sábado, 14 de octubre de 2017

-Sólo quisiera poder explicarte- le dije y me miró con la tortuga entre las manos.
-¿Explicarme qué?- respondió algo agitada. -Ayudame a tenerla que tengo que darle una inyección- me dijo, sin prestar demasiada atención a lo que tenía para decirle. La tortuga era otra de las mascotas moribundas que había rescatado del hospital. -La dejaron así, estaba totalmente descuidada. Tiene neumonía- dijo, mientras intentaba incrustarle la jeringa entre el caparazón y las patas. 
-Neumonía- repetí. El concepto "neumonía" aplicado a una tortuga se me hacía algo ridículo. 
-Sí, neumonía- dijo, -¿qué tiene?-.
-Nada, nada-.

Me gustaba verla así, concentrada, aunque fuera en esos proyectos infrutuosos. Sus ojos oscuros enfocaban directo al animal igual que un francotirador hacia su blanco. Un enfoque directo, letal. Enérgico. Su mandíbula se había endurecido y apenas parpadeaba. La situación la abstraía.

-Me gusta verte así- le dije, pero tampoco me prestó atención.
-Dale, tenela con fuerza que se mueve demasiado y así no puedo-. La tortuga se movía como una condenada, nunca pensé que una tortuga pudiera hacer tanta fuerza. 
-¿Así?- pregunté, estaba haciendo tanta presión sobre la tortuga que sentía que iba a aplastarla o a partirla en dos. 
-Dale que ahí va- dijo una vez más -no te preocupes que son duras-. 

Los músculos de sus brazos se habían marcado como si estuviese levantando un tronco, por fin logró traspasar la piel gruesa de la tortuga con la jeringa. Levantó la cabeza y me miró con una sonrisa. Sus ojos se veían menos intensos y sus músculos faciales se habían relajado.

Le pasé la tortuga y la llevó hasta el patio. La metió adentro de una caja de cartón de casi medio metro. De acá no te vas, dijo en voz alta. Volvió a entrar y se sentó en el sillón frente al televisor, puso las piernas sobre una mesa ratona que había enfrente a éste. Suspiró. Se la notaba agotada aunque satisfecha. Apoyé mi mano sobre su hombro y me miró. El francotirador de hacía unos minutos había desaparecido. 

-¿Qué era lo que querías explicarme?- me preguntó.  Se me ocurrió que no era ese el momento para explicarle nada. 
-¿Qué hay para ver en la tele?- pregunté mientras tomaba el control remoto. En canal siete estaban dando un documental sobre cocodrilos, o "aligatores", como decía el relator. -Interesante- dije mientras miraba los cocodrilos. Seguía pensando en la tortuga con neumonía, algo en todo eso me causaba gracia. 
-Interesante- respondió, sarcástica. Se hizo un silencio que dejó que se escucharan los golpes que se daba la tortuga al chocar contra las paredes de su caja. -¿Escuchas?- dijo, levantando el dedo índice y apuntándolo hacia el patio. Afirmé con la cabeza y rocé levemente su mejilla con mi mano. Sus ojos se habían puesto intensos nuevamente. -¡Siempre igual, eh!- dijo, sin dejar de sonreír, pero con cierto tono de reproche. -No hay forma de sacarte nada-.

jueves, 12 de octubre de 2017

Estrellas




Pude amar esta noche con piedad infinita
pude amar al primero que acertara a llegar.



Había manejado casi cuarenta minutos. Lo que más me gustaba de Los Ángeles era perderme en los freeways durante la noche -cuando no estaban atestados por el tránsito diurno-. Tenía un Subaru blanco que había comprado en una subasta por ochocientos dólares, manejaba mirando un cielo oscuro y limpio de nubes, mientras escuchaba un casette de Pappo pésimamente grabado en un estudio en Los Ángeles. 

-Te voy a regalar esa estrella- le dije, señalando una de tantas, una vez que pasé a buscarla y terminamos sobre la playa, en Newport Beach. Tenía dieciocho años y era tremendamente cursi, no sé cuándo dejé de serlo, ni siquiera si dejé de serlo en algún momento. Yo era cursi y ella carecía de capacidad metafórica. 

-¿Y cómo me la vas a regalar?- preguntó. 

Jenny era peruana y quería ser modelo. Tenía unas piernas largas, una tez pálida y un pelo lacio largo que se derramaba por su espalda. La conocí en una fiesta de argentinos, en una casa en Burbank. En Los Ángeles las distancias son extensas y uno acostumbra moverse cientos de kilómetros en una sola noche. 

-¿Y cómo vas a regalármela?- volvió a preguntarme. Seguir con el tema me hacía avergonzarme, después de todo no era más que una excusa para poder besarla. 
-Así, las estrellas se regalan- respondí -¿no lo sabías?-. 

Me miró extrañada, su mirada era totalmente cristalina. ¿Qué es lo que estoy haciendo acá? pensé, o mi mente pensó, porque era en esos momentos que mi cabeza se escindía y me hacía escurrirme y tomar consciencia de lo ridículo que era todo. Quizá lo único que quería era manejar y perderme en la noche por las autopistas, mirando el cielo y escuchando a Pappo, y el resto no era más que una excusa. 

-¿Y a ti quién te la regaló?- preguntó. Para ese entonces yo estaba a miles de kilómetros. 
-No sé- respondí con pocas ganas, y sin intenciones de continuar aquel diálogo que ya se me estaba haciendo ridículo.
-¿Cómo que no sabes?- insistió y yo volví a pensar en aquella fiesta en Burbank, de la que nos terminaron echando. Había ido con Ulises, que nunca terminaba de adaptarse a ningún lugar, y siempre hacía algo para que nos echaran, como pelearse con alguien o robarse alguna cosa. La casa era de una hija de argentinos, y en general -por lo menos en Los Ángeles- los hijos de argentinos tienen un carácter extraño, pretendidamente latino, pero que no termina de ser ni una cosa ni otra, como si tomaran lo peor de ambas cosas. 
-¿Qué hacías ahí?- le pregunté a Jenny, que miraba fijamente hacia el mar. Sabía bien lo que hacía, había ido con Daniel, otro argentino, que vivía en Irvine, del que más tarde me hice bastante amigo, pero mi intención era cambiar el tema de conversación. 

Permaneció pensativa, como si no comprendiera el cambio tan abrupto de tema, o le llamara la atención el cambio en mi estado de ánimo. 

-Disculpá, no puedo evitarlo- le dije. Me miró, tenía unos ojos color miel, podían haber sido lindos o interesantes, sin embargo, los encontraba completamente vacíos. De fondo se escuchaba el estruendo de las olas. Curiosamente el viento golpeaba nuestras espaldas. 
-¿Qué es lo que no puedes evitar?- me preguntó. Sentí que cada vez nos alejábamos más. 

La miré, seriamente, adelanté mi cuerpo y arremetí con un beso fracasado, cuya intención tenía más que ver con evitar aquel silencio embarazoso que otra cosa. Era evidente que habitábamos planetas opuestos. A esa altura todo resultaba imposible.

-Las estrellas- dije en un suspiro, sin siquiera pensarlo. 

Jenny no respondió, ni volvió a decir nada más. Apenas movió la cabeza haciendo que su pelo, -que había atado con una hebilla-, ayudado por el viento, acompañara el movimiento y se desplazara levemente sobre sus hombros. Tenía un pelo oscuro, que hacía juego con la noche. El pelo es una de las cosas que más me gusta de las mujeres. Movió una vez más la cabeza, y su pelo volvió a escurrirse entre sus hombros. Era un lindo pelo, pensé, al mismo tiempo que un sentimiento de odio contra mí mismo recorrió mi cuerpo. A eso siguió un escalofrío que me puso la piel de gallina. Sabía que más tarde tomaría el freeway de vuelta hasta Venice beach, maldiciendo mis cambios de ánimo y mirando el cielo negro y escuchando la guitarra de Pappo, tratando de no prestar atención a su voz desafinada, producto de una grabación en la que no se habían tomado siquiera el trabajo de acomodarla.

De la fiesta en Burbank tuvimos que irnos casi corriendo. Una vez en el auto Ulises me mostró un teléfono inalámbrico, sin la base, que se había llevado. -¡Mirá que sos huevón, eh!- le reproché -ni siquiera te sirve-. Se rió, a las tres o cuatro cuadras lo tiró por la ventana. Apenas sentimos el chasquido que hizo al chocar contra el pavimento.

Miré a Jenny una vez más, ahí sentada, con su espalda recta y su mirada apuntando hacia el mar. Le tomé la mano innecesariamente y permanecimos un rato más en silencio, ya no tenía sentido probar nada. Nos conocimos en una fiesta y nos despediríamos frente al mar, no estaba tan mal. Volví a imaginarme en el freeway de vuelta, camino a casa, quizá hiciera una parada en algún Denny´s a tomar un café o a comer algo. Las olas seguían rompiendo enfrente nuestro y sus estruendos sonaban cada vez más potentes. Mañana va a ser un buen día para surfear, pensé. 

domingo, 24 de septiembre de 2017


Caicedo es el eslabón perdido del boom (latinoamericano) 
y el enemigo número uno de Macondo. (A. Fuguet)



sábado, 23 de septiembre de 2017



... debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos. 

R. Carver. 

lunes, 18 de septiembre de 2017

Planta Maestra (fragmento)



Los dioses envían la enfermedad
y solo los dioses pueden alejarla.

S. Sweig



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 -Soy demasiado escéptico- le dije -no creo en las plantas mágicas ni en efectos sobrenaturales.
-Esto no es nada sobrenatural- me respondió -es una planta maestra, ya la usaban los Incas para extirpar a sus demonios. De última no perdés nada y te desintoxicas un poco, tiene fundamentos científicos-.
-¿Es fiable ese Humala?- le pregunté.
-Muy- me respondió -lleva muchos años en esto-.

La idea quedó rondando en mi cabeza. Algunos días más tarde me encontré nuevamente a Axel en la esquina de casa. Posiblemente la casualidad haya sido lo que teminó por decidirme. -En la próxima me anoto- le dije sin que me preguntara, y a la semana me mandó un mensaje diciéndome que había programada una toma y que el grupo estaba casi cerrado. Me adjuntó también una dieta, la planta produce cierto malestar, vómitos, etc., y había que prepararse bien. Un día antes de la toma no debía ingerir nada sólido.

Me embarqué en una lancha colectiva hasta el canal Esperita en el Delta y bajé en el muelle Gavilán. El cielo estaba totalmente limpio, pocas veces había visto un turquesa tan intenso. Humala me recibió amable, estaba junto a Axel. Era la primera vez que lo veía y la impresión que me produjo fue buena, tenía un aire paciente. Parecía una persona mayor, aunque su rostro carecía de arrugas por lo que era difícil determinar su edad. -Él es Mariano- nos presentó Axel. -¿Llegó bien?- me preguntó, apoyándome ambas manos sobre los hombros. Respondí afirmativamente. -Ande por ahí y relájese- me dijo, señalándome el jardín lindero con el arroyo. Además de mi, había siete personas, cuatro mujeres y tres hombres. Ninguno se conocía entre sí.

Axel comenzó a hacer sonar el Djembé y Humala nos convocó a todos en el muelle. -Ahora van a tomar- dijo ofreciéndonos un líquido amarronado, no muy espeso. El gusto era repugnante. -Mucho, mucho- nos decía -hasta el fondo-. A los pocos minutos todos estábamos vomitando.

-¿Qué es?- le pregunté.
-Tabaco, para expulsar-. Humala hablaba poco, era como si midiera cada una de sus palabras. -Ahora no se anden agitando- nos dijo después, mirándonos a todos, -y no hablen entre ustedes, traten de conectarse con su interior-.

Habrán pasado unas cuatro o cinco horas. Me senté a la sombra de un nogal y vomité una vez más. La cantidad de plantas y árboles que hay en el Delta es infinita y lamentaba no poder reconocer más que unas pocas. El resto caminaba sin rumbo, como sonámbulos. Detrás de la casa podía verse una olla de la que emanaba un olor resinoso. Axel se había sentado a un costado, controlando que no se quemara lo que había en su interior. Humala iba y venía a intervalos y le daba algunas indicaciones.

Ya había comenzado a oscurecer cuando el Dyembé volvió sonar. Podía escucharse el canto de toda clase de insectos, fijé mi atención en un chirrido agudo que en un principio asocié al canto de un grillo.

Humala trajo la olla y nos distrubuyó en derredor de ésta. Prendió un mapacho y realizó unas figuras circulares en el aire con el humo blanco del cigarro. Luego cerró los ojos y entonó una melodía, sin dejar nunca de aspirar y exhalar el humo. Metio una taza hecha de coco en la olla, la levantó y derramó el contenido nuevamente en el interior de la olla. Lo repitió unas cuatro o cinco veces, levantando la taza cada vez más alto y vertiendo un líquido verdozo del que volvió a desprenderse el olor a resina. Sus movimientos me llamaban la atención, como si en ellos pudiera observarse algo lúdico. Nos fue convidando uno por uno. El gusto era menos amargo que el del tabaco pero era difícil de tragar. Axel había aumentado el ritmo del Dyembé cuando Humala dio una segunda vuelta, siempre con la taza entre sus manos. Mientras nos convidaba nos murmuraba cosas al oido. Al llegar mi turno ya me encontraba algo mareado.


-¿A qué le tienes miedo?- me preguntó con su boca casi pegada a mi oreja. Dudé unos instantes.  

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miércoles, 13 de septiembre de 2017

Diez décimas de saludo al público argentino (Alfredo Zitarrosa)

Allá en mi pago hay un pueblo

que se llama no-me-olvides;
quien lo conozca que cuide
su recuerdo como gema,
porque hay olvidos que queman
y hay memorias que engrandecen,
cosas que no lo parecen,
como el témpano flotante,
por debajo son gigantes
sumergidos, que estremecen.

Mi pueblo es un mar sereno
bajo un cielo de tormenta:
laten en su vida lenta
los estrépitos del trueno.*
Pudo engendrar en su seno
las montoneras de otrora
y cuando llegue la hora,
mañana, también podrá
clavar a su voluntad**
mil estrellas en la aurora.

No hay cosa más sin apuro
que un pueblo haciendo la historia.
No lo seduce la gloria
ni se imagina el futuro.
Marcha con paso seguro,
calculando cada paso
y lo que parece atraso
suele transformarse pronto
en cosas que para el tonto
son causa de su fracaso.


Mi pueblo no es argentino,
ni paraguayo ni austral;
se llama “Pueblo Oriental”
por razón de su destino.
Pero recorre el camino
de sus hermanos amados,
el de tantos humillados,
el de América morena
la sangre de cuyas venas
también late en su costado.


Mi pueblo no estuvo ausente
ni mucho menos de espaldas
a la trágica y amarga
historia del continente.
Fuimos un balcón al frente
de un inquilinato en ruinas
–el de América Latina
frustrada en malos amores–
cultivando algunas flores
entre Brasil y Argentina.

Pero mucho no duraron
las flores en el balcón
el rosquero y su ambición,
imprudente, las cortaron.
Y fueron las mismas manos
que arruinaron el vergel,
las que acabaron con él,
las que hoy muestran, codiciosas,
en vez del ramo de rosas
unas flores de papel.

No falta el bobalicón
nostálgico del jardín,
pero entre todos el ruin
es el que trajo al ladrón;
ése no tiene perdón:
si protegen sus ganancias
la decencia y la ignorancia
del pueblo, son sus amores;
no encuentra causas mejores
para comprarse otra estancia.


Ése sí no es oriental,
ni gringo, ni brasilero;
su pasión es el dinero
porque es multinacional.
Mentiroso universal
desde que vino Hernandarias,
piensa en sus cuentas bancarias
ponderando a los poetas
que hacen con torpes recetas
canciones estrafalarias.


Así pues no habrá camino
que no recorramos juntos.
Tratamos el mismo asunto
orientales y argentinos,
ecuatorianos, fueguinos,
venezolanos, cusqueños,
blancos, negros y trigueños
forjados en el trabajo,
nacimos de un mismo gajo
del árbol de nuestros sueños.

Y ahora reciban, señores,
un saludo fraternal;
dice mi Pueblo Oriental:
ya vendrán tiempos mejores.
Cifra de nuestros amores
poncho patria en el espanto
de mi pueblo y sus quebrantos
no les puedo conversar,
sólo les quise entregar
su corazón con mi canto.

viernes, 30 de junio de 2017

Reptilianos

Entonces me salió con eso de los reptilianos. La miré y atiné a reírme, sin embargo, su cara estaba seria. ¿Te volviste loca? le pregunté, o quise preguntarle, porque ni siquiera daba para eso y apenas la conocía. 

-Están en todas partes- siguió -lo que pasa es que están disfrazados-. Se llevó el tenedor a la boca, sus ojos apuntaban a un pedazo de carne de un tamaño sobrenatural. Lo hubiera aceptado de una chica de ocho, incluso de doce o quince años, pero no de una de treinta. Ya estás madurita para esas tonterías le hubiera dicho.

Imaginé un lagarto gigante, vestido con ropas humanas y enseguida lo asocié con Invasión Extraterrestre, una serie que se puso de moda cuando yo tenía aproximadamente unos diez  u once años. Entonces la vi a Diana, la protagonista, una morocha fálica -algo extraño para la época-, vestida con un traje colorado encajado a su cuerpo, con un ratón colgando encima de su boca antes de devorarlo. 

-¿Y de dónde sacaste eso?- pregunté -de los reptilianos.
-Son cosas que se saben- respondió -Si no el mundo no sería como es, además, quién te pensás que construyó las pirámides de Egipto, o las líneas de Nazca-. Me sorprendía realmente tanto su capacidad para relacionar hechos históricos completamente diversos como su seguridad, era tan plena como si hablara de la ley de gravedad o de la llegada del hombre a la luna. 

Ahora imaginé a los reptiles vestidos de Incas o Aztecas, con esos collares colgando y las vinchas sobre sus cabezas, cargando piedras o subidos a alguna clase de platillo volador, supervisando las obras. 

-Ah, mirá -le dije, intentando mostrarme interesado -¿y desde cuándo es que están?-.
-Desde siempre, desde el inicio de la humanidad, quizá antes que nosotros-. 

Estoy pasado de moda, es lo único que se me ocurrió pensar. Podría haber imaginado a Adám y a Eva como dos reptiles completamente desnudos jugando en el Edén, probando la manzana maldita, etc., pero traté de evitarlo. Hasta me rasqué la muñeca a ver si me despellejaba y aparecía otra piel verde debajo, lo hice a modo de broma pero ella no lo percibió. Estaba concentrada con su bife.

-Así que desde el inicio de la humanidad- repetí, ya no se si para pelear un poco o qué. No hay nada que me desmotive más que esa clase de irracionalidades.
-Sí- dijo, mientras se llevaba a la boca otro pedazo de carne.
-Que bueno- dije, sin ganas de continuar la conversación. 

Su teléfono hizo un bip y cuando miró la pantalla su rostro se ensombreció, quizá tuviera novio o esposo. Sus ojos repentinamente se humedecieron. Pensé una vez más en Diana, que de todas las imágenes era la que mas me cerraba con su traje rojo, cruzado por un manto de cuero negro que terminaba justo entre sus piernas. Era obvio que no nos volveríamos a ver.

lunes, 26 de junio de 2017

Almuerzo


A esa hora el restaurante estaba vacío, sin embargo, eligió sentarse contra uno de los rincones al fondo, adonde no llegaba la luz natural. Una mancha de humedad se adivinada opaca tras el blanco de la cal que se había usado para intentar taparla. 

Era el Día del padre, un domingo soleado y bastante cálido para la época del año y Ester no tuvo mejor idea que llevar al suyo a almorzar a una parrilla sobre Alvarez Thomas, en Villa Urquiza. Su padre apenas podía moverse y había que ayudarlo para todo, incluso para comer. Hacía poco había sufrido un acv del que no se recuperó totalmente, y algunas funciones orgánicas ya no le respondían. Ella pidió una tira de asado y para él un bife de chorizo. -No te preocupes, papá, yo te lo corto- respondió a sus reparos.

De a poco el restaurante se fue llenando y en la mesa de al lado se sentó un hombre, alto, de unos sesenta años. Tenía una camisa de mangas recogidas y un jean. 

-Vos sos psicóloga- le dijo al verla. Ella lo miró sorprendida. -Nos conocimos en un seminario. Tu nombre era ...- dudó. 
-Ester- repuso ella. No lo recordaba, pero le parecía atractivo por lo que le resultaba extraño no recordarlo.
-Fue hace mucho, casi veinte años- dijo él. -Ricardo- y le extendió la mano.
-Ah, sí, Ricardo-. Seguía sin recordarlo, no tiene el típico aspecto de sicólogo, pensó, pero no quería perder su atención. 

Acercó su silla a la mesa de Ricardo y estuvo a punto de tirar la botella de vino, sus movimientos eran algo atolondrados. Se acomodó el pelo detrás de la oreja y se rascó una mejilla. -¿Estás sólo? Yo lo traje a almorzar a mi papá, por el día del pa...- antes de terminar la frase se golpeó la frente con la palma de su mano. -Esperá- dijo y se dio vuelta buscando la cartera en el respaldo de su silla. Ricardo permaneció en silencio, siguiendo sus movimientos mientras ella sacaba un blister de su cartera. -Perdón, me había olvidado- dijo después y se metió una pastilla color rozada en la boca.

La moza, de unos veinticinco años, se acercó con los platos. Ester volvió a su mesa y le cortó dos o tres trozos de carne, apurada, a su padre. -Comé estos- le dijo -cuando termines te corto más- y prosiguió su conversación con Ricardo que se limitaba a mirarla, Ester no paraba de hablar. Habrán pasado quince o veinte minutos, la parrilla se había llenado de gente y el murmullo, junto con el sonido de cubiertos, se esparcía por todo el lugar. Ester paseó por toda su vida, desde su infancia en San Pedro, su ciudad natal, de donde nunca debí irme, dijo en tono de broma, luego su adolescencia, su carrera de sicóloga en la UBA -en algún momento reparó en el seminario de la EOL, donde supuestamente se conocieron, hasta el momento actual de su vida, que no era del todo bueno. -Podría ser peor- dijo, siempre cubriendo todos los espacios, sin dar lugar a respuesta -por eso las pastillas- dijo casi con culpa. 

-Se te va a enfriar el asado- le dijo Ricardo en algún momento de la conversación, que básicamente era un monólogo, posiblemente cuando ya se había cansado de escucharla. Ester volvió a golpearse la frente con la palma de la mano. 

-Uy- atinó a decir al darse vuelta y notar que el rostro de su papá estaba casi azul. -¿Qué pasó?- dijo en un suspiro apenas perceptible y llevándose ambas manos al pecho -¡pa... pá!- Miró una vez más a Ricardo, indecisa, buscando ayuda. -¿Qué hago?- le preguntó. 

A Ricardo, que segundos antes se había alegrado -apenas había podido comer un cuarto de su milanesa- no le quedó más que pararse y acercarse a ver qué es lo que había sucedido. Apoyó una de sus manos, una mano grande -casi inflada, de dedos anchos y callosos, extrañas para un psicólogo-, sobre el cuello del padre de Ester. -Me parece que...- y con la misma mano realizó una línea horizontal en el aire, como si le diera algo de aprehensión pronunciar la palabra muerto. 

Ester tomó su cartera y se metió otra pastilla en la boca. Luego lo miró a Ricardo, 
-¿Vos seguís siendo psicólogo?- le preguntó, pensando en su mano callosa.
-Nunca fui psicólogo- respondió. Ester quedó desconcertada y estaba a punto de preguntarle a qué se dedicaba. -¿No vas a llamar al Same?-.
-¿Debería, no?-.

Corrió la noticia y todos adentro de la parrilla comenzaron a mirar la mesa de Ester, con su padre ya morado y sin vida, aún sentado frente al bife con el que se había atragantado. Un rato más tarde cayó la policía -la tuvo que llamar el dueño de la parrilla- y luego el Same. El anterior sonido de conversaciones y cubiertos, mesas y sillas corriéndose y raspando contra el piso, había dejado lugar a un silencio indeciso, en el que nadie sabía bien cómo actuar. 

-¿Qué pasó, ma?- dijo un chico de unos cinco o seis años, unas mesas más adelante.
-Nada, un hombre que se atragantó. No te preocupes-.
-¿Y se murió?-.
-No, no se murió-.
-¿Y por qué está así?-.
-Está dormido-.
-¿Dormido o desmayado?-.
-Las dos cosas...-.

Ester estaba paralizada y no se movía de su silla, Se corría el pelo de la cara, se rascaba debajo de la nariz y acariciaba la cartera como si tuviera un oso de peluche. Repetía esos tres movimientos sistemáticamente, en ese orden. Encima del labio ya había comenzado a marcársele una roncha de color rojo.

-¿No tenés familiares?- le preguntó Ricardo.
-Tengo una hermana-. 
-¿Por qué no la llamas?-. 

Entonces Ester tomó el teléfono. Papá se atragantó y se murió, le dijo a Susana, su hermana, al mismo tiempo que emitía una risita nerviosa. ¿Me estás jodiendo? se escuchó del otro lado ¿estás hablando en serio? A los veinte minutos estaba ahí. 

-¡Qué es lo que pasó!- preguntó desesperada y a los gritos, desde la puerta. Había entrado a la parrilla casi corriendo llevándose mesas y sillas por delante. 
-Hola, soy Ricardo- se presentó él, ya que Ester no decía nada. -Mirá, estábamos conversando y... -se llevó la mano a la nuca, dudando de lo que iba a decir -y se distrajo. Cuando lo vio ya era tarde-. ¡Lo mataste! estuvo a punto de decirle Susana, pero se aguantó, apenas le salió un hilo delgado de aire y la frase se manifestó como un susurro, conocía el estado mental de Ester y temía perder a su padre y a su hermana el mismo día. 
-¿Qué cosa?- preguntó Ester. 
-Nada, dejalo así-.

La policía hizo desalojar el lugar. Los médicos revisaron el cuerpo y lo pusieron en una camilla. Luego lo taparon con un manta de tela negra y a ambas hermanas les hicieron firmar una planilla.

-¿Ahora para dónde lo llevan?- preguntó Susana.
-Va a haber que hacerle una autopsia- respondió uno de los médicos -hay que descartar el envenenamiento-. Susana emitió un suspiro, pensando más en las complicaciones que en la vida de su padre -qué lío-.
-Qué regalo del día del padre que nos hizo- dijo Ester y volvió a emitir una risita sorda. Su hermana la miró en silencio. 

Los paramédicos salieron y entraron dos o tres veces del lugar, hasta que finalmente se llevaron el cuerpo a la ambulancia. Al ver que todo estaba controlado Ricardo aprovechó para irse. -Bueno, suerte- dijo al despedirse, al instante se arrepintió de pronunciar esa palabra. -Bueno... se entiende-.
-¿A qué te dedicas?- le preguntó Ester, cuando ya estaba en la puerta.
-Soy mecánico- respondió -mecánico de autos-.
-Ah- dijo ella pensando nuevamente en sus manos callosas -perom entonces...- tenía curiosidad por saber qué hacía en aquel seminario, pero no pudo terminar la pregunta, Ricardo ya había atravesado la puerta.

-Terminamos- dijo uno de los policías, el de mayor rango -en unos días nos comunicamos-. Los paramédicos ya se habían retirado con el cuerpo. Afuera una capa de nubes grises habían cubierto el cielo y parecía que estaba a punto de llover. Al irse, ambas hermanas pasaron frente al dueño de la parrilla, que las siguió con una mirada encendida, en sus ojos se adivinaba cierto odio. Al carajo con el día del padre, susurró mientras cerraba con llave la puerta del restorán.

domingo, 25 de junio de 2017

Azul profundo





Más tarde o más temprano, 
el sol muere sobre el mar.
Proverbio indú.



1
Penetra por la ventana de mi pieza. Repentinamente todo se tiñe de un azul opaco, casi del mismo color del mar. Un olor fuerte se cuela por mis fosas nasales. Mi piel se estremece, mi corazón late desbocado. Me escondo entre las sábanas, me acurruco y me tapo hasta la cabeza. Mientras esté cubierto no puede hacerme daño, pienso. Cierro los ojos para evadirme. Escucho el sonido de los cajones que se abren y se cierran ¿qué busca? Abro los ojos y de cuando en cuando bajo la sábana para mirar. Sólo puedo ver el negro profundo de la oscuridad. Estiro mi brazo para tocarlo. No hay fin. No me atrevo. Me escondo nuevamente entre las sábanas.

Recorre mi cuarto, escucho sus movimientos, sus pasos livianos. Hace pedazos mis fotos, mis cuadros, destroza todo lo que va encontrando. Me escondo, mi cuerpo se estremece y comienzo a temblar. El viento gime por la ventana, las cortinas flotan en el aire. Se oye un zumbido mientras él recorre las entrañas, se mete en mis recuerdos. Lo siento. Mi corazón late aún más fuerte, tan fuerte que sus latidos rebotan entre las sábanas y temo que pueda escucharlos. Vuelvo a mirar. Estiro nuevamente el brazo, tomo confianza, estiro mi cuerpo entero. Desaparece por la ventana. Me destapo y me levanto de un salto, apenas diviso su figura a lo lejos. Miro mi cuarto destrozado. Azul, azul profundo como el mar. Voy a tener que ordenar...


2
Es tarde, casi las doce. Lo espero debajo de las sábanas pero no viene. Una, dos, tres horas mirando hacia la ventana. La brisa penetra sigilosa, gimiente. Cuatro, cinco horas. Comienza a amanecer. No viene. Me gana el cansancio y me duermo. 


3
Me toma por sorpresa, sumido en una imagen recurrente, en medio de una playa lejana, en la costa norte de Chile, entre Tocopilla e Iquique, donde no hay más que arena y mar y un desierto interminable, por momentos abominable. Siento el sonido de maderas que se crujen, acomodándose, lo veo traspasar la ventana. Me acurruco en la cama, con las sábanas hasta la cara, dejo libres los ojos para poder ver. Deseo mirarlo, verlo hacer. Recorre la habitación, esta vez sin destrozar nada. Ronda cada uno de los rincones, revisa cajones, álbumes de fotos, se mete dentro del ropero, vuelve a salir. El viento sopla y eleva las cortinas. Siento deseos de alcanzarlo pero me aguanto. Hago un movimiento leve con el brazo, circular, una especie de amague. Me arrepiento. Pasa media hora, una hora, yo siempre quieto, mi cuerpo tiembla pero ya menos, mi corazón se adelanta, pero ya no tan rápido. Se detiene frente a una foto mía en un paisaje blanco, sin fondo. Aprovecho para mirarlo, sus contornos se desdibujan, sus pies nunca tocan el suelo. Lo veo alejarse. Salto de la cama y corro hacia la ventana, es ya una sombra lejana.  


4
Lo espero ansioso. La noche está oscura, no hay luna, ni siquiera estrellas. Es una noche honda, cubierta de nubes y un viento que sopla fuerte que al chocar contra los marcos de la ventana produce un sonido agudo, ensordecedor. Mi corazón aumenta su ritmo. Me tapo hasta el cuello, dejo mi cabeza entera afuera. Me arrepiento y me tapo integro. Siento pasos. Una vez más lo veo hurgando mis cajones, desacomodando, poniendo todo cabeza abajo. Mis sueños me traicionan, me pierdo. Duermo, veinte, treinta, cuarenta minutos. Cuando despierto ya lo veo. 

5
Me imagino ahí nuevamente, solo frente al mar. Entre Tocopilla e Iquique, en aquella playa entre el mar y el desierto de Atacama donde no hay un sólo arbusto, siquiera una palmera, donde hasta las canchas de golf son de arena y no tienen un sólo pan de pasto. Vivo en un motorhome, me dedico a mirar el mar, a pensar y a escribir. Sin nadie que me distraiga, sin angustia, sin variaciones energéticas. Siempre rondando una misma frecuencia, mirando las olas levantarse y cerrarse estruendosas. Camino por la playa, siento la arena caliente bajo mis pies.  

El sonido me saca del letargo, me pone alerta. Es un crack, como de maderas que se acomodan, abro los ojos y lo veo saltar por la ventana. Una sensación de vacío me atraviesa el pecho, me quedo sin aire. Esa imagen nuevamente, no puedo evitarlo. Uno, dos, tres, uno, dos, tres. Su andar es rítmico, como si bailara. Se acerca y se aleja, una y otra vez. Pienso en las olas, acercarse y romper contra la orilla, con sus anchas siluetas, estruendosas. Se hace un silencio, un silencio que se extiende, eterno, espero el estruendo final, como la ola gigante que se hace esperar, el mar retirándose, dejando la playa al descubierto, para volver y reventar con todo. Me tapo, temeroso, más temeroso que nunca. 

Mi cuerpo vuelve a temblar. Sin embargo, no ocurre, la ola nunca revienta, el silencio se eterniza. Simplemente no sucede. Cuando me destapo ya no está, no deja rastros. La cortina se balancea inocente sobre el marco de la ventana. ¿Qué le pasa? Pienso en su comportamiento errático. ¿Por qué vuelve? Quizá sea el naufragio de un alma en pena. 

Me quedo despierto. Amanece, veo el sol salir por mi ventana y recién entonces puedo dormirme.  


6
Otra vez ahí, alejado, en una parcela de arena en medio del desierto. Finalmente lo único que quisiera es escapar de todo, escaparme de mí mismo. Volvar como él. El horizonte se abre en todas direcciones, enfrente mío se pierde en el mar. Hacia los costados una playa inmensa que se mezcla con los acantilados y hacia atrás algunos accidentes geográficos, todo poblado por la arena infinita. Pueden pasar días sin que hable con nadie, sin que necesite de nadie. Sin escuchar mi propia voz. De vez en cuando un par de pescadores con su red, surcando la playa de un extremo al otro. El mar se retrae, se forma una ola que golpea la playa y el estruendo... 

Lo escucho acercarse, aprovecha mis momentos de distracción. Se para en el marco de la ventana, debajo de las cortinas flameantes. Veinte, treinta minutos y permanece en el mismo sitio. Está a punto de entrar a la habitación, sin embargo, no lo hace. Algo lo detiene y se aleja. 

El mar vuelve con una ola enorme que golpea sobre la playa. El estruendo es inmenso. Pienso en los millones de años que el mar repite el mismo ciclo. Los pescadores salen con una red suculenta. Ambos me miran, no entienden qué es lo que hago en ese lugar. 

No puedo dormir. 



7
Mi corazón se acelera, late desesperado. Abro los ojos, agitado. Lo siento revolver, abriendo los cajones. Tira un par de remeras al piso, ¿qué busca? La adrenalina hace que mi piel se erice. Abandona los cajones y se mueve hasta el ropero. Su andar es más pesado, menos rítmico que la otra noche. Más brusco. Lo miro, siempre tapado. Nunca me ve, hace como si no me viera. Revuelve los estantes. Desaparece adentro del perchero, pasa un rato sin que sepa de él. El reloj de la mesa de luz da las dos y veinte. Dos y veinticinco. Dos y treinta. Cuarenta. Las tres, las cuatro. Aparece nuevamente. Ya me había asustado. Algo tiene en la mano pero no logro reconocer qué es. Trepa hasta la ventana y desaparece.   

8
Tras ese primer resplandor lo veo, del otro lado, mirándome. El negro de la noche enmarca su figura y le da mayor presencia. Abro los ojos, lo tengo frente a mi. No sé qué hacer, me mira, fijamente, es la primera vez que veo sus ojos -unos ojos negros, sin iris, sin pupilas, de un oscuro intenso, abismales-. Es la primera vez que me mira, erradicando mi anonimato, que era lo único que me mantenía seguro. Me quedo petrificado. Estatua, siento la voz de mi primo, decir, estatua, y ambos nos quedábamos quietos hasta que alguno de los dos se movía y perdía ¿Y ahora? ¿ahora qué pasa? Sus ojos me devuelven mi propia imagen. Me veo temblando de miedo, acurrucado. No me lastimes, esbozo, tímidamente y me veo diciéndolo en sus propios ojos, no me lastimes. Yo mismo me asombro. Cierro los ojos y por un instante asumo que soy él. Pasan algunos segundos, siento su aura rodeando mi cara, una energía densa, cargada e imantada, que hace que mis pestañas se ericen y mi piel se endurezca. Transcurre una eternidad en la que casi siento su peso encima mío. Veo las olas rompiendo, entrecortadas, sólo un instante, el temor no me permite disolverme en mis fantasías. Cuando abro los ojos ya no está. Suspiro aliviado. Miro el reloj de la mesa de luz y noto que dejó de funcionar.  

9
Las olas rompen a lo lejos. La marea está alta. El turquesa choca con el mar, separado apenas por algunas nubes. Siempre pensé que el turquesa es el color de los sueños. Algunas veces lo imaginé más oscuro, un gris casi negro, oscuro, pero siempre vuelvo al turquesa, quizá por esa mezcla entre el azul y el celeste, sumando el gris anterior, que le da un tinte casi plateado. No hay sombras, el sol atraviesa el cenit y cruza el cielo desde los cerros para morir en el mar, inevitablemente. El sol cruza el cielo para morir en el mar todos los días, eternamente. La arena calienta la planta de mis pies mientras una brisa recorre mis brazos. ¿Qué tan difícil será decir te extraño sin entrar en un juego de ajedrez?


10
Vuelve. Una vez más lo veo parado, de espaldas, revisando mis cajones, revolviendo mis entrañas. Su figura se delinea contra la pared, su contorno es difuso y nunca termina de definirse. Repentinamente una idea atraviesa mi mente; su infinitud, un movimiento que se desenvuelve eternamente, que se expande a través de múltiples dimensiones, fuera de toda lógica, y hace que me estremezca. Las cortinas flamean histéricas sobre la ventana. ¡No hay viento! No, las cortinas flotan, no flamean. Las líneas se entrecruzan unas en otras coloridas, sin principio ni fin. 

La brisa se desliza desde mis brazos al resto de mi cuerpo, sube por mi cuello, culminando en mi cara. Una caricia suave que eriza mi piel. Me tranquiliza. El viento se hace más intenso y de una caricia pasa a un abrazo cerrado que toma todo mi cuerpo. El cielo se nubla y el mar se revuelve, las olas crecen. La espuma rebota contra la playa y se aloja en forma de estelas infinitas al borde de la arena. Me paro para mirar mejor. La espuma se mezcla en esa especie de yodo marino grisáceo, formando unas figuras extrañas. Intento desentrañarlas pero no sé por donde comenzar, estiro mi mano, a punto de tocarla. Un trueno suena potente saturando el paisaje. Otro y luego otro más. Una primera gota rebota contra mi hombro y mi cuerpo se estremece. El cielo se ennegrece completamente. ¡Llueve por primera vez!

Estiro mi mano nuevamente para tocarlo y siento una descarga eléctrica. Me despierto sudando, mi remera está empapada. Prendo la luz de la pieza. La ventana golpea contra el marco. 

11
Rememoro sus formas indecisas. Me cuesta esbozar una imagen completa, como si sólo pudiera recordarlo por partes. Imagino su espalda en un primer plano que no puede contener más que eso. Luego uno de sus brazos, su nuca negra en un primerísimo primer plano. El otro brazo, ancho a la altura del hombro, estrechándose al recorrerlo hacia las extremidades (es la primera vez que caigo en cuenta de eso, me resulta extrañamente estrecho, como si perdiera dimensión con el resto de su cuerpo). Intento juntar las imágenes y no logro más que una especie de tríptico incompleto, desmembrado, con sus partes separadas por un marco invisible. 

Cierro mis párpados fuertemente y me concentro, como si ese gesto pudiera traerlo hacia mi. Incluso contraigo mi estómago haciendo fuerza con éste sin ningún resultado. Exhalo una bocanada de aire cansado. 

Es una noche extremadamente silenciosa y cerrada, algunas nubes se delinean cenicientas. El viento arrebata las cortinas sobre los marcos de la ventana. Pasan las horas y no aparece. Mis ansias crecen e invaden mi cuerpo. Lo espero en vano, se ausenta, esta noche y la noche siguiente.

12
El mar se calma y choca paciente contra el horizonte formando una continuidad imperceptible. Tarde o temprano el sol muere inevitablemente en el mar, pienso nuevamente en la frase sin recordar exactamente dónde la leí. Las sombras se disuelven en sus propias figuras. El calor es agobiante. Ni siquiera hay viento. Ellos siguen en el mar, con el agua hasta la cintura, pacientes, meciendo sus redes y arrastrando todo lo que se cruza a su paso. De cuando en cuando el viento me trae sus risas. 

Escucho pasos. El sonido de la madera estalla como si se estuviera quemando. Lo observo, justo detrás de las cortinas, tímido, dubitante, como si no se atreviera a entrar. Levanto apenas mi cabeza de la almohada, trato de hacer el menor sonido posible. Mira hacia adentro, observo sus ojos sin iris, hay algo en ellos que los hacen inevitables, cierto sosiego contrariamente a lo que podría pensarse.  Continúa ahí parado, pero no entra. ¿Qué pasa? Vamos, estoy a punto de decirle, vamos, entra. Me fijo en sus brazos, ciñéndose hacia las extremidades, son aún más delgados que los de mi recuerdo. Trato de memorizar su figura para recordarla completa. Sin embargo aún en presencia me es imposible hacerlo. Se acerca aún más a la ventana, las cortinas vuelan furiosas. Asoma su cabeza, sí, vamos, muevo mis labios, vamos, pero sin emitir sonido. No tengo éxito. Aprieto los párpados y vuelvo a forzar el estómago. Gira su rostro hacia el exterior y desaparece. 

Apoyo nuevamente la cabeza en la almohada, desilusionado. Mi mente se escurre y flota por cualquier parte. El mar es una lámina infinita, inabarcable. Rompo en llanto. Las redes extensas que intentan abarcarlo todo.

Las olas rugen, la rompiente se acerca demasiado a la playa. Debe haberse formado un banco, pienso. Los pescadores ya no están. Las sombras se delinean hacia el este mientras el sol se prepara para el ocaso. Su figura se reconstruye de a pedazos, producto de una memoria afectiva. Primero su mano, más ancha, fuerte, intempestiva. Luego su mano estrecha y fría, distante. Su mano anaranjada, calurosa. Su mano pálida y huesuda, temblorosa y agonizante. Es un recuerdo contiguo e indeciso, por momentos contradictorio. La misma imagen una y mil veces, insiste, sin abandonarme nunca. Sus ojos, su nuca, su espalda. Una imagen frenética. Sinécdoque azarosa que se multiplica eternamente. Maldigo a dios y a todos sus espíritus. Maldigo el conato y todas sus pulsiones ¡Por qué! 

El sol roza el mar prendiendo fuego el islote que emerge oscuro y más grande que de costumbre.



sábado, 24 de junio de 2017

1.
Vacío.


2.
Instrucciones para remontar barriletes, y encontrar cosas perdidas...

3.
Cómo vaciar un disco rígido y que aún así continúe sonando la misma canción...

4.
En todas partes...

5.
Y taaaaannto, ¿cómo es posible?

6.
Tarde o temprano el viento despejará las nubes y lo esencial develará su ser...

7.
Lista:
Sal orgánica. Lata de atún. 
Leche. Maíz en polvo. Arroz.
Lentejas. Arándanos.
Maizena. Especias varias.
Tomate. Espinaca.
Tomates disecados.
Rabanitos.
Albaca orgánica. 
Ñire. 

8. 
Uy!

9.
Y entonces, a qué le temes tanto? le preguntó.
Y él respondió, al silencio de la noche. 

jueves, 22 de junio de 2017

"Pero el canto de las sirenas no se halla aún degradado y reducido a puro arte. Ellas conocen todo cuanto ocurre en la fértil tierra y en particular, las acciones en que también Odiseo tomó parte, las fatigas que padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses. Al revocar directamente un pasado muy reciente, amenazan, con la irresistible promesa de placer con que se anuncia y es escuchado su canto, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a cambio de su entera duración temporal. Quien cede a los artificios de las sirenas está perdido, pues únicamente una constante presencia de espíritu arranca a la existencia de la naturaleza. Si las sirenas saben todo lo que acontece, piden en cambio el futuro, y la promesa del alegre retorno es el engaño con que el pasado se adueña del nostálgico". (T. Adorno)

"¿Quién puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mástil? ¿Querrían aquellas poderosas y hábiles mujeres prodigar su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Será esto la esencia del arte? Antes me inclinaría a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se debían a los insultos que, con todas sus fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro héroe se retorcía en el mástil (cosa de la que también existen testimonios) porque, en definitiva, se sentía avergonzado". (B. Brecht)

lunes, 19 de junio de 2017

"Palabras dichas sin intención, encuentros que son obra de la casualidad, los transforma en pruebas evidentes el hombre de imaginación, si brilla una chispa de fuego en su corazón". (Schiller)

miércoles, 14 de junio de 2017

Ruinas




...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto:
 su silencio... 

F. Kafka.





Nicolás era bajito, tenía unos bigotes angostos y la cabeza llena de pelo. Piernas delgadas y cortitas. El típico mexicano. Mi viejo lo tenía trabajando para él. Plomeros, secretarias, vendedores ambulantes, médicos, sacerdotes yorubas o taxistas -como en este caso-, mi viejo los adoptaba. Lo que le gustaba era sentir que alguien estaba dispuesto a hacer lo que él mandara sin poner reparos, entonces él se comprometía a pagarle, darle de comer y, si era necesario, alojamiento, y se tornaba en una especie de relación señorial, más parecida a las del siglo XV que a los contratos actuales.

-El amor es así- me dijo -un tormento. Nada bueno puede salir de ahí. O sí-. Y se quedó pensativa, con su mano en el mentón. Yo no hacía más que mirarla, sus ángulos faciales me fascinaban. Sus labios, su boca, sus ojos guardaban un dejo melancólico que los oscurecía. De vez en cuando entrecerraba los párpados y se vislumbraba un gesto que me volvía loco. Cómo es posible que me guste tanto, pensaba. -El amor es un misterio- le dije y se rió. -Vos siempre tan romántico- dijo. -No es una definición romántica, es meramente psicoanalítica. Lo dijo Lacan-. Torció los labios, desconfiada. No terminaba de creerme. 


Lo conoció en un viaje, le cayó bien y le pidió el teléfono, así se transformó en uno de sus siervos. Nicolás me paseaba por todo México mientras mi viejo terminaba con sus reuniones, grabaciones, etc., en Televisa. Recorríamos el DF en un taxi amarillo, cruzado por líneas azules, desde Chapultepec hasta Xochimilco, desde Teotihuacán hasta el parque de Montañas rusas ubicado en Tlalpan, parábamos en jugueterías, plazas, en el jardín botánico y dónde fuera necesario para pasar el tiempo. Yo tenía diez u once años y en ese momento debía estar en el colegio, en Buenos Aires, como el resto de los chicos de mi edad. Obviamente era mucho mejor estar girando por el DF., siempre odie el colegio. 

-El mar se está levantando y dentro de poco va a llevarse todo el pueblo- le dije. Me miró, algo intrigada, le intrigaba conocer qué es lo que pasaba en ese lugar que a mi me gustaba tanto. -Tenes que conocer- le dije. Le gustaba la idea. Sus ojos se entrecerraron y no aguanté el impulso, le tomé la mano y le di un beso en el cuello. Tenía una musculosa blanca y su cuello sobresalía largo entre los sostenes. -¿Debe ser lindo, no?- preguntó. -Muy lindo- respondí -algo angustiante por momentos, tanta soledad. Pero muy lindo-. -Vos y la angustia- respondió. Volvió a reírse y sus dientes asomaron entre sus labios.

Hacía sólo unos meses que México había sufrido el peor terremoto de su historia y todavía se podían ver algunos edificios derruidos. Otros, en cambio, habían sido cubiertos con vidrios espejados, no sé si con el fin de alquilarlos a desprevenidos o simplemente mostrar una falsa recuperación. Faltaba poco para se jugara el mundial y, más allá de que uno de los motivos de la elección como sede de emergencia fuera el mismo terremoto, debían demostrar que las cosas estaban listas. -Detrás de esos vidrios está todo roto- me dijo Nicolás. Obviamente, en aquel momento yo no terminaba de comprender la lógica del revestimiento. ¡Por qué alguien cubriría de vidrios un edificio en ruinas!

-Desde chico que me acecha- le respondí -no sé de dónde sale pero se presenta ahí, donde esté, no me deja dormir-. -Yo te podría hacer dormir muy bien- volvió a reírse, una sonrisa algo libidinosa, divertida, asomaba entre sus labios. Sus ojos otra vez negros, su pelo derramándose por sus hombros. Volví a besarla, esta vez en la boca. Nos abrazamos, nos deseamos. El escape de un auto me produjo un deja vu. La imagen se reconstruyó en mi mente por una milésima de segundo y luego me atravesó un pequeño mareo. Ya estuvimos acá, estuve a punto de decirle, pero me aguanté. Aunque fuese cierto, no tenía demasiado sentido. -Contame más sobre tu angustia- me dijo -quiero saber, quiero conocerte-.

Aquella fue la primera vez que se me presentó en forma tan precisa. No es que no la hubiera sentido antes, a esa altura ya había comenzado a psicoanalizarme, posiblemente más por un deseo burgués por parte de mi vieja que porque realmente lo necesitara. Los temores a la muerte se sucedían cada noche y -ahora que lo pienso- no sé si es algo tan común en los chicos de esa edad, sí el miedo a la oscuridad, a los monstruos, etc., como un modo de sublimación, pero no sé si la muerte tan claramente representada; ni siquiera la muerte real, a mi me atravesaba la idea de la muerte y la eternidad, que es en el fondo lo más temible: la eternidad y la angustia.

-Tan chiquito- me dijo. Todo se lo tomaba a broma. La camarera se acercó y nos preguntó si queríamos algo más. -Otro café- dijo ella, -cortado-. La camarera se fue y volvimos a mirarnos. -¿Y entonces?- preguntó.  -¿Entonces qué?-. -Eso que me contabas-. -Nada- experiencias- respondí. No me gusta mucho estar hablando de mi pasado. Las nubes habían comenzado a oscurecer el cielo y un viento hizo que su pelo oscuro se le cruzara delante del rostro, como enmarcándolo. -Es lo único que te falta- le dije, también riéndome. -¿Sabés por qué Ulises se encadenó al mástil de la embarcación?-. -¿Qué cosa?- preguntó. -Tu pelo, lo tenés más largo, ¿puede ser?-. Su pelo también me encantaba. Hizo un gesto afirmativo y volvió a mirarme con sus ojos negros. 

Aquel edificio, sabiéndolo sólo una fachada delante de la destrucción, me produjo una sensación de vacío enorme. Me dejó prácticamente desnudo, desnudo y a la intemperie. Me acurruqué en el asiento trasero, esos vidrios sin fondo guardaban una imagen inefable. Imaginé las ruinas, las piedras amontonadas, los escombros... Fue la primera vez que sentí aquello. Para Nicolás no significaba nada, era mexicano y los mexicanos aprenden desde la cuna que la muerte los cerca a cada instante, que está siempre presente; y como aún se mantienen atados a las concepciones premodernas -en donde el tiempo transcurre de un modo circular y la eternidad es sólo el ir y venir de una historia que se repite-, eso los inmuniza y hace que no los afecte. 

-Pobrecito- dijo y se quedó en silencio. Hasta su silencio me parecía especial. El sonido de un trueno nos puso en alerta. -Para no tentarse y saltar al agua como todos- dijo. -¿Cómo?- pregunté. -Nada, está por llover- dijo mirando hacia arriba -mejor nos vamos-. Llamamos a la camarera y le pagamos. La tomé de la mano y caminamos por el medio de la calle. Era domingo y casi no había autos.

-Nicolás- aun recuerdo que le pregunté, -¿ahí vive alguien?-. Dudó, movió sus bigotes de lado a lado, esos bigotes angostos de pelo castaño. -No sé- me respondió, ¡hasta ese momento ni siquiera se lo había preguntado!

domingo, 28 de mayo de 2017







El deseo lo atraviesa todo, demuele muros, confines y voluntades ajenas. No hay centinela capaz de contenerlo, ni vigilancia estricta que lo detenga. El mínimo descuido es suficiente. Bajo el aspecto de lluvia, de un dios o como la simple imagen de un tío cualquiera, se materializa... El deseo siempre encuentra su forma. Deseo y destino son para los griegos casi la misma cosa.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Kansas City

La palabra redundó en mi cabeza. Fijé mi atención en el video, un video que le paso a mis alumnos desde hace años para explicar el materialismo histórico. A veces ni siquiera lo escucho, conozco de memoria cada imagen y cada uno de los diálogos. Sin embargo, esta vez la palabra redundó con especial énfasis. Fasten your seat belts, because Kansas is gonna bye bye. Esa era la frase completa pero la palabra Kansas fue la que permaneció. Era una metáfora claro, pero uno separa los elementos, metódicamente, como en los sueños, "signos no destinados a la pronunciación, sino a determinar a otros", dice Freud. Kansas, Kansas, pensé entonces, como si fuera una clave -la piedra Roseta dándome la entrada a los jeroglíficos egipcios-. ¿Qué significado podía tener...? Busque en mi cabeza y creí encontrar la solución: Charlie Parker. Hace unos días venía investigando acerca de su vida y había escrito un relato sobre su huida de Kansas, cuando dejó a su primera esposa para triunfar en Nueva York. Pensé en aquel momento, en su mujer recibiendo la noticia, en el viaje y el nuevo estilo, como si estuvieran signados uno en el otro, en el bebop, luego en Kerouac, en la ruta, en las nuevas formaciones, en Gillespie, incluso en Chano Pozo recibiendo el balazo de su dealer, etc. Quizás ahí radique la razón, pensé, quizá en Parker o en todo lo que sigue. La semiosis social es ilimitada, al igual que la asociación libre.

No le di más importancia y continué mi clase. Matrix y el materialismo histórico, puede sonar absurdo sin embargo es una relación perfecta, siempre y cuando uno comprenda los desvíos que impone una metáfora. Volví a mi casa y seguí con mi rutina diaria: lecturas en el café, escritos, más tarde ensayo, etc. Sin embargo, la idea perseveró dos o tres veces durante la tarde. El deseo insiste. Por la noche mi amigo Carlos Masotta presentaba -junto a Eduardo Molinari- una conferencia performática sobre agrotóxicos en el teatro Cervantes: El manto. Llegué unos minutos antes de que comenzara, la representación duró alrededor de una hora y media. Datos y más datos horribles, espantosos. Una sierra eléctrica, Monsanto, sus semillas, las fumigaciones, los niños bandera, enfermedades, deformaciones, etc.

De ahí nos fuimos a cenar a La Tekla, un reducto con pretensiones de cantina -bastante cursi- en Barrio Norte. Necesitaba un respiro, o un suspiro, sin embargo la cosa siguió. Me aburrí un poco, más allá de algunos diálogos esporádicos con Molinari, estaba presente toda la cátedra de Soberanía alimentaria y las conversaciones rondaron respecto a un tema que a mi no me preocupa demasiado, quizá menos de lo que debería. 



Ya eran casi las doce. Mejor nos tomamos un taxi, me dijo Masotta cuando salimos, estábamos por encarar hacia Santa Fe, a tomar el 152. Entonces caminamos hacia el lado opuesto, hacia Córdoba. Era una noche cálida para Mayo, llena de estrellas. Ya se va a venir el frío, dijo alguien, no recuerdo quien, creo que la otra antropóloga que participaba en la otra. La calle estaba semidesierta, apenas algunos autos se escuchaban pasar de vez en cuando. Pensé en esa zona como un territorio periférico. De día saturado de gente y de noche tan vacío, casi fantasmático. Cruzamos frente a un albergue transitorio, sobre Talcahuano, a veinte metros de la avenida Córdoba. Recordaba su fachada, con sus ventanas tapadas y sus paredes algo despintadas, habíamos estado ahí un año y medio atrás, quizá dos. Fije mi vista, reviviendo ciertos recuerdos, buenos recuerdos. Nuestra desesperación y la necesidad de ocultarnos, meternos donde fuera para no terminar haciéndolo ahí mismo, en la plaza frente a Tribunales. Sus habitaciones son espantosas, pensé, uno de los telos más feos que conocí, sin embargo lo pasamos muy bien, extraordinariamente bien. Sus ropas cayendo, o siendo arrancadas. El deseo y todo eso. Miré una vez más la fachada. Al costado de la puerta, un cartel grisáceo -típico de telo-, anunciaba el nombre en letras negras: Kansas City.

lunes, 15 de mayo de 2017

En tiempo de siembra, aprende; 
confía aún en el caos.
En tiempo de cosecha, enseña; en invierno, goza, 
y aunque duela, aprende. 
Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos,
nunca sabes de qué lado te tocará estar la vez siguiente. 
El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría,
come con mucha sal y no vivas más de los veintiséis años. 
La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la incapacidad.
Abusa de tus padres.
El sexo es el acto de las tinieblas y el enamoramiento la reunión del los tormentos.
El que desea y no obra....
.....       .......      ........   .......... .........    ..............

domingo, 7 de mayo de 2017

Dunkan Mcleod (fragmento)



16
La paranoia es como el viento antes de la tormenta. Aparece como una brisa suave y se va. Más tarde vuelve, repentina, te rodea el cuerpo, permanece unos minutos y vuelve a desaparecer. Nunca se queda definitivamente, pero sus apariciones son cada vez más regulares y más potentes. Cuando comienza a soplar del todo ya es imposible detenerla, por eso hay que evitar que se acelere a cualquier precio.

Desde la ventana llega el sonido de una frenada, luego el sonido de un motor acelerando a fondo. Gritos, carcajadas. Es sábado a la noche, más allá de la ventana hay vida. Me pierdo en las grietas de una de las paredes. En la forma de una rosa. Dibujo el tallo con la imaginación, una hoja saliente y luego la otra. Una curva. Las líneas hacen un giro imaginario que revela la forma precisa de los pétalos. Una rosa en un jardín de mierda, de meo. Una rosa entre cucarachas. Vuelve a escucharse el sonido de un motor. Quisiera estar del otro lado. Irme, desaparecer como el humo. Como Zeus, en forma de lluvia. Duncan MacLeod, el inmortal, inventor de la Odisea y una peregrinación de mil cien años desde que salió de la Isla del Sol. Qué podría recordar desde entonces.

Quieren extorsionar a mi familia. Mientras me tienen acá están llamando a mi familia a Buenos Aires, es por eso que me pidieron el nombre tantas veces. Vuelven a mi cabeza esas palabras pronunciadas por la contra-nada del camión, vuelven cargadas de sentido: "los familiares", le dijo cuando se iba, a Dunker. En ese momento fue un simple eco vacío de contenido, que no reconocí, pero que por alguna razón quedó fijo, flotando en mi mente. Era imposible comprenderlas vacías de contexto. Pero ahora lo sé, vuelven completas, la información se minimiza, ya no hace falta saber más. Era por eso. “Los familiares”. Corruptos. Sinvergüenzas. Desquiciados. No tienen límites. La contra-nada es una institución hecha para delinquir, su única finalidad. Les van a hacer depositar plata en algún banco, tengo a su hijo, un secuestro virtual -no tan virtual- mientras yo estoy acá, preso, secuestrado en esta ducha con olor a meo y cucarachas cobrizas. Necesitan tiempo, por eso no me sueltan.

Mando mensajes como un desgraciado, no puedo parar. ¡Llamen a la embajada! Nada, sin respuesta. Deliro. Puedo pensar, a pesar de todo puedo pensar. Intento tranquilizarme. Me hablo en tercera persona. Tranquilizáte Mariano, tranquilo. Está todo bien. Me miento. Respirá hondo. Inspiro, cargo mis pulmones, los lleno de aire, se inflan, lo suelto, despacio. Aspiro otra vez, y cuento para retenerlo. Uno, dos, tres, cuatro… Lo suelto de a poco. Pienso ¿Cómo podrían hacer eso? ¿Desde la misma policía? Es un delirio. La brisa. Sería como ir a robar un banco con el nombre escrito en la frente. Dudo, hasta dónde puede llegar la corrupción policial. Hasta dónde no es abiertamente una asociación ilícita. Se manejan con una impunidad y un descaro extraordinarios, la misma institución los ampara. Respiro. Vuelvo a exhalar. Estoy en una comisaría, en medio de la nada. Un indio me tiene secuestrado. Un indio que salió de la Isla del Sol hace millones de años, que cruzó el lago, que llegó a La Paz, que cruzó medio Bolivia, que se perdió, que traicionó, que abandonó su historia para convertirse en una contra-nada, una contra-nada con una wiphala en su hombro como excusa, una wiphala sin sentido, vaciada de contenido. Que usa aniquiladores de sueños con punta redondeada para pisotear la historia, su propia historia cada noche. A la inversa de “los familiares” que se fue llenando de sentido y ahora lo sé todo. Un indio cuyo único fin es extorsionarme, sacarme plata y quién sabe qué más. ¿Y qué si no puede sacarme mucho? ¿Y si consigue lo que quiere? ¿Me van a dejar libremente, sabiendo que puedo hacer una denuncia en algún organismo de Derechos Humanos, en el consulado o la embajada? Wiphala. ¿Tan impunes son, o es que tienen algo planeado? Me desespero. Transpiro, mis manos comienzan a sudar. Aspiro. Mi pecho se hincha y no de orgullo. Exhalo de a poco, esperando. Otra vez la brisa entrando por la ventana. De mis manos cae agua como de un caño roto. No pasa nada. Cada vez estoy peor. Tranquilo. Mis ansias no desaparecen. Me desespero. Nada peor que la desesperación. La paranoia es una habitación vacía. El salón se vacía, pero la música continúa. La gente se va yendo a medida que la luz comienza a entrar por los ventanales que dan a la calle. Solo algunas parejas distribuidas en dos o tres mesas y otros acodados en la barra, entre las que me encuentro. Terminamos los tres hablando, por casualidad.

Un cubano simpático, como todo cubano. Algo charlatán, como todo cubano. Es bajista, anda con el bajo a cuestas. Toca en el Café 24 me cuenta. Mañana te vienes, me dice. Frente a la plaza Veinticuatro de Septiembre. Donde tocamos con Tangi. Trato de no pensar en Tangi, ni en la loca de su novia. Delirante. El cubano no para de hablar. Es simpático. Me invita cerveza. Acepto, cómo quisiera una cerveza ahora. Salir, estar ahí, tomando cerveza con el cubano, el bajista. Yo también tocaba el bajo, le cuento. Hace tiempo, en una orquesta de jazz, hacíamos standards, clásicos. My funny, All of me, Fly me, But not for me, Take five, etc. Por alguna razón que ya no recuerdo aparece ella, Cristela. De la nada. Con su cuerpo esbelto, su ombligo al aire, sus cabellos y sus ojos negros, de los más negros que vi en mi vida, profundos, casi una fosa. A mi lado él con su bajo, el cubano, del que nunca supe el nombre, aunque al día siguiente lo fui a ver al Café 24 con su orquesta, conformada por cubanos residentes en Bolivia, una cantante preciosa también, que cantaba por las noches y en el día trabaja en un SPA. Todos cubanos, excepto uno de los percusionistas, un camba. Hablamos de música, latin, son, salsa, música cubana, etc. De Cachao, de Bebo, de su hijo, de la Lupe, de Abreu, Manolito, etc. Tu sabes, me dice, cómplice, tu sí que sabes. El cubano, de Santiago o de La Habana, ya no recuerdo. Haciendo alarde. Cristela abre los ojos a cada palabra, no sabe tanto, pero su pasión es infinita. Eso me enamoró, entre otras cosas. Camba linda. Tan hermosa, amante de la música cubana, y con los ojos tan grandes y tan negros. Y ese ombligo como las depresiones del Fuerte de Samaipata. El cubano alardea, aun recuerdo sus palabras, porque Patitucci no hace lo que hago yo, él toca muy bien, pero no puede hacer un tumbao.

La música se apaga. Es tarde y el dueño ya quiere cerrar. ¡Club Caribe se cierra carajo! Grita intentando imponer autoridad. Pero nadie le da importancia. Los que estamos en la barra, seguimos como si nada, conversando, tomando, etc. Como si no existiera.

-¿Y vos cantas?- le pregunta el cubano. 
-Claro- le responde ella, segura  -es uno de mis secretos mejor guardados-. 
-A ver, canta algo-. 
-¿Ahora?-.
-Sí, ahora-. 

Ya es de día. Por las ventanas se filtra la claridad y el lugar se va haciendo más feo. El boliche ya no es tal, aunque los que estamos seguimos tomando como si nada, por esa costumbre de tomar hasta que no quede más. Muy de país latino, latinolandia, reventarse hasta que no quede nada, nada de estómago, nada de hígado, nada de oro ni de plata, nada de petróleo, nada de nada. Entonces Cristela cantó. Junto aire, aspiró, tímida, se llenó los pulmones de aire y cantó. Contigo en la distancia, bolero clásico, feelin´ como dicen los que saben, género cubano, mezcla entre bolero y jazz, nada fácil. Sin embargo, lo hace a la perfección, cada nota en su lugar, precisa, una voz que pasa de los graves a los agudos con una facilidad tremenda. Al primer fraseo el lugar enmudeció, el murmullo se apagó y se hizo un vacío que hizo que su voz retumbara en las paredes. Al pronunciar no hay bella melodía me miró directo, con esos ojos como agujeros negros, como fosas, y yo casi me hago pis encima. Me sentí en La habana, mirando el Caribe desde el Malecon, con ella del brazo, con su alma cubana desprendiéndose de esa voz hermosa. En qué no surjas tú fue peor, su mirada más intensa, volaba por los aires. ¡Qué mujer! Qué belleza. Latinoamérica se me aparecía en una sola imagen y pensaba en la contradicción como esencia. En el potencial creativo y en su música, como si no hubiera nada más. Latinoamérica es eso, pensé, solo música. Ni quiero yo escucharla... terminó por volverme loco, ya no había nada que me pudiera bajar a tierra. Quise ofrecerle matrimonio ahí mismo, con su ombligo al aire, arrodillarme frente a ella y que se viniera conmigo para Buenos Aires o quedarme en Santa Cruz para siempre -fantasía que ahora miro con desprecio y que no se me ocurriría pronunciar jamás-.


Yo, el cubano, el lugar entero se enamoraron de su voz, una voz que por momentos adquiría un tono metálico, preciso, que elevaba su caudal y el volumen, y luego volvía a una calidez íntima que te arrinconaba en el sillón más oculto del peor de los antros. Sonaron los aplausos. El lugar entero se enamoró. Se hizo un silencio que duró varios segundos. No se oyó una voz, como una manifestación respetuosa a la obra que termina, como si lo que pudiera suceder después necesariamente estuviera condenado a la desgracia por contraste, frente a lo maravilloso que acababa de suceder. El cubano y yo seguíamos con la boca abierta. Enamorados. Con vos voy a formar una banda, le dijo, no sé si para levantársela, como buen cubano, o con proyecciones serias, pero el hecho lo ameritaba. Joe Patitucci no puede hacer un tumbao. Su mirada seguía arrinconándome. Soñé con ella esa noche y la siguiente.

miércoles, 3 de mayo de 2017

mompiche




...lo que necesitamos para comprender un suceso particular,
 un rito, una costumbre, una idea o cualquier otra cosa,
 se insinúa como información de fondo...
C. Geertz.



En los pueblos surfistas, sobretodo en los pequeños como Mompiche, se entreteje una especie de código que en todo momento sobrevuela el ambiente. No es necesariamente oculto, tampoco es secreto, por lo menos no existe esa intencionalidad. Sin embargo, se hace imposible descifrar para quienes no están al tanto de eso, que más que un deporte, para esta gente es un estilo de vida. 

Una cosa es conocer la lengua y otra poder conversar, decía el etnógrafo Clifford Geertz, y en Mompiche sucede algo parecido, hay un sobreentendimiento, un código que al foráneo le falta. Repentinamente la vida del pueblo cambia, si uno es suficientemente perspicaz puede observar a sus habitantes caminando descarriados, como lobos sueltos, perdidos, mirando la luna y buscando comida. Los ojos se dilatan, las miradas se vuelven abstractas, como si no pudieran fijarse en ningún punto. Los diálogos se pierden, los mismos quienes anteriormente se extendían en interminables diálogos -principalmente con las turistas-, pierden el habla y se mantienen callados, como expectantes. Los cuerpos se mueven como zombies desperdigados por un pueblo que se vuelve oscuro, las calles de tierra se vacían y a las diez de la noche se transforma en un páramo. 

Esto al turista le llama la atención, puede observar que la vida del pueblo ha cambiado drásticamente, sin embargo, no termina de comprenderlo. Esto tiene una explicación que él desconoce. La luna llena puede coincidir, dada su relación con las mareas, pero no es determinante. Sucede ante un alerta de Swell: el surfista debe estar en forma para tomar la primera ola, esa que crece limpia cuando el mar aún está glass, cuando la superficie brilla lisa como un mosaico. Esta es su meta, la comida del lobo. Entonces se vuelve un autómata y en su mente no hay lugar para otra cosa: la primera ola.

Por lo que algunos viajeros llegan y otros se van, admiran las playas y el paisaje, incluso el escaso desarrollo físico del pueblo -en general construcciones con estructura de bamboo-, y apenas sienten esa percepción extraña, silenciosa, de que algo hay por ahí, latente, moviéndose debajo de la superficie, como si a uno le picara la pierna o la mano sin encontrar explicación, hasta que se van y la picazón se acaba inexplicablemente. Pero nunca terminan de comprender de qué se trata, aunque en algún lugar, consciente o inconcientemente, se aloje aquello como interrogante, ¿por qué me picaba la pierna...? como si hubiera dos dimensiones, dos formas de acceder a eso que puede ser un lugar vistoso, con lindas playas y paisajes, o algo más... En eso radica poder distinguir un guiño de un tic.