me quedo solo con mi tiple. Al rato, como me pasa con todo, me aburro del tiple y me pregunto para qué lo compre. 

lunes, 10 de febrero de 2014

Diario de Cali

Viernes 18-2.
Me despierto a causa de los ruidos provenientes de la sala de estar, mi sueño es cada vez más liviano y no hace falta gran cosa para que lo pierda. Aún son las nueve de la mañana, algunos rayos de luz se filtran a través de la ventana. Estoy muy cansado, no dormí bien. No sé por qué me cuesta tanto descansar bien en Cali. Me despierto varias veces en la noche, por una cosa o por otra. Recuerdo haberlo escuchado a Mateo cuando se iba a trabajar. 

Llamo a TAME, quiero cambiar el vuelo para el lunes. No hay ningún problema, sin costos. Algo me hace dudar. Todo no puede ser tan fácil. Llovizna y me quedo mirando el agua caer por la abertura que da al living. Hago mi mochila -no quiero molestar más en casa de Pao- y me tomo un taxi hasta lo de Mauricio. Almorzamos cerca de su casa por cuatro mil pesos, en una casa particular. Dos chicos entran y salen con las mochilas y sus uniformes escolares, me siento como en un paladar de La Habana. Al salir buscamos un colchón en la casa de su hermano, me da un juego de llaves y se va a trabajar. La lluvia cesa y va dejando espacio a un sol que se asoma tímidamente.

Camino hasta el Cosmocentro, necesito cambiar plata. A esa altura el sol ya brilla con todo su esplendor y me hace transpirar un poco. El clima está muy cambiante, igual que todo, principalmente las emociones. Sobre un banco en la Quinta hay un chico tirado, de aproximadamente veintidós o veintitrés años, y un charco de sangre espesa debajo, desparramándose sobre la vereda. Si está o no muerto resulta un misterio. A su lado hay dos policías, con la misma actitud que si esperaran turno en una cancha de fútbol 5. Las cosas que veo por momentos me resultan tan surrealistas que no sé si tomarlas en serio o pensar que me las estoy inventando. Una vez en el Cosmocentro cambio cincuenta dólares, probablemente demasiado para el poco tiempo que me queda y me siento en el patio de comidas a escribir en mi computadora.

Recibo un mail de mi hermana tomando posición sobre un problema grave que tengo con mi vieja. No me gusta que tome posición respecto a algo que no conoce, de todos modos le respondo en forma bastante amable: Querida hermanita... Al rato me llama Lucía, que el miércoles va para Esmeraldas, que nos vemos ahí. Obviamente no le creo, pero hago como que sí. Hasta no tenerla presente en carne y hueso a Lucía no puede confiársele mucho, y aún así, presente en carne y hueso, es capaz de evaporarse en cinco segundos para no vérsela más.

Cuando vuelvo por la Quinta ya no están ni el chico sobre el banco, ni los policías, ni la sangre derramada en la vereda. Comienzo a dudar realmente sobre mis aptitudes mentales, y si no fuese por algunos rastros rojos entre las baldosas podría pensar tranquilamente que lo soñé. Alguien se tomó el trabajo de llevarse el cuerpo y de limpiar la vereda. Si hay miseria que no se note. Cali es caliente hasta cuando hace frío. Llamo a Liz, que recién sale del trabajo. Hoy no tiene curso, le digo que venga hasta lo de Mauricio. Alcanzo a dormir unos minutos y suena mi teléfono, es Liz que está abajo. La hago subir y apenas entra hacemos el amor. 

Bajamos hasta la primera y me como una presa de pollo con una papa y medio plátano por tres mil ochocientos pesos (casi dos dólares). Ya está oscureciendo. Me aparece un mensaje en el celular. Andrea, si quiero ir para San Antonio a escuchar a los cuenteros y después para lo de Everth. No le respondo. Liz me cuenta más sobre su historia (no digo su vida porque más que una vida lo suyo es una Historia). Me entero que su padre estuvo preso, por abusar de un menor de edad, que era su primo. Suena fuerte y hasta parece invento. -Me da pena (pena en Colombia significa vergüenza) contarlo- dice. Es increíble cómo puede reprimir algunas cosas y contar otras con tanta naturalidad. Me cuenta eso a raíz de un acontecimiento que tuvo con su padrastro cuando lo encontró mirándola. Al contarle a la madre, le echa en cara que se esté inventando cosas y para justificarse le trae a cuento ese episodio de su padre. Culpabilizar a la víctima, hacía solo unos días había tenido una dura discusión sobre el tema. A raíz de ese episodio se fue de la casa y anduvo yirando algunos días por habitaciones ruinosas. Cada vez me resulta más extraordinario, y considero casi un milagro que Liz sea quien es y que no haya terminado como su hermana, que, lamentablemente, tiene mucho peor pronóstico. Ya ni va a la escuela y anda con una junta que en cualquier momento va a traer noticias. Es evidente que algunos destinos están perdidamente amarrados al azar y un cambio de viento puede producir catástrofes.


Me despido de Liz justo debajo de su barrio. La veo caminar y me quedo mirándola solo con el propósito de observar si da vuelta su cabeza. Desde abajo Siloé se ve muy pintoresco, con las luces de sus casas desperdigadas contrastando con el negro de la noche y su estrella encendida casi en la cima del cerro. Espero hasta que la veo perderse y nada, no atina ni por un instante a darse vuelta. Su excesivo pragmatismo me causa escalofríos. Supongo que es la única manera de sobrellevar una existencia tan compleja. 

domingo, 9 de febrero de 2014

Diario de Cali (fragmento)

Viernes 11-2.
Mauricio me manda un mensaje temprano. Tiene que viajar por trabajo a Mariquita todo el fin de semana y es posible que no nos volvamos a ver por este viaje. Me dice de almorzar, quedamos para encontrarnos por el centro a eso de la una. Aún son las once y aprovecho para averiguar vuelos a Esmeraldas, Ecuador. En el inicio tenía pensado hacer ese viaje por tierra, pero Cali ha consumido mi tiempo y ya no me queda más que hacer ese tramo de un tirón. En avión es más rápido, más seguro y hasta podría resultar más económico o relativamente lo mismo (teniendo en cuenta los gastos de buses, alojamiento, comida, tiempo y sin contar un posible asalto entre Popayán y Pasto zona bastante complicada y plagada de Paramilitares).

El cielo se encuentra cubierto de nubes, lo que da algo de tregua al calor eterno de Cali. Al cruzar la Quinta veo cómo un auto golpea a un motociclista que luego de arduos intentos por mantener el equilibrio termina tirado en el asfalto. Se incorpora inmediatamente, levanta su moto y maldice a todos los presentes menos al responsable ya que nunca se le ocurrió frenar para cerciorarse si lo había matado. Me tomo un jugo de Mango en leche en un puesto sobre la Carrera Seis con la calle Ocho y no sé por qué razón a la mujer que atiende se le ocurre preguntarme si creo en brujas. Su tez es blanca pero sus rasgos delatan claramente sus orígenes africanos.


-No creo, pero que las hay, las hay- le digo, tratando de resultar amable.
-Pues aquí en el sur conozco muchas brujas, y a una conocida mía le llenaron el estómago de lagartijas- me dice.
-No haga caso a esas cosas mija- le dice un hombre de unos cuarenta años, que atiende un puesto de libros a su lado -en pleno siglo veintiuno haciendo caso a esas cosas-.
-Pues mire que ahí no se puede mirar mal a la gente porque a uno lo embrujan- replica ella, muy seriamente. -¿Qué uste´ no cree en la maldad? El librero se limita a refunfuñar y me dirige una mirada cómplice.



Al rato llega Mauricio y vamos a almorzar. Cuatro mil pesos. Jugo de aguapanela con limón, crema de espinaca (con papas fritas arriba, nunca visto), pollo asado con arroz, ensalada y pasta. Me cuenta sobre su militancia en derechos humanos en la ONG, era el contador oficial, todavía mantiene ese cargo debido a que desde hace dos años no hubo reunión para reemplazarlo. -Ya no mandan plata desde Europa- se queja- es mucho trabajo y no hay plata pa´nada-. Visitan presos políticos, guerrilleros, sindicalistas, etc., y tratan de velar que sus derechos se respeten. El coordinador de la ONG en la zona de Cali se llama Walter X -ex novio de una amiga mía que terminó viviendo en Buenos Aires. Como ya dije, emigrar es una de las prioridades del Colombiano, principalmente del caleño.

viernes, 7 de febrero de 2014

Diario de Cali (fragmento)

Domingo 6-2.
Domingo con guayabo (tremenda resaca).

El tequila y el whisky todavía me marean. Compro un jugo en la esquina del movimiento. Un pan de bono, esperando que por su carácter esponjoso absorba el exceso de alcohol que hay en mi cuerpo. Hablo con Liz. Tiene problemas en su casa. Pelea con su padrastro a causa de su hermana. La echa de la casa. Esta furiosa y casi llora al teléfono. No tiene adónde ir. Le digo de encontrarnos para conversar un rato. A las tres en la estación El Lido del MIO.

Aún son las dos. Camino por la quinta sacando fotos a los grafitis. Las paredes de Cali se llenan de consignas políticas, posiblemente producto del escaso lugar que tienen los medios tradicionales de comunicación para la crítica. Consignas de izquierda. A favor de los líderes de las FARC. Retratos de los caídos. Evocaciones a Camilo Torres, a Marulanda, etc. Cali es una ciudad en la que si uno forma parte de la poca clase media o alta vive muy agradablemente, pero que guarda una pobreza extrema y enorme. Según las últimas estadísticas el setenta y cinco por ciento de la población es pobre, y su pobreza no es la misma que en países como Argentina o Uruguay en que todavía existe un estado capaz de cubrir algunas necesidades básicas como salud pública o educación. En Colombia se paga hasta la educación inicial y la salud pública no existe.

Me encuentro con liz y caminamos por la carrera cincuenta hasta la plaza de Palmeto. Nos sentamos en un banco, apoyo mi cabeza sobre sus piernas mientras me acaricia la frente. Casi me duermo. El mareo todavía no se va. Ella está tranquila, Liz es fuerte. Mucho más fuerte que yo. Probablemente producto de haber crecido en uno de los barrios más peligrosos e inestables del planeta. No sobreactúa sus problemas, ni siquiera se detiene a pensar de más en ellos. Los vive en forma existencial, pero sin angustia. Si algo puede solucionarse se empeña en hacerlo y si no tiene solución no le presta más atención. Admirable. Si hay algo que me llama la atención cada vez que nos despedimos es que nunca mira hacia atrás. Se suba a un taxi o a un bus ella no da vuelta la cabeza para despedirse. Es excesivamente pragmática. Ese es su fuerte y la herramienta que la va a sacar adelante. Yo soy exactamente lo contrario, lo mío es pura melancolía, un continuo mirar atrás que a duras penas me deja avanzar de vez en cuando.


-Y qué pasó en tu casa- le pregunto, preocupado.

-Nada, no se preocupe, ya pasó- amo cuando me llama de usted.