martes, 25 de abril de 2017

concilio

Escribía en uno de los cafés que dan al Tomebamba, el Café Magnolia -ciertamente, trataba de escribir porque empezaba una y otra vez y borraba cada línea. Nada me convencía- cuando un hombre se me acercó. Vestía con una campera deportiva Adidas. Estaba algo desarreglado, la barba crecida y la camisa fuera del pantalón. El sol estaba fuerte por lo que tuvo que usar su mano como visera para mirarme. Yo me encontraba bajo el alero del café. 

-¿Esta es la Plazoleta del Carbón?- me preguntó, señalándome el verde que se abría enfrente. 
-No tengo idea, no soy de por acá- respondí. 

Se quedó algunos segundos inspeccionando mi computadora, de tal modo que me puso algo incómodo. Tenía cejas grandes y la boca más bien pequeña -¿Lo puedo ayudar en algo?- le pregunté. Alcanzó a esbozar un gemido y desapareció. Me dio la impresión de que esperaba a alguien. 

Cerré la computadora y me puse a leer. Intentaba terminar un libro sobre la historia de los boleros, pero enseguida volví a abrirla creyendo que una idea se había iluminado en mi cabeza. Fue una falsa alarma, escribí dos o tres líneas que tuve que borrar. Hacía ya algunas semanas que la inspiración se había apagado y el tema me estaba empezando a preocupar. Justo cuando me disponía a volver al libro el hombre de la campera deportiva volvió a aparecer. Caminaba junto a una mujer entrada en carnes, vestida con un suéter negro y un chal de lana rojo sobre la espalda. Una trenza de pelo muy oscuro caía por su hombro izquierdo. Por la forma en que se relacionaban debía ser su esposa. Se pararon justo a unos metros delante de mi mesa. Miraban la computadora y hablaban entre sí, en voz muy baja. No alcanzaba a comprender lo que decían, sólo algunos balbuceos, quizá estuvieran hablando en quechua. Me hacían sentir algo incómodo.

-¿Necesitan algo?- volví a preguntarles. El hombre se acercó, amablemente, con su torso algo curvado hacia adelante y las manos juntas. 
-Creo que sí, necesitamos una computadora como esa- dijo, estirando apenas el dedo índice, tímidamente, señalando la máquina. -Es para nuestro hijo, quiere empezar la carrera de diseño en la Universidad de Cuenca... -hizo una pausa separó y juntó las manos -y le aconsejaron que se consiga una. Nosotros en un primer momento nos opusimos, no nos podemos dar ese lujo, pero luego nos hizo entender que era imprescindible, hoy todo se hace con computadora. Más en esa área-. Dijo esa área como quién habla de un tema que desconoce completamente.
-Posiblemente- esbocé, intentando mostrarme comprensivo. No podía dejar de alegrarme que una persona de clase baja pudiera acceder a la educación universitaria. -Qué bueno que pueda ir a la universidad- dije. Su rostro se transformó.
-¿Por qué? ¿Nosotros no tenemos derecho a ir a la universidad?- preguntó. Su amabilidad se había perdido. 
-Claro que sí- respondí -yo no dije eso...-. 
-Qué sí o que no?-. En ese momento comprendí que estaba a punto de ingresar en esos diálogos en los que el sentido se transforma en una espiral que nunca llega a destino, y que cualquier comentario que hiciera iba a quedar desencajado. Y mi alegría, no dejaba de ser producto de cierta condescendencia. Desde un punto de vista lógico el hombre tenía razón.
-¿Entonces?- preguntó, incomodándome.
-Entonces...- no supe bien qué responder -que me alegro- repetí.
-¿De la computadora?-. 
-¿Qué tiene la computadora? Le puedo recomendar la marca- dije ingenuamente -aunque ésta no me convence demasiado-.
-¿Tiene otra?- preguntó, tenía una extraña capacidad para ponerme incómodo.
-Sí, pero no estaba andando muy bien, y la cambié por ésta-. La levanté un poco de la mesa, enseñándosela. Era una Lenovo, dos en uno, bastante angosta y que pesaba casi nada. 
-Entonces tiene dos-.
-Sí, pero la otra...-. En aquel momento se acercó su mujer y no me dejó terminar la frase. También caminaba con los dedos entrelazados, adelante de su vientre, y su torso algo encorvado. 
-¿Le dijo?- le preguntó al marido, tratándolo de usted.
-Ahorita estaba por...- tampoco le dejó terminar la frase. 
-¡Ahorita es ahorita!- dijo en forma imperativa. 
-Perdón- esbocé, ya un poco nervioso -si me dijo qué-.
-Lo de la computadora- dijo él, sumiso, -¿no es cierto que le he dicho de la computadora?- dijo, obediente, mirando a su mujer.
-Sí- respondí -necesitan una computadora para su hijo-.

Repentinamente el sol desapareció y comenzaron a caer algunas gotas delgadas. Cuenca tiene eso, su clima es caprichoso y nunca se sabe que puede pasar, menos en abril. 

-¿Podemos guarecernos bajo el alero?- preguntó él, volviendo a su anterior amabilidad. 
-Claro- dije, ya algo inseguro. Comenzaba a querer tenerlos lo más alejados posible. El dio apenas un paso y ella lo siguió. Las gotas les seguían cayendo por lo que no terminaba de comprender qué era lo que se traían. 

No pasaron dos o tres minutos que las nubes desaparecieron y el sol volvió a brillar. Dieron dos pasos al mismo tiempo y se ubicaron en el lugar anterior, -el sol no parecía molestarles-. Siempre mirándome.

-Los puedo ayudar en algo- les dije, no pude evitar que mi voz se notara el fastidio. 
-Es que necesitamos la computadora- dijo él con tono de voz amable. 
-Bueno, les paso el modelo si quieren y la compran-. Di vuelta la máquina para buscar las especificaciones.
-Es que no podemos comprar una- dijo ella, en un tono completamente neutro. -¡Por eso necesitamos esa!-.
-¿¡Esta!? a qué se refieren con "ésta"?-.
-A la suya, usted no la necesita tanto como nosotros-. 

Por mi cabeza pasaron infinidad de cosas, como qué pueden saber ellos respecto de mis necesidades, etc., y y estaba a punto de decirlas cuando dos clientes del café, respecto de los que no había notado antes su presencia -un hombre de saco beige y otro con una camisa blanca con unos bordados anaranjados sobre los hombros- se levantaron y se presentaron ante mi como ante la pareja. 

-Somos del comité de justicia y distribución de bienes- dijo uno de ellos, mostrándonos un cartón azul plastificado que oficiaba a modo de cédula. Acto seguido levantaron una de las mesas y la pusieron delante de la mía, y luego otra en la que invitaron a sentarse a los otros involucrados. -Hace rato que estábamos prestando atención al asunto y queremos informarles que desde este mismo momento queda abierto el concilio encargado de resolver el caso de la computadora en disputa-. Y ante mi total asombro el de camisa con bordados tomó la máquina de mi mesa (-disculpe, me dijo, pero estos son los protocolos-) y la colocó sobre la suya.
-Pero... ni siquiera hay testigos- dije, sin saber bien por qué. 
-Claro que sí- respondió el de saco beige e invitó a sentarse a una pareja de estudiantes que indudablemente salían de la Universidad de Cuenca que se encuentra casi al frente del café. -Pueden sentarse- les dijo, lo mismo a la pareja en pleito. De una valija sacó un cuadrito de madera con una balanza enmarcada en su interior y la puso sobre la mesa contra el azucarero cuidándose de que quedara en forma vertical. 

Entonces quedamos, yo sentado en una mesa solo, paralelamente a la mesa de la pareja que pedía mi computadora, ambos frente a la mesa de los hombres que hacían de jueces y a un costado, a modo de jurado, la pareja de estudiantes. 

-Bueno, como Presidente del Comité de justicia y distribución, y estando al tanto del conflicto que acá se pone a prueba, me toca dar inicio al asunto-. Hizo una pausa y aspiro hondo, cualquiera hubiera pensado que diría algo más. Sin embargo, acto seguido su compañero miró a la pareja y estiró su mano como dándoles pie para que comenzaran. La mujer le dio un pequeño golpe con el codo a su marido.  

-Este... bueno... el problema es que nosotros tenemos un hijo que estudia...-.
-Necesitamos esa computadora- dijo ella, imperativa y pragmática, interrumpiendo a su marido.
-Bien- dijo el presidente.
-Yo también- dije, apurándome, no quería perder terreno.
-¿Y cuáles son sus razones?- preguntó.
-Soy escritor-.
-¡Ah, qué bien!- dijo el presidente, -acá valoramos a los escritores- eso me alegró. -A ver muéstreme lo que tiene escrito- dijo señalando la máquina en cuestión. 
-Es que...- no había tenido tiempo de pasar los archivos de la computadora anterior y desde que usaba ésta aún no había logrado un sólo momento de inspiración -no hay nada aún-.
-Ah, un escritor que no escribe- respondió el residente, algo irónico.
-¡Claro que escribo!- me opuse enfático a sus palabras -pero los archivos están en la otra máquina-.
-Entonces tiene otra máquina- dijo. 
-Es lo que nosotros le decíamos- acotó enseguida el hombre de campera deportiva. 
-Y nosotros necesitamos esa de veraz para nuestro hijo que empieza la universidad- acotó su mujer.
-Eso está muy bien- dijo el acompañante del presidente -no sea que se ande entreteniendo por ahí con otras cosas-. 
-Como el señor- dijo la mujer -señalándome con la mirada-.
-¿Y qué es lo que estudia?-.
-No estudio, soy docente universitario- dije, algo altanero.
-Usted no, el hijo del señor- dijo el presidente. 
-Diseño- dijo el hombre de la campera -dio el examen de ingreso y le fue muy bien-.
-Y mire que es un examen difícil- acotó la mujer. -¿No es cierto?- dijo mirando a los estudiantes que hacían de testigos, a lo que estos no dudaron en asentir con la cabeza. -¡Vio! Es por eso que necesitamos la máquina-. Sentí que si no decía o hacía algo estaba a punto de perder el proceso.
-¡Yo soy escritor y necesito la máquina para escribir!- esbocé enfático.
-Un escritor que no escribe- dijo la mujer, repitiendo las palabras del presidente, al tiempo que echaba un suspiro. -Además tiene otra-.
-¿Es o no cierto que tiene otra?- preguntó el presidente.
-Más o menos- esbocé, a lo que todos me miraron extrañados.
-¿Tiene o no tiene?- reiteró.
-Tengo pero no anda del todo bien-.

El cielo volvió a encapotarse y se oscureció de tal forma que casi se hizo de noche. Comenzó a llover, esta vez las gotas eran algo más gruesas que anteriormente por lo que tuvimos que refugiarnos debajo del alero del café y esperar. Durante aquel lapso me hice a un costado para fumar y se me acercó el acompañante del presidente del consejo.

-¡No crea que esto va en contra suyo, eh!- dijo amablemente, siempre con voz muy baja, como si no quisiera ser oído por el resto, y casi en forma condescendiente. Se había llevado ambas manos a los hombros, abrazándose a sí mismo. -Así son las reglas y estamos obligados a cumplirlas. Ahora si usted me preguntara a mi quién yo quisiera que se lleve la máquina entonces...- se quedó a medio decir. 
-¿Entonces qué?- pregunté, pero en ese momento se acercó el presidente.
-Bueno, parece que está parando así que debemos continuar- dijo mirando el cielo. -¿No me convidaría un cigarrillo antes?- me pregunto. Es el colmo, pensé, mientras estiraba mi mano con el paquete de Marlboro. 
-¿Me convidaría también?- preguntó el asistente, y tímidamente se acercó el hombre de la campera deportiva que quería llevarse mi computadora nueva.
-¿Usted también quiere?- le pregunté.
-Si se puede- respondió, siempre tímido, con sus manos tomadas entre sí y su torso encorvado. 
-¿Ustedes fuman?- les preguntó el presidente a la pareja de testigos que se habían quedado al margen. 
-Yo sí- dijo ella. 
-¿Podría convidarle uno a ella también?- me preguntó el presidente, afablemente -el comité es bastante nuevo y lamentablemente aún no cuenta con fondos asignados para afrontar gastos extras-.
-¿Y para otros, sí? ¿Qué, me van a pagar el café aunque sea?- dije molesto mientras extendía de nuevo la mano con el paquete de Marlboro.
-Bueno, tampoco tenemos para gastos fijos por ahora- dijo encogiéndose de hombros. -Pero le podemos extender un pagaré-.
-No gracias- respondí, ya del todo fastidiado -terminemos con esto de una vez-.
-Bueno no se ponga ansioso, la justicia tiene sus tiempos-. 

El sol volvió a brillar -no se equivocan quienes afirman que en Cuenca uno vive las cuatro estaciones en cuestión de minutos-, y las nubes se evaporaron por completo. Si uno miraba el cielo -se había puesto de un celeste intenso-, daba la impresión de que nunca hubiesen estado. 

Cada uno ocupó su lugar.

-¿Entonces?- preguntó el presidente, mirando a la pareja demandante.
-Nuestro hijo comenzó la universidad y necesita la computadora...-, repentinamente todo comenzaba como si hasta el momento no se hubiese dicho una sola palabra. 
-¿Y usted?-.
-Yo soy escritor- dije, ya algo vacilante, estaban comenzando a acabar con mi paciencia -y necesito la computadora para escribir-.
-¿Y escribió algo?- comenzaba a hacerme la idea que me encontraba en una corte de locos. 
-Claro que escribí- dije enfático -¿o no vieron mi nombre en las vidrieras de las librerías, en las portadas de los diarios?-. Me paré y caminé usando el espacio que había entre las mesas, gesticulando -¿No leyeron ustedes- dije, mirando al jurado -acaso, mis libros en la facultad? ¿No saben quién soy yo?- agregué finalmente con los brazos en alto y elevando el tono de voz. Ante lo que todos se quedaron atónitos, algo petrificados. El silencio duró alrededor de quince o veinte segundos. 
-No- dijo finalmente la mujer -¿quién eres?-. 
-Un escritor- dije, balbuceante, perdiendo el terreno que había logrado.
-Pues nuestro hijo va a ser diseñador, y va a diseñar el nuevo centro de Cuenca- dijo la mujer enfática.
-Eso es muy bueno- dijo el presidente, -¿y podría diseñar el edificio de nuestro comité también?-.
-¡Pues claro!- dijo su marido, abriendo los hombros, dando cuenta de la obviedad de la respuesta. Están todos locos, pensé, estuve por decirlo en voz alta pero me detuve, no me favorecería en nada.
-¿Y usted qué piensa escribir?- me preguntó el presidente. No supe qué responder, no es una pregunta a la que los escritores estemos demasiado acostumbrados. El futuro no es un tiempo que nos quede muy cómodo, en el presente o en el pasado nos sentimos más a gusto, como si estuviéramos en casa.
-El proceso- les dije, irónico. Ante lo que todos pusieron el mismo gesto de desconcierto. El presidente y su secretario abrieron los ojos y se miraron entre sí, como si el asunto mereciera mayor seriedad. Mantuvieron un dialogo en voz baja que duró poco menos de cinco o seis minutos. Luego el presidente nos miró uno por uno 
-Lo que sucede en este concilio es confidencial. Cuando aceptaron someterse al mismo ustedes aceptaron las normas- dijo, apuntalándome con la mirada.
-Yo no acepté nada, prácticamente fui sometido a la fuerza-.
-Acá nadie es sometido por la fuerza- dijo, seriamente, -esto es un tribunal popular donde se pone en juego la justicia-.

domingo, 23 de abril de 2017

Entrada

-Son de mi pueblo- le dijo ella, en español, con su acento francés - viven a cinco minutos de donde nací-. El bus avanzaba veloz, de curva en curva, empujándonos contra uno y otro de los laterales. Entre Ayampe y Entrada hay un cerro con un camino escarpado que los buses escalan a toda velocidad, los choferes ecuatorianos adoran tomar las curvas a toda máquina, no sé si por gusto a sentir el balanceo de la carrocería, o para probar su destreza. Entonces el bus se mueve de un lado a otro, el motor ruge forzado en las subidas y traccionando, a causa de los rebajes, en las bajadas. Como siga así nos vamos por el barranco, pensaba, mientras hacía que leía. 

Tenía un libro de Carver que ojeaba sólo para disimular, me interesaba la relación entre ellos. El era casi un Inca, pómulos pronunciados, bajito, pecho ancho, nariz achatada, los ojos juntos y la piel curtida. Ella típica europea, con su rasgos ligeros, ojos claros, nariz respingada, pequeña, tez blanca, aunque sus mejillas algo coloradas por el sol, etc. Tenía un pareo sobre la biquini, él unas bermudas y el torso desnudo. Ambos viajaban con sus tablas, al igual que la otra pareja de franceses con la que ella conversaba. Cuando la marea entra fuerte en Ayampe mejor ir hasta Entrada, sobretodo para los principiantes. Allí se forma una ola suave y regular que recorre la línea perpendicular de la Bahía, dibujando aquella imagen maravillosa verdeazulada, de rectas oblicuas que pegan contra la playa. 

Seguía con los ojos puestos sobre el libro, aunque echaba miradas de reojo inspeccionando el asunto. Intentaba desentrañar la lógica de aquella atracción, él ni siquiera daba con el prototipo de surfista esmeraldeño -mulato, con sus músculos y abdominales marcados y sus cabellos rizados aclarados por el sol y la parafina-, era más bien un serrano arrancado a las sierras y puesto sobre la playa, con su gran caja toráxica, su nariz inca y sus cabellos lacios, a medio crecer. De todos modos, no era eso lo que más me llamaba la atención. Venciendo los prejuicios estéticos -quién sabe qué motivos uno encuentra respecto a la atracción física-, lo que me intrigaba era el problema respecto a la comunicación. Porque se escucha aquello de que el amor es cosa universal, etc., pero la comunicación en general -más allá de los condimentos gestuales- se construye con palabras, y ella apenas hablaba español y el manejo de él respecto del inglés -y menos que menos el francés-, era totalmente nulo.

Cuando el bus pasó por la entrada a Cantalapiedra alcanzó su máxima velocidad y yo volví a pensar en el barranco que, junto a toda esa vegetación, se habría a nuestra derecha desde lo alto y daba contra un mar azulado hermoso. Estábamos a casi cien metros sobre el nivel del mar. Imaginé el rebaje y el rugido que el motor haría en la siguiente curva, y así fue, tan abrupto que produjo un estallido que hizo que la carrocería temblara y todos nos bamboleáramos hacia el lado derecho. El abismo se vio aun más cerca.  

Ella se había sentado en uno de los apoyamanos justo detrás de la pareja de franceses y conversaba displicente. Cada tanto giraba su cabeza para mirarlo a él, que se había sentado un par de hileras más atrás, y que no se sintiera excluido, acotando algún fragmento inútil de la conversación, como no sabes, viajan tres veces al año, sorprendida -o sobreactuando cierta sorpresa-. A lo que el serrano la acompañaba con una mirada entre extrañada e incrédula, seguramente no hubiera salido del Ecuador, y viajar tres veces al año fuera para él una abstracción análoga a la imagen de un átomo para el resto. No se lo notaba cómodo con la situación, sino más bien algo desencajado. No sabía bien dónde ubicarse y recorría con su mirada el interior del bus. En uno de esos recorridos nuestras miradas se cruzaron, sus ojos guardaban cierta necesidad. Repentinamente me lo imaginé viviendo en París o en algún lugar de Europa, se me presentó como una imagen borrosa y solitaria debajo de la eterna llovizna y los cielos grises. Entonces la diferencia se me hizo aún más pronunciada, las diferencias climáticas pueden ser más importantes de lo que parecen. 

El bus paró en Entrada y los cuatro bajaron con sus tablas, yo seguía hasta Olón. Los vi alejarse desde la ventana, los tres franceses caminando adelante y el serrano detrás. Volví a imaginármelo solitario bajo la lluvia parisina, sin saber qué hacer o a dónde ir. Miré el mar y aquella postal hermosa, esa hilera de olas verdes, iluminadas por el sol, haciendo fila para descargar su potencia contra la playa. 

miércoles, 19 de abril de 2017

Frisky






No recordaba que conviene soportar con paciencia
 y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado
 de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos,
 no ofrecer resistencia, ser un corcho, 
limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, 
sumergirse apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo...

M. Vargas Llosa.




Se acerca hasta la playa y levanta la vista. El sol se mete entre los dos picos del islote, tiñendo el horizonte de un rojo azulado. Es raro verlo fuera de la casa, apenas sale de su cuarto. Tiene sesenta, quizás sesenta y cinco años. Sus músculos se adivinan ausentes entre la remera negra sin mangas. Es fácil intuir que alguna vez debieron estar marcados. Su cuerpo es fibroso. Su semblante guarda un dejo taciturno y su caminar es algo inestable, sin embargo, se mantiene fuerte y no se queja. Quizá porque no tiene deudas pendientes o porque vivió siempre cerca del mar, contagiado por ese ir y venir que tienen las mareas y los vientos marinos, ese traer y llevar, revolviendo la arena y la sal del fondo a la superficie y viceversa. 

-No pasaba un día sin correr- me dice, al percibir mi presencia entre los arbustos -de mañana y de tarde, recién salía cuando ya era de noche-. No sé bien qué responderle, sé que sus palabras tienen poco que ver  con lo que dice. No deja de mirar el sol en el poniente, buscando el recuerdo de una de esas olas que, como algunas mujeres o canciones, se quedan ahí para pensarse toda la vida. 
-Te entiendo- le digo, cuando comprendo el hilo de su razonamiento. Los estruendos llegan hasta nosotros. 
-Está bravo- dice.

Ya no tiene las fuerzas para luchar contra el mar, su masa muscular se consume de a poco y le recomendaron evitar esfuerzos. -Uno de estos días agarro mi tabla y... - dice, esbozando una pequeña sonrisa. Por un instante adquiere un aire infantil y alcanzo a verlo treinta, cuarenta años atrás, con la tabla pegada a la cintura, riéndose y caminando hacia el mar. Al instante emite un quejido, y se toca la panza, a la altura del riñón. No puedo evitar la comparación con Alfonsina, pequeña, caminando hacia el mar, perdiéndose entre las olas para no volver. Frisky no es pequeño, mide casi un metro ochenta y más allá de su delgadez, es fácil intuir su anterior fortaleza. Su dolor se transforma en un suspiro. Se saca la mano de la cintura y la lleva a su cabeza. 

Una perra mediana, blanca, con manchas negras en el lomo, se echa a sus pies. Hace ya unos años adopta cuanto perro o gato se cruza por la casa. Flexiona las piernas para acariciarla, le pasa la mano por el lomo, desde la cabeza hasta la cola, sin dejar de mirar el mar. 

-Ahí, torciendo el cabo se forma una ola buenasa, Cantalapiedra- me dice, y me clava unos ojos verdes que resaltan su calvicie. -Se levanta pareja como tres metros y hay que saber cogerla porque no te perdona-. Hace un gesto con el brazo, imitando la rompiente. -Pega contra el acantilado y si no la tomas bien te das contra la piedra. De cuando en cuando tienen que sacar a alguno, el mar se empecina y no te suelta, como si se estuviera vengando, te da una y otra vez contra la pared-. Junta los labios y los mueve hacia el costado, al mismo tiempo que abre grandes los ojos -No para hasta romperte la cabeza. Nadando no salís-. Echa otro suspiro, cansado. Pierde nuevamente su mirada en el horizonte. Se escucha el estruendo potente de una ola. 

Su tranquilidad me causa cierta envidia, quizá a causa de su entereza, o por encontrarse tan a mano con la vida. No le queda más que esperar, su tiempo se acorta, un año con suerte. Lo sabe pero no lo demuestra. Está satisfecho. El sol se pone definitivamente y sólo se percibe su rastro sobre el mar. El azul rojizo anterior se fue transformando en un violeta intenso metalizado que pronto terminará de oscurecerse hasta tornarse definitivamente negro. Unas nubes pequeñas se forman sobre el islote. -Isla del ahorcado- dice -así se llama. Francis Drake dejaba ahí a los tripulantes que ya no aguantaba y la desesperación los llevaba a ahorcarse. Era eso o morirse de hambre y de sed-. 

Me mira nuevamente, con sus ojos verdes. -Uno de estos días...- repite, pero no termina la frase. Espera dos minutos más, siempre con su mirada perdida. Su semblante se recorta contra la península remarcando su nariz curva. No hace un movimiento de más. Se muestra estoico. Echa otro suspiro, como si finalmente hubiese terminado de reconstruir el recuerdo, voltea y se mete por el porche de entrada a la casa. -Así es...- dice cuando se está yendo con una voz apenas perceptible. La perra duda unos instantes y sale detrás suyo. Se escucha el chirrido de la pequeña roldana que hace de contrapeso y luego el chasquido de la puerta al golpear contra la madera del portal.