viernes, 17 de febrero de 2017

Lechuza

Entonces adoptó una Lechuza de campanario (Tyto Alba, en términos científicos). Era manca. La dejó un hombre en la guardia del hospital-escuela de animales de La plata. Según su relato, la encontró maltratada en una zanja y se le ocurrió traerla. -A lo mejor pueden hacer algo- dijo, y se fue, creyendo que eso era una institución de beneficencia y no un hospital. Una de sus alas estaba tan infectada y maltrecha que habían tenido que amputársela. -No hay manera de salvársela- dijo uno de los veterinarios. A ella (que trabajaba en la recepción) le dio pena, quizá se sintió identificada -todavía tenía su brazo vendado a causa de una quemazón de segundo grado que sufrió con una jarra de café hirviendo-. Ambas mancas, ella y su lechuza. -Mirá que te llevás un problema, ésta no vuela más- le dijo el veterinario-. No le importó. -Es un acto de amor- me dijo -qué iban a hacer si no con la pobre-, y la dejó en una caja en el jardín. 

Yo no lo podía creer, como si no tuviera ya demasiados problemas como para estar cuidando un búho manco, dependiente, que aún estaba con antibióticos, y para peor, que no dejaba que nadie se le acercara sin darle un picotazo. Es sabido la potencia que tiene la mordida de aquellas aves, capaz de desgarrar un dedo o atravesar la piel humana y enterrarse hasta el hueso. 

-Siempre me gustaron los búhos- me dijo -cuando era chiquita tenía un montón de animales en mi casa. Qué se yo- dijo luego, levantando sus hombros, como un signo de sinceramiento, -después de todo siempre termino metiéndome en cosas raras-. Podía notarse la caja vibrar a causa de los golpes que se daba la lechuza contra las paredes de cartón corrugado, intentando escapar, algo que le resultaba imposible al no poder volar. A la vez hacía ese sonido gutural que hacen las lechuzas, algo infernal, que sacan quién sabe de dónde. Sus ojos parecían echar llamas, al verla uno podía adivinar cierta furia mezclada con impotencia. -La deben haber maltratado mucho- volvió a decirme, mientras se ponía unos guantes de tela para darle de comer -¿no es simpática? 

A mi me parecía cualquier cosa menos simpática, nunca me gustaron demasiado los animales, y esta lechuza, tullida y sin un ala, ni siquiera guardaba una belleza estética que la hiciera simpática. Más bien semejaba alguna clase de roedor -una rata con plumas o algo así-, y para peor, tan furioso que me daban ganas de golpearla. -No, no me gusta ni me parece simpática- le dije -y tené cuidado porque te va a sacar un dedo. Se nota que es mala-. -Vos sos malo- me dijo, riéndose, creyendo que le hablaba en broma. Esa noche íbamos a salir y no lo hicimos por aquel búho que necesitaba su cuidado. 

Me fui a casa con algo de bronca, -¡a quién carajo se le ocurre adoptar una lechuza manca!- murmuré sin que me oyera. -No te preocupes, amor- dijo, adivinando mis pensamientos -salimos mañana, ¿sí?-. E hizo un gesto levantando las cejas que la hizo ver muy hermosa. -Está bien- le dije, -mañana te llamo-. 


La lechuza no duró mucho más, estaba demasiado maltrecha. -Se murió- me dijo al día siguiente, cuando pasé a buscarla. Tenía los ojos brillosos, como si se estuviera aguantando alguna lágrima. -Apareció muerta adentro de la caja- dijo después sin que le preguntara y me la mostró. Estaba tiesa, tan dura que parecía embalsamada. Se me ocurrió que podía quedar en algún estante de adorno, se lo dije. -No digas tonterías- me respondió. 

Se puso los guantes y la tomó entre sus manos. Se quedó observándola unos segundos, como si la estuviera velando. El búho tenía los ojos totalmente abiertos y parecía que le iban a saltar. -¿Parece que todavía mirara, no?- dijo -¿me traerías la pala? Está ahí en el depósito- y señaló el cuarto pequeño al fondo del jardín. Tenía una camisa color azul marino, cuando me fui me dio la impresión de que se refregaba la cara con las mangas, y al volver pude notar los bordes de sus ojos colorados como si finalmente hubiera llorado. Luego hizo un pozo (no me dejó ayudarla, -la lechuza era mala-, me dijo, irónicamente), la enterró contra uno de los ángulos del patio y le puso una piedra encima a modo de lápida. 

lunes, 6 de febrero de 2017

Suerte


-Te mereces todo lo bueno que te pase y más- le digo al escuchar sus palabras. Está sentada mirándome, con esos ojos negros en una de las sillas del comedor. Me detengo en sus pupilas, pueden dilatarse y contraerse en cuestión de segundos.
-Y sí, me considero una persona con suerte-. 

Diez minutos atrás me cuenta los episodios más negros que puede vivir una persona, desde la entrada en un coma que le duró una semana hasta un disparo de su propio padre que le rozó la cabeza. 

-Mi viejo tomaba y le pegaba a mi vieja- dice -yo me quise interponer y por poco me mata-. Aún así se considera afortunada, y eso me conmueve. Entonces se lo digo y me arrodillo a sus pies. La miro fijo, desde abajo, tomándole la mano. Se sorprende, apenas me conoce.

-Estás loco- dice, abriendo los ojos, sin terminar de comprender. Sus pupilas vuelven a dilatarse. -Me desconcertás-.
-No te preocupes- le digo -es la escena de un cuento de Carver, alguna vez quería reproducirla-. 

Por mi cabeza pasan infinidad de imágenes, pero se queda aquella, él arrodillado frente a su exmujer, tomándole el vestido, o la blusa, ya no recuerdo, rozándola entre su dedo índice y el pulgar, con su mirada atenta, compadeciente. Sin decir nada. `Vamos, ya está, te perdono, le dice, ella, vamos, ya, levántate`. Algo en todo eso me parece asombroso, al igual que su optimismo, tan ajeno a todo lo que conocí hasta ahora. 

-Yo los perdoné- dice, -y eso me permitió ser feliz, me trajo paz-. 

Se hace un silencio. Continúo así, con mi rostro a la altura de sus rodillas, mi cara casi metida entre sus piernas. Tiene unas unas piernas hermosas, largas y musculosas, color café. 

-Bueno, estoy un poco loco, ya lo sabés- le digo -y vos tampoco estás tan cuerda...-.
-No, ya lo sé-. 

Me río, ella también se ríe. Me sigue mirando con sus ojos negros, siempre negros. Los abre, enormes, y se ven aún más negros, enmarcados por sus cabellos. 

-Sí, tengo suerte- repite- tengo suerte ¿y qué?-.
-¡Qué suerte!- le digo, siempre con mi cabeza metida entre sus piernas, acariciando su vestido y mirándola desde abajo. Me recuerda a Mónica Bellucci.
-¿Qué cosa?- pregunta.
-Eso, pensar así, quizás sea ahí donde empieza la suerte-. 

Vuelve a abrir sus ojos, intensos. Tiene un lunar justo encima del ojo izquierdo, entre el ojo y la ceja. Creo que no me entiende, sin embargo sonríe, y me muestra unos dientes algo desordenados. 

-Me desconcertás- repite.
-Ya te dije, es solo una escena de Carver-.
-¿Quién es Carver?- pregunta, con algo de vergüenza. 
-Un escritor norteamericano, de la generación Beat-.
-Ah- dice, sin animarse a preguntar más. Junta sus manos y las pone sobre mi cabeza, con cierta aprehensión. La escena se parece aún más a la del relato. -Soy algo bruta, no leí mucho, no tanto como vos-.

Se hace otro silencio. Ambos nos miramos, yo siempre desde abajo. Mi mente se abre el mil direcciones, intento evitarlo. Apoyo mis manos sobre sus rodillas, con mi dedo índice recorro una cicatriz que se extiende hacia su tibia. Hace un gesto con la boca, mordiéndose el labio inferior.

-¿Y qué pasa?- pregunta con cierta ingenuidad. 
-¿Qué pasa dónde?-.
-En la escena, después...-.
-No mucho- respondo -nada importante-. Pienso en aquel instante eterno, un estado de cosas que no puede cambiar. Ellos siempre en la misma situación, no importa cuán lejos estén o cuánto tiempo pase. -O sí, quizá la escena resuma todo el cuento- le digo -toda la relación entre ambos. Una relación eterna, no importa dónde estén cuando se encuentran todo continúa en el mismo lugar-. 
-Eterna- repite y hace nuevamente aquel gesto con el labio. 
-Hermoso-.
-¿Qué cosa?- dice.
-Ese gesto que haces, te hace aún más hermosa-. Sonríe y su piel se tiñe de rojo.

Vuelvo a rozar su cicatriz. Puedo sentir el relieve de su piel bajo mi dedo. 

-Un accidente- dice, sin que le pregunte nada. -Un accidente en moto, cuando era chica, con mi mejor amigo-. Un viento frío se filtra por el ventanal, sus cabellos alcanzan a elevarse levemente. Pienso en la suerte, y en que debería estar en otro lugar. -Salimos volando, los dos-. Puedo imaginármela, saliendo despedida de la moto. -Me llevaron al hospital, y a él...-. 

Se queda callada, no dice más nada y prefiero no preguntar. 

-¿Qué pensás?- pregunta unos segundos después.
-Nada-. 
-¿Alguna vez me vas a decir lo que pensás?-. Miro sus ojos, cambian de aquel negro intenso al color miel con facilidad. Guardan cierta ingenuidad. Quizás sea eso lo que le permite sobrellevar toda su carga.
-Alguna vez- respondo. 

Mi respuesta no le alcanza. Hace otro gesto, esta vez levanta las cejas, desvía su mirada por la ventana y echa un suspiro. Luego apoya sus manos nuevamente en mi cabeza y la rodea bajando hasta mi rostro. Acaricia mis mejillas, me toma del mentón y me hace mirarla. 

-Parezco, pero no soy- dice, con voz suave, apenas perceptible. 
-¿Qué?-.
-No te hagas- y repite lo mismo. -Parezco, pero no soy-.

El viento hace que sus cabellos vuelen una vez más, y se posen sobre su rostro, enmarcando sus ojos, que vuelven a aquel negro intenso primigenio. Es muy hermosa, pienso.

-La suerte la genera uno- me dice, siempre suave. Su iris se dilata y descubro una profundidad que antes no había notado. 

domingo, 5 de febrero de 2017

Asesino frustrado



Desperté como si hubiesen pasado meses, fue una noche eterna. Para peor, el tiempo en Buenos Aires había mutado drásticamente -de un calor sofocante típico de Febrero, amaneció con una mañana otoñal con bajas temperaturas, robada a Abril o Mayo- y eso reforzaba la sensación. Fue como despertar en otra época o luego de un coma, la distancia y el tiempo son cosas tan circunstanciales que a veces uno no sabe cómo medirlos. La sensación no era nueva, era como si mi cabeza se estuviera comprimiendo o mi cerebro estuviera en expansión, probablemente producto de una neurosis galopante. Desde que Woody Allen pasó de moda, hablar de las propias neurosis pareciera ser algo pretencioso -de todos modos no sabría cómo nombrarlo de otra manera-.


Se suponía que yo despertaría con la sensación de haber matado a la vieja usurera, lo tenía todo más o menos proyectado. Más que el despertar de un sueño sería tomar consciencia luego de un desmayo o una pesadilla, y sentir aquel arrepentimiento atroz que te carcome las entrañas como hormigas endiabladas que lentamente se van esparciendo por el interior del cuerpo y te van sacando la piel a pequeños mordiscos. Entonces asumiría una identidad que no era mía, sería una especie de poseso por una novela escrita más de cien años atrás, todos me mirarían con la pena de quién no solo está alienado sino como a un asesino frustrado -nada peor que un asesino frustrado ya que deja demasiado al descubierto su cobardía-. La sospecha de ser y no ser al mismo tiempo iría haciendo mella y destruyendo una consciencia desdoblada, que me haría acabar caminando con las rodillas quebradas del que no tiene futuro y no se atreve a enfrentarse a un destino que ni siquiera es suyo. Caminaría rozando el suelo con los brazos.


Sin embargo, nada de eso sucedía y lo que iba a ser un cerebro a punto de estallar a causa de la culpa -imagen desde todo punto de vista grotesca- era uno partido al medio por la duda y por no saber qué decisiones tomar. Desde un punto de vista comercial eso es mucho peor que la tragedia de un asesino al que lo asedia un sentimiento de culpa que se supone universalista. De todos modos, no deja de ser más verosímil. Primero, porque más allá de las series de televisión y las novelas policiales, los asesinos no son una raza tan fácilmente dispuesta. Segundo, los asesinos en general son bastante cursis y sus crímenes carecen de grandes móviles: amor, dinero y venganza. Tercero, más allá de tener mala fama, las crisis existenciales son más comunes de lo que parecen.

Lo del asesino frustrado no estaba mal, más teniendo en cuenta la asunción de un papel que no era el suyo -o el mío-, identificándose con una novela tan famosa después de un sueño. Quizás habría que buscar alguna novela menos conocida, Crimen y castigo, se encuentra totalmente agotada leí hace un tiempo en una revista especializada en literatura, es como un trapo al que se escurre y ya no cae una sola gota. (Lo del trapo no estoy seguro de haberlo leído o inventármelo, pero fue la primera imagen que se construyó en mi mente). Es cierto que no faltan películas, libros, series de televisión, obras de teatro, dibujos, pinturas, etc., que la retoman, analizándola o reinterpretándola de mil maneras y se hace difícil encontrar un nuevo nudo. 

Mi personaje finalmente no escaparía a ello, quizás sus dilemas existenciales fueran más auténticos aunque menos comerciales. Después de todo la duda es la tragedia más intensa en la vida de un hombre. Despierto, mi cerebro estalla, mis manos tiemblan, una sensación de vacío en el pecho. Quizás las manos transpirando, la piel algo erizada, un dolor en el cuello, casi a la altura de la nuca, etc. Y una voz incesante que me empuja a ello todo el tiempo, sin tregua. Un dilema que ni Shakespeare tomó en cuenta, un dilema aún anterior al ser, ya que éste mismo se determina en sus decisiones. Ser o no ser, decidir o no decidir, que ya significa decidir. Me despierto y tengo la duda atravesada en el pecho, me despierto y ya no soy ese asesino que intentaba, atravesado por la personalidad de un personaje existencialista, centenario, famoso y trillado, y para peor, de una Rusia zarista, prerrevolucionaria. No puedo evitar pensar en Lenin, en Trosky y mucho menos en Stalin y su eterna paranoia. Quizás Stalin sea el personaje menos existencialista en la historia Rusa o Soviética, el no dudó un instante, era un deshacer y rehacer constante. Un exterminador. Trotsky su contracara, la imagen cristalina, casi inocente, muriendo pobre y olvidado, por la verdadera causa revolucionaria. 

Repentinamente me encuentro alejado, tanto de mi plan inicial como del segundo, ¿qué tiene que ver Stalin en todo esto? me pregunto o se pregunta el personaje, e intento asociar una serie de imágenes que van desde la cortina de hierro hasta el asesino frustrado o inactivo. Entonces se me viene a la cabeza una pesadilla. Mi viejo secuestra a la hija de mi profesor de piano, que apenas tiene ocho o nueve años, -¿qué haces?- le digo, y cuando voy a entregarla me apunta con un arma a la cabeza, -si decís algo te mato-, me dice. Me despierto agitado, transpirando. Sin embargo, mi temor no es por mi, sino por él. Yo puedo escapar a la situación, pero si lo dejo así, él se suicida, pienso, aunque ya no reconozco si es un pensamiento del sueño o posterior, retroactivo, una vez despierto. 

Una semana atrás mi profesor de piano me dijo que su hija estaba enferma, que eso les había impedido irse de vacaciones. C. me cuenta también que su viejo estuvo a punto de matarla con un arma, que hasta llegó a dispararle y el disparo rozó su cabeza. Intento encontrarle alguna lógica a todos estos elementos, el material onírico es tremendamente caprichoso. La culpa, el arma apuntando a la cabeza. El viaje trunco. Repentinamente vuelve Trotsky y el martillo destruyendo su cabeza. Por alguna razón se mezclan el exilio, la desaparición y todo ello me lleva al destierro y al olvido. Me pierdo en la maraña de signos-imágenes oníricas y se me ocurre que no debería haber dejado a mi psicoanalista, pero prefiero olvidar todo eso y volver a cuento potencial. 

Entonces ya no soy un asesino frustrado, ni un simple indeciso, mi neurosis tiene un plano definido, la duda radica en ese lugar: si me quedo me mata, si me voy con la hija de mi profesor de piano se mata él. Una paradoja absurda si la despojáramos de cualquier reminiscencia edípica -algo imposible en términos psicoanalíticos-.  ¿Matar  o morir? ¿Decidir? ¿Asesinar o ser destruido?

Pienso hasta dónde puede desarrollarse todo eso en un cuento que valga la pena. Son tres historias posibles, existenciales. La idea del asesino ruso encarnado en una Buenos Aires del tercer milenio no está mal, quizás debería profundizarla, plantear los nudos. Darle un aire nuevo, localizarla en esa Buenos Aires en extinción... 

Él despierta luego de una pesadilla, luego de "esa" pesadilla que resume todo su ser. Lo transforma, lo modifica íntegro, desatando impulsos hasta ahora escondidos. Quizá ya no fuera Raskolnikov, sino el mismo Stalin quién posee su alma. La resurrección de un Stalin motivado por el odio o el resentimiento. Un Stalin rústico y torpe, que sorpresivamente ha ido acumulando poder y para eso se encuentra dispuesto a eliminar a toda una generación de revolucionarios, a toda la generación leninista bajo la pena de traidores. Un Stalin que ha ido desarrollando métodos de tortura tan intensos y certeros que es capaz de hacer que el más fuerte de los hombres confiese tramas encubiertas e inverosímiles que sólo un pueblo sojuzgado y temeroso es capaz de creerse. 

Uno de sus brazos se encuentra entumecido, durmió con todo el peso de su cuerpo sobre el mismo y su sangre apenas circula. Se asusta al no sentirlo, corre al baño como un acto reflejo, sin siquiera saber por qué. Sin embargo, al mirarse al espejo nota su metamorfosis y se le pasa entumecimiento, se le pasa absolutamente todo, su mente sólo guarda lugar para la sorpresa, al verse reencarnado en de uno de los más grandes asesinos de la historia. Soy... Stalin! murmura para sí, casi en silencio y se ve envuelto en ese cuerpo eterno, aunque sus formas siguen siendo las mismas, sin embargo, sabe -quizás sus ojos guarden el secreto- que es el moscovita encarnado, puede sentir todo el peso de la historia rusa sobre sus hombros, e incluso los muertos que pesan sobre su espalda. Entonces puede sentir también el odio profundo hacia Trotsky, y los sentimientos más irascibles acuden a su mente, tramando el asesinato de sus hijas, de sus perros y de todo lo que pueda resultarle cercano. Un estremecimiento recorre su cuerpo y se aterra. Ser un asesino no es fácil.