miércoles, 18 de mayo de 2016

En Buenos Aires no nieva

Es tarde y llueve,
sobre la densa niebla que forman las nubes emerge su recuerdo, 
traído por el viento.

Preparate para el olvido, dice, preparate...
La nieve cae, llana, marcando el ritmo del tiempo.

En Buenos Aires no nieva, dice,
pero podría, una vez nevó.

Es tarde y llueve, la niebla lo nubla todo.
Hace frío. Su recuerdo. La tristeza.
Era Julio, o Agosto... fue hace tiempo.  

Preparate para el olvido, dice, porque no tiene vacuna, no existe.
Preparate...

Los copos brillan iluminados por los focos del alumbrado, blancos, perennes, hamacándose en el vacío. Uno a uno los mira, adormecidos, blandiéndose en el viento como parias, esperando tocar el suelo. Los focos y los copos, ríe.

En Buenos Aires no nieva, dice, pero podría...

La lluvia lo inunda todo, feroz, cada vez mas enérgica. Su recuerdo se pega a uno de los focos del alumbrado público que titila, a punto de apagarse. Son los copos.

Era Julio y hacía frío. Los pies se me congelaban. Era de día y de repente se hizo de noche. Sus ojos lluviosos guardaban esa idea, quejosos.   

La niebla, la luz tenue, la nieve nublándolo todo.
El recuerdo. Los copos en los focos y el vacío.
La nieve que se hamaca... hacia el olvido (que rima).
No jodas, que no nieva, dice.

Las luces titilantes como el recuerdo, un foco que insiste, perenne, a punto de apagarse. Tu recuerdo. 
¡Preparate! Yo te aviso...
La nieve...
No jodas, ¡que no nieva! Son los copos.

En los focos, me dice, con su risa.
Es la nieve la que brilla. Los pies se me congelaban, en serio, ya no aguanto.
Eso no es brillo, ¡si eso es baba! Se ríe, ¡son las huellas que dejan los insectos! 
Era Julio, estoy segura. Tal vez Agosto.

La lluvia que no para, algo furiosa. 
Era de día y de repente se hizo de noche.
¿Los insectos? ¿Donde viste insectos en Agosto?
Agosto, tal vez Julio, da lo mismo. ¡Preparate! Yo te aviso.

En Buenos Aires no nieva...

lunes, 16 de mayo de 2016

Veinte años

(De Siete cuentos de amor)




Uno no puede enamorarse y que resulte un trabajo liviano. 
Hay que ensuciarse las manos, se necesitan músculos y agallas. 
Y si no puedes soportar ni la idea de ensuciarte esa alma ordenada y limpita
 es preferible que renuncies a todo lo que sea vida 
y te conviertas en santa. 
Pero nunca vivirás como un ser humano, 
hay que elegir entre este mundo o el otro. 

John Osborne.


Qué te importa que te ame,
si tu no me quieres ya...
María Teresa vera.





Miró hacia el techo buscando una rendija por donde se filtraba la luz del alumbrado público. Estaba agitada y un sudor helado recorría el contorno de su cuello. Su almohada y las sábanas junto a ella se encontraban húmedas producto de su transpiración. Un silbido agudo, apenas perceptible y similar al que hace el viento al filtrarse entre los postigos de una ventana, se escapaba de su garganta, apenas podía respirar. Todo había sido tan real, tan espantosamente real, que le costaba reconocer su cuarto, esa podía ser su casa como no. Volvió a buscar aquella luz como el marino que busca referencias en el cielo, y suspiró aliviada al encontrarla. La respiración de su novio junto a ella terminó de tranquilizarla.

-¿Qué te pasa?- preguntó él, algo alarmado. Sus movimientos lo despertaron, probablemente ella lo estuviera deseando.
-¡Qué pesadilla! Prendé el velador y pasame el inhalador por favor-.

La luz iluminó íntegramente la pieza y su mirada recorrió cada rincón -sus fotos sobre la cómoda, un dibujo de Castagnino enmarcado que colgaba casi al borde de la ventana y la Antología Poética de Anna Ajmátova en la mesa de luz- como si necesitara reconocerla. Un retrato de ella dibujado en lápiz, que también colgaba contra la pared, en el que sus contornos se delineaban e iban desapareciendo de a poco en una especie de fade out hasta desaparecer por completo. Todo era igual pero al mismo tiempo todo era tan nuevo. Se llevó el inhalador a la boca. 

-¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma-.
-¡Más o menos! Y no fue uno sino unos cuantos-. Se sentó en la cama ya más tranquila y estiró sus brazos para desperezarse. Uno a uno sus músculos se fueron marcando sobre su espalda dejando crecer unas pequeñas sombras con formas alargadas producto de la luz de costado. Le costaba imaginar que un sueño pudiera ser tan real. -¿Qué hora es?-.
-Tres y veinte. ¿Qué soñaste, se puede saber?-.
-Dame dos minutos para despejarme un poco, sí- dijo. Desparramó las sábanas y caminó hasta el baño. 

Sus pasos eran livianos, gráciles, como los de un pájaro buscando peces al borde del mar. Eso pensó él, pero no dijo nada, le gustaba mirarla caminar, aunque sólo fueran esos cinco pasos que median de la cama al baño que lo hacían imaginarla saltando de roca en roca.



Se miró al espejo, esperando que su reflejo le ayudara a recomponerse. Se acomodó el pelo detrás de las orejas, en sus ojos podía observar los rastros del miedo, su rostro aún permanecía pálido. Cómo es posible que se puedan vivir tantas vidas, se preguntó. Aún se negaba a creer que fuera sólo un sueño pero no quería caer en la cursilería de preguntarse qué es lo que diferencia la vida onírica de la real, aunque sin desearlo lo estuviera haciendo. Quince, veinte años habían pasado como fuegos de artificio. 

Se lavó la cara con agua fría para alejar a los fantasmas. Un sueño no puede durar veinte años, pensó. Se acercó aún más al espejo y temió perderse en su interior. ¿Me estaré volviendo loca? susurró, con una voz apenas perceptible. 

-¿Con quién hablás?- preguntó él que alcanzaba a escuchar sus murmullos desde el cuarto.  
-Con nadie, pienso en voz alta no más-. 
-¿Y qué pensás?-.
-Menos pregunta dios....-. 

Algo había en su reflejo que le causaba cierta aprehensión. Aún perduraban los flashes y algunas imágenes casi olvidadas aunque guardaban una potencia vivencial: un paredón, una calle desierta, un perro con una mirada intensa que la interpelaba y le devolvía su propio reflejo. 

-¿Qué diferencia un sueño de la realidad?- preguntó desde el baño.
-Sus consecuencias- respondió él. 

La certeza de la respuesta la hizo sonreír. Sin embargo algo de todo ello debía perdurar y afectar la vida diurna, no por nada los sueños tienen tanta importancia para el psicoanálisis. El espejo actuaba como un imán. Cuántos años habrán pasado, se preguntó una vez más, está vez para adentro, sin emitir sonido mientras aquella batería de imágenes continuaba acudiendo a su mente y ese perro que había esperado veinte años esperando a su amo no le sacaba los ojos de encima. Entre sus ojos podía observar su figura deshaciéndose al igual que en el dibujo que colgaba de la pared de su pieza. Un escalofrío recorrió su piel. 

-¿Está mi cuaderno ahí?-. Necesitaba corroborar que era ella, la que escribía, la que ahora escribía y no podía dejar de hacerlo y no otra, la que ocupaba su cuerpo.
-¿Adónde?-.
-En la mesa de luz, abajo del libro de Anna- se sorprendió por la familiaridad con que pronunciaba ese nombre, Anna, al mismo tiempo le causaba orgullo y un extraño regocijo. Tan ligado estaba ese nombre a él.
-¿Sí, acá está, por?- suspiró aliviada, tanto por eso como por escuchar esa voz algo ronca que sabía mantenerla viva. Su voz era una de las cosas que más le gustaban de su novio, aunque nunca se lo dijera, era una voz que sabía transportarla de un mundo a otro . -El cartel, clavado en el tallo...-.
-¡No te atrevas a leer una palabra!- dijo, imperativa.
-Está bien, está bien... pero ya me vas a mostrar -respondió él obediente desde el cuarto.
-Todo a su tiempo-. 


Una arruga que comenzaba a delinearse debajo del ojo izquierdo la hizo sospechar. Mucho tiempo. Copello. ¡Copello! De pronto la imagen de Copello -su cabeza calva, su porte recio, todo era tan vívido que hasta pudo sentir aquella ausencia corporal como si algunos minutos antes su brazo cercara su cintura- recorrió su mente. ¡Por qué la imagen de un bailarín de tango al que ni siquiera admiraba y con el que nunca había bailado le venía a la cabeza entre semejante torbellino de ideas luego de una pesadilla a las tres de la mañana! Una infinidad de posibles respuestas se le presentaron pero en ninguna logró encontrar la adecuada. 

-¿Te gusta Copello?-.
-¿Quién?-.
-Copello, el bailarín de tango-.
-Ah, no sé, lo vi una sola vez, debe bailar bien...-.
-¿Y en Happy Together?-.
-¿Era él?-.
-¡Claro!-.


La arruga crecía al borde del ojo, casi rozaba la pestaña inferior y apenas se apartaba en un camino diagonal descendente hacia la nariz. Era ínfima y apenas se notaba, sin embargo, le molestaba bastante. Una vez más pensó en el tiempo y en sus múltiples manifestaciones. El perro, Copello, los veinte años, su figura adentro de sus ojos. Dejó escapar un quejido leve, molesto, casi un acto reflejo. 

-¿De qué te quejás?-.
-De vos me quejo- respondió ella, riendo.
-Ah, si, mirá...-. 

Se restregó los ojos, unos ojos oscuros y profundos, observó su pelo desparramándose entre sus senos y su largo cuello. Observaba su propia imagen con cierta extrañeza, hizo un gesto sensual, admirándose, frente al espejo e hinchó el pecho. Luego volvió a desperezarse y sus músculos volvieron a marcarse.

Hizo pis y volvió a la cama, no sin antes deslizar otra mirada por el cuarto, como si aún sospechara y precisara ratificar aquella realidad. 

-¡Así que de mí, eh!-.
-Sí, de vos tonto- y se abrazó a su brazo al mismo tiempo que lo besaba. 
-¿Me vas a contar el sueño entonces o me vas a dejar con la intriga?-.
-Sí, pero en un rato- dijo, ya mas tranquila, mientras se estiraba para apagar la luz y apoyaba todo su cuerpo sobre el de su novio y rozaba su entrepierna -¡antes quiero que me hagas el amor!-. 

Hacía tiempo que no pronunciaba esa expresión y se volcó contenta sobre él, con ardor, casi con furia, feliz de haberlo encontrado.