domingo, 21 de agosto de 2016

La trampa

Los fardos secos. El olor  y el amarillo opaco tiñendo la oscuridad. El silencio. 
Los recuerdos. La curiosidad. El deseo y lo inevitable. 
Caminar hasta ese lugar, poder llegar. 
Las paredes, rejunte de tablones apilados entre los que se filtra la luz incendiaria de la luna. Un sendero de piedras. 
La incertidumbre.
Lo oculto, la noche una vez más.

-Vení, yo te voy a hacer conocer-. El secreto y su sentido. El juego encubierto. Clandestino. -Sólo hay que seguir las piedras. Vení que yo te cuento...-. 

La promesa, escabullirse en el más allá. Escapar al hastío. 
El juego y la noche. En juego en la noche. La noche y la nada.
Infancia disfrazada de experiencia y la curiosidad permanente. La soledad. La ausencia de sentido y la luna distraída jugando con las equivalencias de la libertad. Liberté, igualité, laissez faire... 

-Yo te voy a hacer conocer. Vení, ya vas a ver cómo es el juego. Seguí las piedras-. La oscuridad, la noche y el hastío. El sendero que se acaba y las maderas. -Parecen estrellas, ¿ves? Las piedras...-. Su voz delicada, tramposa. 

El olor seco que producen los fardos apilados, falsa hipóstasis que conduce a ningún lado. Rejunte de tablones, la luna una vez más, que no se acerca, poderosa. El silencio sorpresivo y la confianza que se quiebra.

-Vení, entrá, ya vas a ver-. Su voz calma, complaciente, certera. -Las estrellas, se parecen a las piedras, ¿no? vení que yo te cuento-. Convincente, siniestra. 

El recinto, los recuerdos, una sonrisa blanca, blanquísima y lejana. El consejo que no aparece. Liberté... Laissez faire, laissez passer. La autoridad. El hastío una vez más. Alicia cayendo por el pozo.

Lo perverso, el sufrimiento. El aburrimiento y el deseo de otra cosa. 
El aparecido, el apareamiento, el terror. Temor. La luna que también desaparece. La oscuridad. Las lágrimas.

El escape, el dolor. La memoria. Las cosas que no encajan. El olor. La fuerza, el embrutecimiento, el silencio de la noche y su siniestra voz. El exilio.

La luz filtrándose, los tablones de madera acumulados entre los que aparece una luna temblorosa. La angustia que perdura y el sendero de piedras diagramadas. La trampa tan certera. 
El olor seco que producen los fardos de paja ahí apilados, testigos de una historia que no cierra. El odio, el desamor y la traición. La duda. La huida y el rechazo.

La sorpresa.

Lo inefable. Volver a ningún lado, ser de nadie. Ser de todos. 
La presión y la posesión.
La tristeza, el llanto desmedido, inacabado. La cicatriz que no existe, que no cierra. La lágrima que no se manifiesta.
El enmudecimiento, el vacío permanente, eterno. La consecuencia. Su voz grave, menos suave, horrenda. 

-¡Qué te pasa! ¿Que no viste las estrellas? Vení que yo te cuento-.

La noche, la curiosidad, el deseo reprimido, inarticulado, las piedras reposando en el camino hacia la nada. 
Lo perverso sobre los tablones apilados entre los que reposa la luna que se llena.
El mutismo. El dolor, el vacío que se extiende, y que no ceja, que no deja, que no se queja, que se estrella en una noche que no llega.

 El sendero de piedras se consuma.

El recinto que se llena de vacío, la censura. El lenguaje que se acaba y las congoja que se agranda, que no alcanza. El camino, la distancia entre esa voz inacabada y la luna que filtra su luz robada sobre los fardos de paja que se extinguen.  

-Veni, seguí, el camino que se acaba. Yo te cuento-. Lo siniestro.

Las piedras, los tablones apilados.El odio, la traición y las palabras que no existen. La mentira y todo eso que no encaja. Las estrellas, la distancia.

jueves, 11 de agosto de 2016

Perros


-Si yo blanqueo la cosa voy preso, ¿entendés?- le dijo con una sonrisa, antes de dar una pitada profunda y exhalar el humo del cigarrillo como si acabara de tener un orgasmo.

Atilio no sabía bien qué responderle, nunca se había considerado un moralista pero sentía como si su amigo lo estuviera probando. Siempre le había costado reconocer los límites, tanto se había ufanado en cuestionar las convenciones sociales que ahora le costaba trazar cualquier razonamiento entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.

-Si el hombre es un ser indeterminado significa que le está permitido todo- dijo su amigo, casi leyéndole la mente y metiendo una pitada tan honda como la anterior. Atilio lo miraba atento, le costaba comprender que un simple cigarrillo pudiera producirle tanta satisfacción, se le hacía que no era más que una pose.
-El hombre es un ser limitado- le contestó, recostándose sobre la silla y apelando a sus escasos conocimientos psicoanalíticos -eso es lo único que lo define-.

No era una mala respuesta, sin embargo volvió a sentirse un moralista, al fin y al cabo era una respuesta demasiado trillada, o simplemente endeble. Trataba de imaginarse incondicionado, sin embargo algo en todo eso lo hacía sentir incómodo.

-Vos y tu moral- le reprochó el Turco, dándole donde más le dolía.
-Vos y tu cigarrillo-.

Ambos rieron. Se alzó un silencio que dejó en primer plano los sonidos de la calle. Las bocinas de los autos penetraban por la ventana abierta del café. Un perro se trenzó con otro y un bebé que paseaba en un cochecito rompió en un llanto agónico. Era una tarde celeste con un sol radiante como no asomaba hacía meses y todo el mundo había decidido salir a aprovecharla.

-Vos te confundís- volvió a decir -pensás la libertad como un concepto abstracto y te olvidás que la libertad siempre es limitación. Pensás demasiado en los derechos y te olvidas de las o-bli-ga-cio-nes-.
-Atilio, a vos te cagaron la cabeza los psicoanalistas-. Rieron nuevamente. -Esa sarta de pelotudeces se la podés decir a otros, pero yo te conozco-.

Era cierto, se conocían de sobra, habían crecido juntos y, más allá de que sus vidas habían tomado rumbos diferentes, les bastaban esos simples gestos para poder entenderse. Atilio sintió que su amigo tenía razón y eso lo hizo sentir en desventaja, de pronto era como si el diálogo se hubiera transformado en una competencia en la que cada uno iba acumulando tantos. Quiso salirse de ese juego pero no podía dejar de sentirse interpelado por lo que el Turco le decía, sentía que sus palabras se encontraban encorsetadas, que hablaba a través de libros o conceptos por momentos vacíos, que no eran más que la excusa para justificar su propia parálisis y lo dejaban a merced de la nada. Si las palabras realmente crean cosas, tenía que esforzarse en mejorarlas. Pensó en combinarlas de diferentes maneras, darles un nuevo sentido, cambiando las articulaciones. Quién dijo qué, dijo qué quién, dijo quién qué, yo qué dije, etc. Pavadas. Se sentía cercado por el lenguaje. A vos te falta humor, le dijo su psicoanalista en la última sesión, y de algún modo aquello lo había afectado bastante.

Los perros seguían ladrándose y sus dueños -un hombre de unos sesenta años, calvo y con unos labios angostos, semejantes a los de Scott Fitzgerald y otro de unos cuarenta con una remera apretada al cuerpo, recién salido del gimnasio- en lugar de alejarse se miraban y se reían como si disfrutaran de la molestia que le causaban al resto. Ellos observaban todo desde la ventana como una especie de teatro.

-Entonces seguí adelante ¿si te sentís tan libre por qué no blanqueas la situación y listo?-. 
-Porque no se puede Atilio, el mundo, la vida misma, es una cosa jodida, la realidad te condiciona y uno tiene que adecuarse un poco para que no terminen domesticándote y transformándote en un animalito, como esos perros ahí midiéndose junto a sus dueños-. 
-¿Qué clase de libertad propones entonces, si no podes hacerte cargo ni siquiera de tu propia vida?-. Ahora sentía que el partido se emparejaba, que había marcado un tanto importante y eso lo animó a seguir. Se recostó aún más en la silla, tanto que las patas delanteras se levantaron. -Vos y esas pitadas exageradas no son más que el complejo de culpa que te carcome, exhalas como si fueses el rey de la selva o uno de esos perros y no es más que el síntoma de tu cobardía a afrontar lo que sos-.
-¡Upa! ¡Esa la tenías escondida!- respondió irónico. 
-Sí, vos reíte no más-.

Se hizo un nuevo silencio que fue interrumpido por un bocinazo y el sonido posterior de cubiertas rozando contra el pavimento. Los perros junto a sus dueños habían partido en direcciones opuestas y ya no se escuchaban. El sol seguía alumbrando como si se hubiera estado aguantando de hacerlo todo el otoño y el invierno -que aún no acababa- juntando energías para lanzarlas sobre el mundo en aquel instante. 

-¿Se van a servir algo más?- les preguntó el mozo, un chico de unos veinte años, con un corte moderno, casi rapado en los costados y una melena prominente que crecía en el centro de su cuero cabelludo. 

El Turco ni siquiera lo miró y Atilio se concentró en una de las orejas de la que le colgaba un trozo de madera y le abría el lóbulo como si fuese a reventar. Pero ninguno de los dos le respondió, estaban demasiado concentrados midiéndose el uno al otro, ensimismados en sus cavilaciones. El partido había quedado empardado y posiblemente estuvieran previendo los tantos finales.

-Los gatos tienen un morir mucho más digno que los perros- dijo entonces Atilio y el Turco quedó atónito, lo único que hizo fue abrir la boca y mantener el cigarrillo en su mano izquierda mientras un pedazo de ceniza peleaba contra la ley de gravedad. -Los gatos mueren quietos, se quedan secos de noche y generalmente uno los encuentra al día siguiente, duros como una piedra en alguno de sus rincones favoritos... hasta se esconden para morir, como si les diera verguenza-.
-¿Y los perros?-.
-Los perros empiezan con problemas, generalmente artrosis en las caderas y se van degradando poco a poco, se vuelven totalmente dependientes hasta el punto que se caen sobre su propia mierda y uno tiene que ir por toda la casa limpiando lo que hacen o limpiándoles el culo. Te lo digo porque a mí me pasó, desde ahí que decidí que no más perros-.

Si hubiese un referí que evaluase las jugadas podría interpretar que, o Atilio había metido un tanto fundamental, casi al punto de dejar el partido al borde del match o que -en su intento por arremeter con todo- había desviado la pelota varios metros afuera de los límites de la cancha o directamente fuera de la tribuna. Lo que no podía encontrarse era un punto medio, no lo hubiera encontrado un referí y mucho menos el Turco que seguía mirándolo desconcertado, intentando descifrar algo de sus palabras.

-Escuchame Atilio, ¿toda esta sarta de tonterías respecto a los gatos y los perros, las decís por mí?-. Atilio echó una risotada, en su cabeza aún redundaban las palabras de su psicólogo. Qué yo te dije, cómo te dije, quién dijo qué... a vos te falta humor.
-Te estoy provocando Turco, a ver si bajas un poco la guardia- su amigo lo miró desconfiado, Atilio no hacía más que desconcertarlo y esperaba a ver qué iba a decir ahora. -¿Sabés cuál es tu problema?-.
-A ver, ilústreme Freud- respondió irónico, la palabra Freud no era común en su vocabulario y sonaba algo extravagante.
-Tu problema es que no te dejas querer, tenés tanto miedo a que te quieran bien que te metés en todos esos quilombos innecesarios con pendejas en los que tenés que andar escondiéndote o haciendo esas boludeces. Y no sólo eso, no te dejas querer por alguien a tu altura porque te sentirías intimidado, te da miedo sentirte en igualdad de condiciones-.
-¡Mira que decís boludeces, eh!-.

A pesar de su rechazo, por primera vez el Turco daba crédito a las palabras de su amigo, si bien aún no estaba preparado para asumir lo que Atilio le decía, se permitía desconfiar de que guardaban algo de cierto. Hizo una introspección al respecto de sus relaciones que no duró más de lo que dura un flash y desvió nuevamente su mirada por la ventana del café. Contó pasar no menos de diez perros en sólo cinco minutos. 

-Parece que la gente no tiene otra cosa que hacer que criar mascotas-.
-Viste che- respondió Atilio sabiendo que su amigo intentaba desviar la atención. 
-Los perros son tan fieles- esbozó con una voz apenas audible, como si se le hubiera escapado.
-¿Te asusta?-.
-¿Qué cosa?-.
-Eso, la fidelidad-.
-¡Cómo me va a asustar, Atilio! Otra vez estás meando afuera del tarro, ¿te tomaste la fiebre?-.
-Si seguís así no vas a cambiar nunca Turco-.
-¡Y vos de dónde sacaste que yo quiero cambiar!-.

Al mozo se le cayó la bandeja y el sonido a tazas y vasos rotos hizo un estruendo que resonó en todo el lugar. De la mesa vecina una mujer se levantó enardecida, limpiándose los pantalones a causa de las salpicaduras de café. Sus ojos furibundos apuntaban contra el mozo.

-Disculpe- dijo éste, avergonzado. Su rostro se había teñido de rojo y el aro en forma de tronco que colgaba de su oreja ahora sobresalía de su cabeza ridículamente. La mujer estuvo a punto de decirle algo pero se aguantó, podía observarse el esfuerzo que hacía por tragarse las palabras. Sobrevino un silencio tenso que duró cuatro o cinco segundos, luego su gesto se distendió. 
-No pasa nada- respondió ya más aliviada, evaluando las consecuencias del asunto sobre sus piernas. 
-Disculpe- repitió el mozo, debatiéndose entre levantar los restos del piso o ayudar a la mujer de alguna forma. -¿Quiere que le alcance un trapo?-. 
-No te preocupes, está todo bien-.

Atilio observó el gesto de ella endurecerse y ablandarse en tan corto tiempo, algo en todo aquello lo sedujo. Pudo notar también un oyuelo que se le marcaba en el pómulo izquierdo al momento del enojo, justo debajo del ojo, que ahora había desaparecido. Sus miradas se correspondieron.

-Te queda bien enojarte- le dijo. 
-¿Debería tomarlo como un cumplido?-.
-Tomalo como quieras- dijo Atilio -de todos modos te queda bien-. Ella finalmente sonrió. 
-¿Quieren que los deje solos?- preguntó el Turco, dejando entrever ciertos celos en una carraspera que no tenía naturalmente.
-Tu amigo es medio controlador-.
-Lo necesario, no más- respondió Atilio -pero es inofensivo-.
-Bueno, bueno, qué soy yo...- dijo el Turco algo afectado.
-Sentate, acercale una silla Turco, dale, no seas desatento-. El Turco se paró enseguida, aunque con disgusto, no le gustaba que le dieran órdenes. Ella permaneció unos instantes dubitativa y finalmente accedió. Sus movimientos eran suaves, tenían una elegancia algo forzada. Antes de sentarse pasó la mano por el respaldo de la silla y se corrió un mechón de pelo que le caía por la frente.
-Agustina- dijo, a modo de presentación, extendiéndoles la mano. 
-Veo que te tiñeron los pantalones Agustina- dijo el Turco.
-Te estás vengando- respondió ella risueña -te molestó lo de controlador-. Los tres rieron.

Ahora todo se había transformado en un partido de tres y las cosas se complejizaban. No es lo mismo una relación dual que una triádica en la que todo debe estar más equilibrado, y mucho menos cuando la que se suma es una mujer a la que se intenta demostrar la masculinidad.

-¿Qué opinas de los perros?- le preguntó el Turco, encendiendo un cigarrillo y metiendo una de sus monumentales pitadas.
-¿Viste qué pitadas más profundas que mete mi amigo? Se cree que es el rey de la selva- dijo Atilio.
-¡Cortala con eso, che!- dijo el Turco ya al borde del enojo.
-Disculpame Turco, tenés razón. Pero jamás vi a alguien que goce tanto con un cigarrillo-.
-No sé, prefiero los gatos- respondió ella. 
-Yo sabía- esbozó Atilio.
-¿Qué sabías?- preguntó el Turco.
-¡Qué iba a preferir los gatos!-.
-Y por qué sabías que iba a preferir los gatos?- preguntó Agustina.
-Porque tenés esa pose de mujer independiente, y se supone que los gatos son una especie que se identifica con eso-.
-Disculpalo, a veces se cree psicoanalista y se pone insoportable-.
-Zooanalista- dijo Atilio, algo burlón.
-Algo de razón tiene- dijo ella -las mujeres tendemos a la sobreactuación de nuestra propia independencia, es un modo de reafirmar nuestro género. Los gatos son ideales para eso, ¿no les parece?-. Tanto Atilio como el Turco quedaron algo desconcertados.

El mozo volvió a aparecer con un café para Agustina y el Turco aprovechó para pedirle una cerveza. Ya pasó la hora del café, dijo. 

-Agustina tiene razón- dijo Atilio -las mujeres son como los gatos, no pueden sentir el menor afecto por nadie-.
-Tu amigo es insoportable, tenés razón Turco-.
-Viste- respondió el Turco, siempre pitando. Ahora el partido se balanceaba en su favor, hincó el pecho y descargó todo su peso en el respaldo de la silla.
-Además, ¿de dónde sacaste que los gatos no son afectivos?-.
-Y, vos viste que ellos hacen la suya y lo que pase alrededor no les importa-.
-En ésta le doy la razón a mi amigo- dijo el Turco.
-Y qué tiene de malo eso- esbozó Agustina -¿tienen que estar siempre como esclavos dependientes del amo?-.
-Viste, yo sabía Turco-.
-¿Qué es lo que sabías?-.
-Que Agustina tiene necesidad de sobreactuar su independencia-.
-¿Tu amigo es siempre así?- Agustina volvió a interpelar al Turco, su frente se había contraído levemente.
-¡Peor que eso! Lo que pasa es que anda medio misógino últimamente-. El partido volvía a balancearse.
-¿En serio? ¿y por qué?- preguntó Agustina.
-Es que me rompieron el corazón- 

El mozo se acercó con la cerveza y tres vasos que fue apoyando en la mesa.