Yo
todavía estoy demasiado metido en esta historia,
le dije, para qué te voy a mentir.
Ella juntó los labios, sus ojos se
opacaron, desilusionada, pero al mismo tiempo sabiendo que eso podía pasar. Se
lo conté desde el primer momento, sin ocultarle nada. Mirá Gimena, yo acabo de
salir de una historia complicada, le dije al conocernos, claro que en ese
momento se lo dije seguro, demostrando una seguridad que no tenía, como una
decisión tomada, sin regreso.
Sin embargo, la historia no había terminado
nada y todavía había carretel para seguir tirando. Sol no estaba en uno de los
mejores momentos de su vida, su discurso se venía desmoronando desde hace
tiempo, de ser la mujer más feliz del mundo con el marido perfecto, había
pasado a asumir que su felicidad estaba basada en suposiciones con poco
fundamento… o sí, quién sabe, y las cosas habían cambiado como cambia una marea
y hace que el mar se pinte de un azul más oscuro y lo que antes nos gustaba ya
no nos gusta ahora y nos parece una mierda. La cosa era que Sol ya no tenía
demasiado claro nada. Quiero que mi
matrimonio funcione, me decía cada tanto, pero sus palabras cada vez
resultaban menos creíbles. Para peor, le había contado todo a su marido, un año
de salidas ocultas conmigo, ¡un año! Ni siquiera habían pasado dos meses de
casados cuando empezamos a vernos. Y el tipo no había hecho más que golpear
algunas paredes con el puño y amenazar con que iba a venir a buscarme –cosa que
a mí no me preocupaba demasiado, y hasta me resultaba simpático, qué pueden
hacerme un par de golpes más en el cuerpo, golpes que por demás eran el signo
de su propia debilidad-. Ni siquiera se tomó una semana para pensarlo, como
para que ella entrara en razón o se asustara un poco, no, unos gritos y unos
golpes a las paredes y la posterior vigilancia, lo que a mi parecer lo hacía
ver más ridículo. Quién sabe estoy embarazada, se dio el lujo de decirle
también y el otro se puso más loco. ¡Cuánto habrá pensado en mí! Pero ninguna
mujer perdona eso, hay cosas que si no se sienten es necesario actuarlas, decía
mi vieja.
Yo desde entonces me dediqué a escribir
en mi muro algunas provocaciones, sabía que él se había obsesionado conmigo, ella
me lo había contado y miraba mis publicaciones como si en ellas pudiera
encontrar algún secreto que no encontraba frente a sí mismo. ¿Qué esperas, que reaccione? me preguntó
Sol al verlas, sos un provocador. Sin
embargo lo que ella estaba esperando –aunque no lo expresara- era que
reaccionara su marido, de alguna forma, dejándola por un tiempo, cogiéndose a
otra, demostrándole que aún guardaba algo de dignidad o siquiera dándole un
golpe, un golpe duro y a la cara, que le dejara el pómulo morado y le hiciera
ver que tenía los pantalones puestos, qué se yo. Pero el tipo no reaccionó y
ella a las dos semanas estaba nuevamente en mi cama, gozando como nunca, soltando
gritos al aire como perra en celos y diciéndome al oído que nunca había probado
una pija tan grande y tan rica como la mía. Cualquiera sabe que un pene es un
elemento exclusivamente imaginario, que una pija es una pura proyección. Y
cualquiera sabe también que si hay algo que una mujer no puede perdonar es la
falta de dignidad, después de ahí se transforma en una hiena -es casi
instintivo- que busca humillar y hasta sacrificar o comerse a su ex pareja, que
se transforma en una masa amorfa viscosa, inaguantable. Los deseos son
irrefrenables, es algo que nace adentro del estómago y se expande hacia las
extremidades, y lo peor es que ni siquiera lo nota, yo todavía lo amo, lo que
pasa es que el amor se transforma, etc., o venía con lo de que su
matrimonio funcione. Pero es un proceso sin vuelta atrás. Una cuestión
darwinista, dirán, casi como el castigo y la necesidad de eliminar al más débil,
al lastre que dificulta la evolución y la supervivencia de la especie. Yo lo
sabía, saltaba a la vista, cualquiera podía saberlo, pero no podía decirle
estas cosas para que no se enojara conmigo, aunque ella misma las decía, pero
de la misma forma que “la bella indiferencia de las histéricas” según Charcot, que
hablan sin sentir, ella hablaba sin escucharse.
Cuánto puede dejarse humillar una
persona, pensé. En un principio me caía simpático, como ella me lo pintaba
parecía una buena persona y me causaba cierta pena que todo esto sucediera así.
Sin embargo, el patetismo y la humillación habían ido transformándolo en un ser
algo despreciable. En pequeñas dosis podía pasar, despertar cierto cariño y
hasta compasión (aunque no sea el mejor de los sentimientos). Pero cuando la
humillación traspasa ciertos límites lo único que despierta es rechazo, después
de todo, es imposible querer a nadie que no se tenga un poco de amor propio, y
mucho menos cuando su postura termina obturando el desarrollo natural de las
cosas. Ella podía haberme llevado a su casa, podíamos haber cogido
desenfrenadamente frente a sus narices y de todos modos, su dependencia
repugnante, lo hubiera hecho perdonarla. Ya no era un hombre lo que tenía, si
no un hijo o un hermano menor.
Ella también había comenzado a odiarlo,
con toda su alma, le debo tanto,
llegó a decirme cuando la acompañaba a tomar el subte -después de tener uno de nuestros
encuentros sexuales monumentales-. Cualquiera sabe que cuando se llega a esos
límites no hay vuelta atrás, el amor puede ser agresivo, puerco, cruel,
reventado y hasta mortal, pero no hay nada peor que el amor condescendiente.
Eso y la humillación son la misma cosa, y hay cosas que una mujer no puede
perdonar.
Gimena me escuchaba atenta, con su
atención de psicoanalista, atendiendo a su pose, seria, desviando la energía
para otro lado, con su tono inalterable de quién escucha o intenta escuchar sin
afectarse. Pero cualquiera podía notar que estaba sufriendo, Gimena tenía un
discurso demasiado armado y por momentos me daba respuestas como si yo fuese su
paciente, aunque en cualquier momento podía desmoronarse y echarse al piso a
llorar. De haberlo hecho, posiblemente me hubiera cautivado más, pero yo podía
notar su pose, la veía asomando tan claramente, sabía que ella actuaba para mí,
que me había transformado en su objeto de amor, que sus respuestas suponían lo
que yo quería escuchar, y no hay nada que me ponga de peor humor que eso.
Volví
a hablar, le dije, volvimos
a vernos, y su cara se desfiguró, fue sólo un instante, inadvertido para
alguien distraído, pero no para mí. Pude ver su piel tensarse pero era buena
para recomponerse, como el boxeador que cae y se levanta veloz, intentando que
los jueces no noten el impacto del golpe que estuvo a punto de dejarlo ko. ¿Por
qué sentía la necesidad de contarle? ¿Era la necesidad de descargarme, de
hablar con alguien, o sólo quería humillarla de la misma forma que Sol a su
marido? Sin embargo Gimena seguía atenta, con la guardia en alto, esperando que
siguiera lanzándole golpes para esquivarlos. De vez en cuando ella también
lanzaba alguno, desesperado y sin fuerzas, golpes bajos. Vos sos un miserable, me decía en un tono falsamente amistoso, no hay forma de sacarte un peso, o vos sos un cobarde... Pero sus frases
eran tan visiblemente agresivas e innecesarias que no hacían más que dejar al
descubierto su dolor. Lamentablemente yo no la podía colmar, hubiese querido,
pero no podía. Menos en este momento que la comparaba con Sol, que no era
psicoanalista sino bailarina y tenía unas piernas largas y musculosas capaz de
dejar loco a cualquiera, que no era psicoanalista pero sus críticas literarias
me dejaban desconcertado, que no era psicoanalista pero tenía un oído que ella
misma desconocía y podía recordar y reconocer un solo de piano de Michel Camilo
tras haberlo escuchado una sola vez varios meses atrás. Esas cosas hacían que
no pudiera compararla, y que sus comentarios psicoanalíticos distaran mucho de
lo que realmente estaba necesitando, y de las ganas necesarias para reventarnos
en una cama como podía hacer con Sol y que, incluso después de acabar y dejarle
toda mi leche corriendo por sus entrañas, aún me quedaran ganas de seguir hasta
que mi pija quedara roja como un higo por dentro.
El amor es así, cruel, pensé, mientras Gimena
seguía buscando puntos de encuentro. Ni siquiera la escuchaba. Podía imaginar a
Marcos Maidana arrojando esos golpes desesperados, sin eficacia, que Maiwather
esquivaba fácilmente o que recibía sin inmutarse, mientras se movía delante
suyo, humillante, bailando y exacerbando su impotencia. Intentaba prestarle
atención, pero tras su rostro yo no hacía más que mirar a Sol, con sus ojos
negros y brillosos. La muy puta. Con sus piernas largas y musculosas,
envolviéndome y sin dejarme respirar. La muy puta. Pidiéndome más, diciéndome, sí soy tu puta, no te das cuenta que soy
tuya, mientras su marido hacía llamados desesperados a su celular que ella
no podía atender...