jueves, 26 de marzo de 2015

Amor cruel


Yo todavía estoy demasiado metido en esta historia, le dije, para qué te voy a mentir.
Ella juntó los labios, sus ojos se opacaron, desilusionada, pero al mismo tiempo sabiendo que eso podía pasar. Se lo conté desde el primer momento, sin ocultarle nada. Mirá Gimena, yo acabo de salir de una historia complicada, le dije al conocernos, claro que en ese momento se lo dije seguro, demostrando una seguridad que no tenía, como una decisión tomada, sin regreso.

Sin embargo, la historia no había terminado nada y todavía había carretel para seguir tirando. Sol no estaba en uno de los mejores momentos de su vida, su discurso se venía desmoronando desde hace tiempo, de ser la mujer más feliz del mundo con el marido perfecto, había pasado a asumir que su felicidad estaba basada en suposiciones con poco fundamento… o sí, quién sabe, y las cosas habían cambiado como cambia una marea y hace que el mar se pinte de un azul más oscuro y lo que antes nos gustaba ya no nos gusta ahora y nos parece una mierda. La cosa era que Sol ya no tenía demasiado claro nada. Quiero que mi matrimonio funcione, me decía cada tanto, pero sus palabras cada vez resultaban menos creíbles. Para peor, le había contado todo a su marido, un año de salidas ocultas conmigo, ¡un año! Ni siquiera habían pasado dos meses de casados cuando empezamos a vernos. Y el tipo no había hecho más que golpear algunas paredes con el puño y amenazar con que iba a venir a buscarme –cosa que a mí no me preocupaba demasiado, y hasta me resultaba simpático, qué pueden hacerme un par de golpes más en el cuerpo, golpes que por demás eran el signo de su propia debilidad-. Ni siquiera se tomó una semana para pensarlo, como para que ella entrara en razón o se asustara un poco, no, unos gritos y unos golpes a las paredes y la posterior vigilancia, lo que a mi parecer lo hacía ver más ridículo. Quién sabe estoy embarazada, se dio el lujo de decirle también y el otro se puso más loco. ¡Cuánto habrá pensado en mí! Pero ninguna mujer perdona eso, hay cosas que si no se sienten es necesario actuarlas, decía mi vieja.

Yo desde entonces me dediqué a escribir en mi muro algunas provocaciones, sabía que él se había obsesionado conmigo, ella me lo había contado y miraba mis publicaciones como si en ellas pudiera encontrar algún secreto que no encontraba frente a sí mismo. ¿Qué esperas, que reaccione? me preguntó Sol al verlas, sos un provocador. Sin embargo lo que ella estaba esperando –aunque no lo expresara- era que reaccionara su marido, de alguna forma, dejándola por un tiempo, cogiéndose a otra, demostrándole que aún guardaba algo de dignidad o siquiera dándole un golpe, un golpe duro y a la cara, que le dejara el pómulo morado y le hiciera ver que tenía los pantalones puestos, qué se yo. Pero el tipo no reaccionó y ella a las dos semanas estaba nuevamente en mi cama, gozando como nunca, soltando gritos al aire como perra en celos y diciéndome al oído que nunca había probado una pija tan grande y tan rica como la mía. Cualquiera sabe que un pene es un elemento exclusivamente imaginario, que una pija es una pura proyección. Y cualquiera sabe también que si hay algo que una mujer no puede perdonar es la falta de dignidad, después de ahí se transforma en una hiena -es casi instintivo- que busca humillar y hasta sacrificar o comerse a su ex pareja, que se transforma en una masa amorfa viscosa, inaguantable. Los deseos son irrefrenables, es algo que nace adentro del estómago y se expande hacia las extremidades, y lo peor es que ni siquiera lo nota, yo todavía lo amo, lo que pasa es que el amor se transforma, etc., o venía con lo de que su matrimonio funcione. Pero es un proceso sin vuelta atrás. Una cuestión darwinista, dirán, casi como el castigo y la necesidad de eliminar al más débil, al lastre que dificulta la evolución y la supervivencia de la especie. Yo lo sabía, saltaba a la vista, cualquiera podía saberlo, pero no podía decirle estas cosas para que no se enojara conmigo, aunque ella misma las decía, pero de la misma forma que “la bella indiferencia de las histéricas” según Charcot, que hablan sin sentir, ella hablaba sin escucharse.

Cuánto puede dejarse humillar una persona, pensé. En un principio me caía simpático, como ella me lo pintaba parecía una buena persona y me causaba cierta pena que todo esto sucediera así. Sin embargo, el patetismo y la humillación habían ido transformándolo en un ser algo despreciable. En pequeñas dosis podía pasar, despertar cierto cariño y hasta compasión (aunque no sea el mejor de los sentimientos). Pero cuando la humillación traspasa ciertos límites lo único que despierta es rechazo, después de todo, es imposible querer a nadie que no se tenga un poco de amor propio, y mucho menos cuando su postura termina obturando el desarrollo natural de las cosas. Ella podía haberme llevado a su casa, podíamos haber cogido desenfrenadamente frente a sus narices y de todos modos, su dependencia repugnante, lo hubiera hecho perdonarla. Ya no era un hombre lo que tenía, si no un hijo o un hermano menor.

Ella también había comenzado a odiarlo, con toda su alma, le debo tanto, llegó a decirme cuando la acompañaba a tomar el subte -después de tener uno de nuestros encuentros sexuales monumentales-. Cualquiera sabe que cuando se llega a esos límites no hay vuelta atrás, el amor puede ser agresivo, puerco, cruel, reventado y hasta mortal, pero no hay nada peor que el amor condescendiente. Eso y la humillación son la misma cosa, y hay cosas que una mujer no puede perdonar.

Gimena me escuchaba atenta, con su atención de psicoanalista, atendiendo a su pose, seria, desviando la energía para otro lado, con su tono inalterable de quién escucha o intenta escuchar sin afectarse. Pero cualquiera podía notar que estaba sufriendo, Gimena tenía un discurso demasiado armado y por momentos me daba respuestas como si yo fuese su paciente, aunque en cualquier momento podía desmoronarse y echarse al piso a llorar. De haberlo hecho, posiblemente me hubiera cautivado más, pero yo podía notar su pose, la veía asomando tan claramente, sabía que ella actuaba para mí, que me había transformado en su objeto de amor, que sus respuestas suponían lo que yo quería escuchar, y no hay nada que me ponga de peor humor que eso.

Volví a hablar, le dije, volvimos a vernos, y su cara se desfiguró, fue sólo un instante, inadvertido para alguien distraído, pero no para mí. Pude ver su piel tensarse pero era buena para recomponerse, como el boxeador que cae y se levanta veloz, intentando que los jueces no noten el impacto del golpe que estuvo a punto de dejarlo ko. ¿Por qué sentía la necesidad de contarle? ¿Era la necesidad de descargarme, de hablar con alguien, o sólo quería humillarla de la misma forma que Sol a su marido? Sin embargo Gimena seguía atenta, con la guardia en alto, esperando que siguiera lanzándole golpes para esquivarlos. De vez en cuando ella también lanzaba alguno, desesperado y sin fuerzas, golpes bajos. Vos sos un miserable, me decía en un tono falsamente amistoso, no hay forma de sacarte un peso, o vos sos un cobarde... Pero sus frases eran tan visiblemente agresivas e innecesarias que no hacían más que dejar al descubierto su dolor. Lamentablemente yo no la podía colmar, hubiese querido, pero no podía. Menos en este momento que la comparaba con Sol, que no era psicoanalista sino bailarina y tenía unas piernas largas y musculosas capaz de dejar loco a cualquiera, que no era psicoanalista pero sus críticas literarias me dejaban desconcertado, que no era psicoanalista pero tenía un oído que ella misma desconocía y podía recordar y reconocer un solo de piano de Michel Camilo tras haberlo escuchado una sola vez varios meses atrás. Esas cosas hacían que no pudiera compararla, y que sus comentarios psicoanalíticos distaran mucho de lo que realmente estaba necesitando, y de las ganas necesarias para reventarnos en una cama como podía hacer con Sol y que, incluso después de acabar y dejarle toda mi leche corriendo por sus entrañas, aún me quedaran ganas de seguir hasta que mi pija quedara roja como un higo por dentro.

El amor es así, cruel, pensé, mientras Gimena seguía buscando puntos de encuentro. Ni siquiera la escuchaba. Podía imaginar a Marcos Maidana arrojando esos golpes desesperados, sin eficacia, que Maiwather esquivaba fácilmente o que recibía sin inmutarse, mientras se movía delante suyo, humillante, bailando y exacerbando su impotencia. Intentaba prestarle atención, pero tras su rostro yo no hacía más que mirar a Sol, con sus ojos negros y brillosos. La muy puta. Con sus piernas largas y musculosas, envolviéndome y sin dejarme respirar. La muy puta. Pidiéndome más, diciéndome, sí soy tu puta, no te das cuenta que soy tuya, mientras su marido hacía llamados desesperados a su celular que ella no podía atender...