viernes, 30 de junio de 2017

Reptilianos

Entonces me salió con eso de los reptilianos. La miré y atiné a reírme, sin embargo, su cara estaba seria. ¿Te volviste loca? le pregunté, o quise preguntarle, porque ni siquiera daba para eso y apenas la conocía. 

-Están en todas partes- siguió -lo que pasa es que están disfrazados-. Se llevó el tenedor a la boca, sus ojos apuntaban a un pedazo de carne de un tamaño sobrenatural. Lo hubiera aceptado de una chica de ocho, incluso de doce o quince años, pero no de una de treinta. Ya estás madurita para esas tonterías le hubiera dicho.

Imaginé un lagarto gigante, vestido con ropas humanas y enseguida lo asocié con Invasión Extraterrestre, una serie que se puso de moda cuando yo tenía aproximadamente unos diez  u once años. Entonces la vi a Diana, la protagonista, una morocha fálica -algo extraño para la época-, vestida con un traje colorado encajado a su cuerpo, con un ratón colgando encima de su boca antes de devorarlo. 

-¿Y de dónde sacaste eso?- pregunté -de los reptilianos.
-Son cosas que se saben- respondió -Si no el mundo no sería como es, además, quién te pensás que construyó las pirámides de Egipto, o las líneas de Nazca-. Me sorprendía realmente tanto su capacidad para relacionar hechos históricos completamente diversos como su seguridad, era tan plena como si hablara de la ley de gravedad o de la llegada del hombre a la luna. 

Ahora imaginé a los reptiles vestidos de Incas o Aztecas, con esos collares colgando y las vinchas sobre sus cabezas, cargando piedras o subidos a alguna clase de platillo volador, supervisando las obras. 

-Ah, mirá -le dije, intentando mostrarme interesado -¿y desde cuándo es que están?-.
-Desde siempre, desde el inicio de la humanidad, quizá antes que nosotros-. 

Estoy pasado de moda, es lo único que se me ocurrió pensar. Podría haber imaginado a Adám y a Eva como dos reptiles completamente desnudos jugando en el Edén, probando la manzana maldita, etc., pero traté de evitarlo. Hasta me rasqué la muñeca a ver si me despellejaba y aparecía otra piel verde debajo, lo hice a modo de broma pero ella no lo percibió. Estaba concentrada con su bife.

-Así que desde el inicio de la humanidad- repetí, ya no se si para pelear un poco o qué. No hay nada que me desmotive más que esa clase de irracionalidades.
-Sí- dijo, mientras se llevaba a la boca otro pedazo de carne.
-Que bueno- dije, sin ganas de continuar la conversación. 

Su teléfono hizo un bip y cuando miró la pantalla su rostro se ensombreció, quizá tuviera novio o esposo. Sus ojos repentinamente se humedecieron. Pensé una vez más en Diana, que de todas las imágenes era la que mas me cerraba con su traje rojo, cruzado por un manto de cuero negro que terminaba justo entre sus piernas. Era obvio que no nos volveríamos a ver.

lunes, 26 de junio de 2017

Almuerzo


A esa hora el restaurante estaba vacío, sin embargo, eligió sentarse contra uno de los rincones al fondo, adonde no llegaba la luz natural. Una mancha de humedad se adivinada opaca tras el blanco de la cal que se había usado para intentar taparla. 

Era el Día del padre, un domingo soleado y bastante cálido para la época del año y Ester no tuvo mejor idea que llevar al suyo a almorzar a una parrilla sobre Alvarez Thomas, en Villa Urquiza. Su padre apenas podía moverse y había que ayudarlo para todo, incluso para comer. Hacía poco había sufrido un acv del que no se recuperó totalmente, y algunas funciones orgánicas ya no le respondían. Ella pidió una tira de asado y para él un bife de chorizo. -No te preocupes, papá, yo te lo corto- respondió a sus reparos.

De a poco el restaurante se fue llenando y en la mesa de al lado se sentó un hombre, alto, de unos sesenta años. Tenía una camisa de mangas recogidas y un jean. 

-Vos sos psicóloga- le dijo al verla. Ella lo miró sorprendida. -Nos conocimos en un seminario. Tu nombre era ...- dudó. 
-Ester- repuso ella. No lo recordaba, pero le parecía atractivo por lo que le resultaba extraño no recordarlo.
-Fue hace mucho, casi veinte años- dijo él. -Ricardo- y le extendió la mano.
-Ah, sí, Ricardo-. Seguía sin recordarlo, no tiene el típico aspecto de sicólogo, pensó, pero no quería perder su atención. 

Acercó su silla a la mesa de Ricardo y estuvo a punto de tirar la botella de vino, sus movimientos eran algo atolondrados. Se acomodó el pelo detrás de la oreja y se rascó una mejilla. -¿Estás sólo? Yo lo traje a almorzar a mi papá, por el día del pa...- antes de terminar la frase se golpeó la frente con la palma de su mano. -Esperá- dijo y se dio vuelta buscando la cartera en el respaldo de su silla. Ricardo permaneció en silencio, siguiendo sus movimientos mientras ella sacaba un blister de su cartera. -Perdón, me había olvidado- dijo después y se metió una pastilla color rozada en la boca.

La moza, de unos veinticinco años, se acercó con los platos. Ester volvió a su mesa y le cortó dos o tres trozos de carne, apurada, a su padre. -Comé estos- le dijo -cuando termines te corto más- y prosiguió su conversación con Ricardo que se limitaba a mirarla, Ester no paraba de hablar. Habrán pasado quince o veinte minutos, la parrilla se había llenado de gente y el murmullo, junto con el sonido de cubiertos, se esparcía por todo el lugar. Ester paseó por toda su vida, desde su infancia en San Pedro, su ciudad natal, de donde nunca debí irme, dijo en tono de broma, luego su adolescencia, su carrera de sicóloga en la UBA -en algún momento reparó en el seminario de la EOL, donde supuestamente se conocieron, hasta el momento actual de su vida, que no era del todo bueno. -Podría ser peor- dijo, siempre cubriendo todos los espacios, sin dar lugar a respuesta -por eso las pastillas- dijo casi con culpa. 

-Se te va a enfriar el asado- le dijo Ricardo en algún momento de la conversación, que básicamente era un monólogo, posiblemente cuando ya se había cansado de escucharla. Ester volvió a golpearse la frente con la palma de la mano. 

-Uy- atinó a decir al darse vuelta y notar que el rostro de su papá estaba casi azul. -¿Qué pasó?- dijo en un suspiro apenas perceptible y llevándose ambas manos al pecho -¡pa... pá!- Miró una vez más a Ricardo, indecisa, buscando ayuda. -¿Qué hago?- le preguntó. 

A Ricardo, que segundos antes se había alegrado -apenas había podido comer un cuarto de su milanesa- no le quedó más que pararse y acercarse a ver qué es lo que había sucedido. Apoyó una de sus manos, una mano grande -casi inflada, de dedos anchos y callosos, extrañas para un psicólogo-, sobre el cuello del padre de Ester. -Me parece que...- y con la misma mano realizó una línea horizontal en el aire, como si le diera algo de aprehensión pronunciar la palabra muerto. 

Ester tomó su cartera y se metió otra pastilla en la boca. Luego lo miró a Ricardo, 
-¿Vos seguís siendo psicólogo?- le preguntó, pensando en su mano callosa.
-Nunca fui psicólogo- respondió. Ester quedó desconcertada y estaba a punto de preguntarle a qué se dedicaba. -¿No vas a llamar al Same?-.
-¿Debería, no?-.

Corrió la noticia y todos adentro de la parrilla comenzaron a mirar la mesa de Ester, con su padre ya morado y sin vida, aún sentado frente al bife con el que se había atragantado. Un rato más tarde cayó la policía -la tuvo que llamar el dueño de la parrilla- y luego el Same. El anterior sonido de conversaciones y cubiertos, mesas y sillas corriéndose y raspando contra el piso, había dejado lugar a un silencio indeciso, en el que nadie sabía bien cómo actuar. 

-¿Qué pasó, ma?- dijo un chico de unos cinco o seis años, unas mesas más adelante.
-Nada, un hombre que se atragantó. No te preocupes-.
-¿Y se murió?-.
-No, no se murió-.
-¿Y por qué está así?-.
-Está dormido-.
-¿Dormido o desmayado?-.
-Las dos cosas...-.

Ester estaba paralizada y no se movía de su silla, Se corría el pelo de la cara, se rascaba debajo de la nariz y acariciaba la cartera como si tuviera un oso de peluche. Repetía esos tres movimientos sistemáticamente, en ese orden. Encima del labio ya había comenzado a marcársele una roncha de color rojo.

-¿No tenés familiares?- le preguntó Ricardo.
-Tengo una hermana-. 
-¿Por qué no la llamas?-. 

Entonces Ester tomó el teléfono. Papá se atragantó y se murió, le dijo a Susana, su hermana, al mismo tiempo que emitía una risita nerviosa. ¿Me estás jodiendo? se escuchó del otro lado ¿estás hablando en serio? A los veinte minutos estaba ahí. 

-¡Qué es lo que pasó!- preguntó desesperada y a los gritos, desde la puerta. Había entrado a la parrilla casi corriendo llevándose mesas y sillas por delante. 
-Hola, soy Ricardo- se presentó él, ya que Ester no decía nada. -Mirá, estábamos conversando y... -se llevó la mano a la nuca, dudando de lo que iba a decir -y se distrajo. Cuando lo vio ya era tarde-. ¡Lo mataste! estuvo a punto de decirle Susana, pero se aguantó, apenas le salió un hilo delgado de aire y la frase se manifestó como un susurro, conocía el estado mental de Ester y temía perder a su padre y a su hermana el mismo día. 
-¿Qué cosa?- preguntó Ester. 
-Nada, dejalo así-.

La policía hizo desalojar el lugar. Los médicos revisaron el cuerpo y lo pusieron en una camilla. Luego lo taparon con un manta de tela negra y a ambas hermanas les hicieron firmar una planilla.

-¿Ahora para dónde lo llevan?- preguntó Susana.
-Va a haber que hacerle una autopsia- respondió uno de los médicos -hay que descartar el envenenamiento-. Susana emitió un suspiro, pensando más en las complicaciones que en la vida de su padre -qué lío-.
-Qué regalo del día del padre que nos hizo- dijo Ester y volvió a emitir una risita sorda. Su hermana la miró en silencio. 

Los paramédicos salieron y entraron dos o tres veces del lugar, hasta que finalmente se llevaron el cuerpo a la ambulancia. Al ver que todo estaba controlado Ricardo aprovechó para irse. -Bueno, suerte- dijo al despedirse, al instante se arrepintió de pronunciar esa palabra. -Bueno... se entiende-.
-¿A qué te dedicas?- le preguntó Ester, cuando ya estaba en la puerta.
-Soy mecánico- respondió -mecánico de autos-.
-Ah- dijo ella pensando nuevamente en sus manos callosas -perom entonces...- tenía curiosidad por saber qué hacía en aquel seminario, pero no pudo terminar la pregunta, Ricardo ya había atravesado la puerta.

-Terminamos- dijo uno de los policías, el de mayor rango -en unos días nos comunicamos-. Los paramédicos ya se habían retirado con el cuerpo. Afuera una capa de nubes grises habían cubierto el cielo y parecía que estaba a punto de llover. Al irse, ambas hermanas pasaron frente al dueño de la parrilla, que las siguió con una mirada encendida, en sus ojos se adivinaba cierto odio. Al carajo con el día del padre, susurró mientras cerraba con llave la puerta del restorán.

domingo, 25 de junio de 2017

Azul profundo





Más tarde o más temprano, 
el sol muere sobre el mar.
Proverbio indú.



1
Penetra por la ventana de mi pieza. Repentinamente todo se tiñe de un azul opaco, casi del mismo color del mar. Un olor fuerte se cuela por mis fosas nasales. Mi piel se estremece, mi corazón late desbocado. Me escondo entre las sábanas, me acurruco y me tapo hasta la cabeza. Mientras esté cubierto no puede hacerme daño, pienso. Cierro los ojos para evadirme. Escucho el sonido de los cajones que se abren y se cierran ¿qué busca? Abro los ojos y de cuando en cuando bajo la sábana para mirar. Sólo puedo ver el negro profundo de la oscuridad. Estiro mi brazo para tocarlo. No hay fin. No me atrevo. Me escondo nuevamente entre las sábanas.

Recorre mi cuarto, escucho sus movimientos, sus pasos livianos. Hace pedazos mis fotos, mis cuadros, destroza todo lo que va encontrando. Me escondo, mi cuerpo se estremece y comienzo a temblar. El viento gime por la ventana, las cortinas flotan en el aire. Se oye un zumbido mientras él recorre las entrañas, se mete en mis recuerdos. Lo siento. Mi corazón late aún más fuerte, tan fuerte que sus latidos rebotan entre las sábanas y temo que pueda escucharlos. Vuelvo a mirar. Estiro nuevamente el brazo, tomo confianza, estiro mi cuerpo entero. Desaparece por la ventana. Me destapo y me levanto de un salto, apenas diviso su figura a lo lejos. Miro mi cuarto destrozado. Azul, azul profundo como el mar. Voy a tener que ordenar...


2
Es tarde, casi las doce. Lo espero debajo de las sábanas pero no viene. Una, dos, tres horas mirando hacia la ventana. La brisa penetra sigilosa, gimiente. Cuatro, cinco horas. Comienza a amanecer. No viene. Me gana el cansancio y me duermo. 


3
Me toma por sorpresa, sumido en una imagen recurrente, en medio de una playa lejana, en la costa norte de Chile, entre Tocopilla e Iquique, donde no hay más que arena y mar y un desierto interminable, por momentos abominable. Siento el sonido de maderas que se crujen, acomodándose, lo veo traspasar la ventana. Me acurruco en la cama, con las sábanas hasta la cara, dejo libres los ojos para poder ver. Deseo mirarlo, verlo hacer. Recorre la habitación, esta vez sin destrozar nada. Ronda cada uno de los rincones, revisa cajones, álbumes de fotos, se mete dentro del ropero, vuelve a salir. El viento sopla y eleva las cortinas. Siento deseos de alcanzarlo pero me aguanto. Hago un movimiento leve con el brazo, circular, una especie de amague. Me arrepiento. Pasa media hora, una hora, yo siempre quieto, mi cuerpo tiembla pero ya menos, mi corazón se adelanta, pero ya no tan rápido. Se detiene frente a una foto mía en un paisaje blanco, sin fondo. Aprovecho para mirarlo, sus contornos se desdibujan, sus pies nunca tocan el suelo. Lo veo alejarse. Salto de la cama y corro hacia la ventana, es ya una sombra lejana.  


4
Lo espero ansioso. La noche está oscura, no hay luna, ni siquiera estrellas. Es una noche honda, cubierta de nubes y un viento que sopla fuerte que al chocar contra los marcos de la ventana produce un sonido agudo, ensordecedor. Mi corazón aumenta su ritmo. Me tapo hasta el cuello, dejo mi cabeza entera afuera. Me arrepiento y me tapo integro. Siento pasos. Una vez más lo veo hurgando mis cajones, desacomodando, poniendo todo cabeza abajo. Mis sueños me traicionan, me pierdo. Duermo, veinte, treinta, cuarenta minutos. Cuando despierto ya lo veo. 

5
Me imagino ahí nuevamente, solo frente al mar. Entre Tocopilla e Iquique, en aquella playa entre el mar y el desierto de Atacama donde no hay un sólo arbusto, siquiera una palmera, donde hasta las canchas de golf son de arena y no tienen un sólo pan de pasto. Vivo en un motorhome, me dedico a mirar el mar, a pensar y a escribir. Sin nadie que me distraiga, sin angustia, sin variaciones energéticas. Siempre rondando una misma frecuencia, mirando las olas levantarse y cerrarse estruendosas. Camino por la playa, siento la arena caliente bajo mis pies.  

El sonido me saca del letargo, me pone alerta. Es un crack, como de maderas que se acomodan, abro los ojos y lo veo saltar por la ventana. Una sensación de vacío me atraviesa el pecho, me quedo sin aire. Esa imagen nuevamente, no puedo evitarlo. Uno, dos, tres, uno, dos, tres. Su andar es rítmico, como si bailara. Se acerca y se aleja, una y otra vez. Pienso en las olas, acercarse y romper contra la orilla, con sus anchas siluetas, estruendosas. Se hace un silencio, un silencio que se extiende, eterno, espero el estruendo final, como la ola gigante que se hace esperar, el mar retirándose, dejando la playa al descubierto, para volver y reventar con todo. Me tapo, temeroso, más temeroso que nunca. 

Mi cuerpo vuelve a temblar. Sin embargo, no ocurre, la ola nunca revienta, el silencio se eterniza. Simplemente no sucede. Cuando me destapo ya no está, no deja rastros. La cortina se balancea inocente sobre el marco de la ventana. ¿Qué le pasa? Pienso en su comportamiento errático. ¿Por qué vuelve? Quizá sea el naufragio de un alma en pena. 

Me quedo despierto. Amanece, veo el sol salir por mi ventana y recién entonces puedo dormirme.  


6
Otra vez ahí, alejado, en una parcela de arena en medio del desierto. Finalmente lo único que quisiera es escapar de todo, escaparme de mí mismo. Volvar como él. El horizonte se abre en todas direcciones, enfrente mío se pierde en el mar. Hacia los costados una playa inmensa que se mezcla con los acantilados y hacia atrás algunos accidentes geográficos, todo poblado por la arena infinita. Pueden pasar días sin que hable con nadie, sin que necesite de nadie. Sin escuchar mi propia voz. De vez en cuando un par de pescadores con su red, surcando la playa de un extremo al otro. El mar se retrae, se forma una ola que golpea la playa y el estruendo... 

Lo escucho acercarse, aprovecha mis momentos de distracción. Se para en el marco de la ventana, debajo de las cortinas flameantes. Veinte, treinta minutos y permanece en el mismo sitio. Está a punto de entrar a la habitación, sin embargo, no lo hace. Algo lo detiene y se aleja. 

El mar vuelve con una ola enorme que golpea sobre la playa. El estruendo es inmenso. Pienso en los millones de años que el mar repite el mismo ciclo. Los pescadores salen con una red suculenta. Ambos me miran, no entienden qué es lo que hago en ese lugar. 

No puedo dormir. 



7
Mi corazón se acelera, late desesperado. Abro los ojos, agitado. Lo siento revolver, abriendo los cajones. Tira un par de remeras al piso, ¿qué busca? La adrenalina hace que mi piel se erice. Abandona los cajones y se mueve hasta el ropero. Su andar es más pesado, menos rítmico que la otra noche. Más brusco. Lo miro, siempre tapado. Nunca me ve, hace como si no me viera. Revuelve los estantes. Desaparece adentro del perchero, pasa un rato sin que sepa de él. El reloj de la mesa de luz da las dos y veinte. Dos y veinticinco. Dos y treinta. Cuarenta. Las tres, las cuatro. Aparece nuevamente. Ya me había asustado. Algo tiene en la mano pero no logro reconocer qué es. Trepa hasta la ventana y desaparece.   

8
Tras ese primer resplandor lo veo, del otro lado, mirándome. El negro de la noche enmarca su figura y le da mayor presencia. Abro los ojos, lo tengo frente a mi. No sé qué hacer, me mira, fijamente, es la primera vez que veo sus ojos -unos ojos negros, sin iris, sin pupilas, de un oscuro intenso, abismales-. Es la primera vez que me mira, erradicando mi anonimato, que era lo único que me mantenía seguro. Me quedo petrificado. Estatua, siento la voz de mi primo, decir, estatua, y ambos nos quedábamos quietos hasta que alguno de los dos se movía y perdía ¿Y ahora? ¿ahora qué pasa? Sus ojos me devuelven mi propia imagen. Me veo temblando de miedo, acurrucado. No me lastimes, esbozo, tímidamente y me veo diciéndolo en sus propios ojos, no me lastimes. Yo mismo me asombro. Cierro los ojos y por un instante asumo que soy él. Pasan algunos segundos, siento su aura rodeando mi cara, una energía densa, cargada e imantada, que hace que mis pestañas se ericen y mi piel se endurezca. Transcurre una eternidad en la que casi siento su peso encima mío. Veo las olas rompiendo, entrecortadas, sólo un instante, el temor no me permite disolverme en mis fantasías. Cuando abro los ojos ya no está. Suspiro aliviado. Miro el reloj de la mesa de luz y noto que dejó de funcionar.  

9
Las olas rompen a lo lejos. La marea está alta. El turquesa choca con el mar, separado apenas por algunas nubes. Siempre pensé que el turquesa es el color de los sueños. Algunas veces lo imaginé más oscuro, un gris casi negro, oscuro, pero siempre vuelvo al turquesa, quizá por esa mezcla entre el azul y el celeste, sumando el gris anterior, que le da un tinte casi plateado. No hay sombras, el sol atraviesa el cenit y cruza el cielo desde los cerros para morir en el mar, inevitablemente. El sol cruza el cielo para morir en el mar todos los días, eternamente. La arena calienta la planta de mis pies mientras una brisa recorre mis brazos. ¿Qué tan difícil será decir te extraño sin entrar en un juego de ajedrez?


10
Vuelve. Una vez más lo veo parado, de espaldas, revisando mis cajones, revolviendo mis entrañas. Su figura se delinea contra la pared, su contorno es difuso y nunca termina de definirse. Repentinamente una idea atraviesa mi mente; su infinitud, un movimiento que se desenvuelve eternamente, que se expande a través de múltiples dimensiones, fuera de toda lógica, y hace que me estremezca. Las cortinas flamean histéricas sobre la ventana. ¡No hay viento! No, las cortinas flotan, no flamean. Las líneas se entrecruzan unas en otras coloridas, sin principio ni fin. 

La brisa se desliza desde mis brazos al resto de mi cuerpo, sube por mi cuello, culminando en mi cara. Una caricia suave que eriza mi piel. Me tranquiliza. El viento se hace más intenso y de una caricia pasa a un abrazo cerrado que toma todo mi cuerpo. El cielo se nubla y el mar se revuelve, las olas crecen. La espuma rebota contra la playa y se aloja en forma de estelas infinitas al borde de la arena. Me paro para mirar mejor. La espuma se mezcla en esa especie de yodo marino grisáceo, formando unas figuras extrañas. Intento desentrañarlas pero no sé por donde comenzar, estiro mi mano, a punto de tocarla. Un trueno suena potente saturando el paisaje. Otro y luego otro más. Una primera gota rebota contra mi hombro y mi cuerpo se estremece. El cielo se ennegrece completamente. ¡Llueve por primera vez!

Estiro mi mano nuevamente para tocarlo y siento una descarga eléctrica. Me despierto sudando, mi remera está empapada. Prendo la luz de la pieza. La ventana golpea contra el marco. 

11
Rememoro sus formas indecisas. Me cuesta esbozar una imagen completa, como si sólo pudiera recordarlo por partes. Imagino su espalda en un primer plano que no puede contener más que eso. Luego uno de sus brazos, su nuca negra en un primerísimo primer plano. El otro brazo, ancho a la altura del hombro, estrechándose al recorrerlo hacia las extremidades (es la primera vez que caigo en cuenta de eso, me resulta extrañamente estrecho, como si perdiera dimensión con el resto de su cuerpo). Intento juntar las imágenes y no logro más que una especie de tríptico incompleto, desmembrado, con sus partes separadas por un marco invisible. 

Cierro mis párpados fuertemente y me concentro, como si ese gesto pudiera traerlo hacia mi. Incluso contraigo mi estómago haciendo fuerza con éste sin ningún resultado. Exhalo una bocanada de aire cansado. 

Es una noche extremadamente silenciosa y cerrada, algunas nubes se delinean cenicientas. El viento arrebata las cortinas sobre los marcos de la ventana. Pasan las horas y no aparece. Mis ansias crecen e invaden mi cuerpo. Lo espero en vano, se ausenta, esta noche y la noche siguiente.

12
El mar se calma y choca paciente contra el horizonte formando una continuidad imperceptible. Tarde o temprano el sol muere inevitablemente en el mar, pienso nuevamente en la frase sin recordar exactamente dónde la leí. Las sombras se disuelven en sus propias figuras. El calor es agobiante. Ni siquiera hay viento. Ellos siguen en el mar, con el agua hasta la cintura, pacientes, meciendo sus redes y arrastrando todo lo que se cruza a su paso. De cuando en cuando el viento me trae sus risas. 

Escucho pasos. El sonido de la madera estalla como si se estuviera quemando. Lo observo, justo detrás de las cortinas, tímido, dubitante, como si no se atreviera a entrar. Levanto apenas mi cabeza de la almohada, trato de hacer el menor sonido posible. Mira hacia adentro, observo sus ojos sin iris, hay algo en ellos que los hacen inevitables, cierto sosiego contrariamente a lo que podría pensarse.  Continúa ahí parado, pero no entra. ¿Qué pasa? Vamos, estoy a punto de decirle, vamos, entra. Me fijo en sus brazos, ciñéndose hacia las extremidades, son aún más delgados que los de mi recuerdo. Trato de memorizar su figura para recordarla completa. Sin embargo aún en presencia me es imposible hacerlo. Se acerca aún más a la ventana, las cortinas vuelan furiosas. Asoma su cabeza, sí, vamos, muevo mis labios, vamos, pero sin emitir sonido. No tengo éxito. Aprieto los párpados y vuelvo a forzar el estómago. Gira su rostro hacia el exterior y desaparece. 

Apoyo nuevamente la cabeza en la almohada, desilusionado. Mi mente se escurre y flota por cualquier parte. El mar es una lámina infinita, inabarcable. Rompo en llanto. Las redes extensas que intentan abarcarlo todo.

Las olas rugen, la rompiente se acerca demasiado a la playa. Debe haberse formado un banco, pienso. Los pescadores ya no están. Las sombras se delinean hacia el este mientras el sol se prepara para el ocaso. Su figura se reconstruye de a pedazos, producto de una memoria afectiva. Primero su mano, más ancha, fuerte, intempestiva. Luego su mano estrecha y fría, distante. Su mano anaranjada, calurosa. Su mano pálida y huesuda, temblorosa y agonizante. Es un recuerdo contiguo e indeciso, por momentos contradictorio. La misma imagen una y mil veces, insiste, sin abandonarme nunca. Sus ojos, su nuca, su espalda. Una imagen frenética. Sinécdoque azarosa que se multiplica eternamente. Maldigo a dios y a todos sus espíritus. Maldigo el conato y todas sus pulsiones ¡Por qué! 

El sol roza el mar prendiendo fuego el islote que emerge oscuro y más grande que de costumbre.



sábado, 24 de junio de 2017

1.
Vacío.


2.
Instrucciones para remontar barriletes, y encontrar cosas perdidas...

3.
Cómo vaciar un disco rígido y que aún así continúe sonando la misma canción...

4.
En todas partes...

5.
Y taaaaannto, ¿cómo es posible?

6.
Tarde o temprano el viento despejará las nubes y lo esencial develará su ser...

7.
Lista:
Sal orgánica. Lata de atún. 
Leche. Maíz en polvo. Arroz.
Lentejas. Arándanos.
Maizena. Especias varias.
Tomate. Espinaca.
Tomates disecados.
Rabanitos.
Albaca orgánica. 
Ñire. 

8. 
Uy!

9.
Y entonces, a qué le temes tanto? le preguntó.
Y él respondió, al silencio de la noche. 

jueves, 22 de junio de 2017

"Pero el canto de las sirenas no se halla aún degradado y reducido a puro arte. Ellas conocen todo cuanto ocurre en la fértil tierra y en particular, las acciones en que también Odiseo tomó parte, las fatigas que padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses. Al revocar directamente un pasado muy reciente, amenazan, con la irresistible promesa de placer con que se anuncia y es escuchado su canto, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a cambio de su entera duración temporal. Quien cede a los artificios de las sirenas está perdido, pues únicamente una constante presencia de espíritu arranca a la existencia de la naturaleza. Si las sirenas saben todo lo que acontece, piden en cambio el futuro, y la promesa del alegre retorno es el engaño con que el pasado se adueña del nostálgico". (T. Adorno)

"¿Quién puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mástil? ¿Querrían aquellas poderosas y hábiles mujeres prodigar su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Será esto la esencia del arte? Antes me inclinaría a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se debían a los insultos que, con todas sus fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro héroe se retorcía en el mástil (cosa de la que también existen testimonios) porque, en definitiva, se sentía avergonzado". (B. Brecht)

lunes, 19 de junio de 2017

"Palabras dichas sin intención, encuentros que son obra de la casualidad, los transforma en pruebas evidentes el hombre de imaginación, si brilla una chispa de fuego en su corazón". (Schiller)

miércoles, 14 de junio de 2017

Ruinas




...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto:
 su silencio... 

F. Kafka.





Nicolás era bajito, tenía unos bigotes angostos y la cabeza llena de pelo. Piernas delgadas y cortitas. El típico mexicano. Mi viejo lo tenía trabajando para él. Plomeros, secretarias, vendedores ambulantes, médicos, sacerdotes yorubas o taxistas -como en este caso-, mi viejo los adoptaba. Lo que le gustaba era sentir que alguien estaba dispuesto a hacer lo que él mandara sin poner reparos, entonces él se comprometía a pagarle, darle de comer y, si era necesario, alojamiento, y se tornaba en una especie de relación señorial, más parecida a las del siglo XV que a los contratos actuales.

-El amor es así- me dijo -un tormento. Nada bueno puede salir de ahí. O sí-. Y se quedó pensativa, con su mano en el mentón. Yo no hacía más que mirarla, sus ángulos faciales me fascinaban. Sus labios, su boca, sus ojos guardaban un dejo melancólico que los oscurecía. De vez en cuando entrecerraba los párpados y se vislumbraba un gesto que me volvía loco. Cómo es posible que me guste tanto, pensaba. -El amor es un misterio- le dije y se rió. -Vos siempre tan romántico- dijo. -No es una definición romántica, es meramente psicoanalítica. Lo dijo Lacan-. Torció los labios, desconfiada. No terminaba de creerme. 


Lo conoció en un viaje, le cayó bien y le pidió el teléfono, así se transformó en uno de sus siervos. Nicolás me paseaba por todo México mientras mi viejo terminaba con sus reuniones, grabaciones, etc., en Televisa. Recorríamos el DF en un taxi amarillo, cruzado por líneas azules, desde Chapultepec hasta Xochimilco, desde Teotihuacán hasta el parque de Montañas rusas ubicado en Tlalpan, parábamos en jugueterías, plazas, en el jardín botánico y dónde fuera necesario para pasar el tiempo. Yo tenía diez u once años y en ese momento debía estar en el colegio, en Buenos Aires, como el resto de los chicos de mi edad. Obviamente era mucho mejor estar girando por el DF., siempre odie el colegio. 

-El mar se está levantando y dentro de poco va a llevarse todo el pueblo- le dije. Me miró, algo intrigada, le intrigaba conocer qué es lo que pasaba en ese lugar que a mi me gustaba tanto. -Tenes que conocer- le dije. Le gustaba la idea. Sus ojos se entrecerraron y no aguanté el impulso, le tomé la mano y le di un beso en el cuello. Tenía una musculosa blanca y su cuello sobresalía largo entre los sostenes. -¿Debe ser lindo, no?- preguntó. -Muy lindo- respondí -algo angustiante por momentos, tanta soledad. Pero muy lindo-. -Vos y la angustia- respondió. Volvió a reírse y sus dientes asomaron entre sus labios.

Hacía sólo unos meses que México había sufrido el peor terremoto de su historia y todavía se podían ver algunos edificios derruidos. Otros, en cambio, habían sido cubiertos con vidrios espejados, no sé si con el fin de alquilarlos a desprevenidos o simplemente mostrar una falsa recuperación. Faltaba poco para se jugara el mundial y, más allá de que uno de los motivos de la elección como sede de emergencia fuera el mismo terremoto, debían demostrar que las cosas estaban listas. -Detrás de esos vidrios está todo roto- me dijo Nicolás. Obviamente, en aquel momento yo no terminaba de comprender la lógica del revestimiento. ¡Por qué alguien cubriría de vidrios un edificio en ruinas!

-Desde chico que me acecha- le respondí -no sé de dónde sale pero se presenta ahí, donde esté, no me deja dormir-. -Yo te podría hacer dormir muy bien- volvió a reírse, una sonrisa algo libidinosa, divertida, asomaba entre sus labios. Sus ojos otra vez negros, su pelo derramándose por sus hombros. Volví a besarla, esta vez en la boca. Nos abrazamos, nos deseamos. El escape de un auto me produjo un deja vu. La imagen se reconstruyó en mi mente por una milésima de segundo y luego me atravesó un pequeño mareo. Ya estuvimos acá, estuve a punto de decirle, pero me aguanté. Aunque fuese cierto, no tenía demasiado sentido. -Contame más sobre tu angustia- me dijo -quiero saber, quiero conocerte-.

Aquella fue la primera vez que se me presentó en forma tan precisa. No es que no la hubiera sentido antes, a esa altura ya había comenzado a psicoanalizarme, posiblemente más por un deseo burgués por parte de mi vieja que porque realmente lo necesitara. Los temores a la muerte se sucedían cada noche y -ahora que lo pienso- no sé si es algo tan común en los chicos de esa edad, sí el miedo a la oscuridad, a los monstruos, etc., como un modo de sublimación, pero no sé si la muerte tan claramente representada; ni siquiera la muerte real, a mi me atravesaba la idea de la muerte y la eternidad, que es en el fondo lo más temible: la eternidad y la angustia.

-Tan chiquito- me dijo. Todo se lo tomaba a broma. La camarera se acercó y nos preguntó si queríamos algo más. -Otro café- dijo ella, -cortado-. La camarera se fue y volvimos a mirarnos. -¿Y entonces?- preguntó.  -¿Entonces qué?-. -Eso que me contabas-. -Nada- experiencias- respondí. No me gusta mucho estar hablando de mi pasado. Las nubes habían comenzado a oscurecer el cielo y un viento hizo que su pelo oscuro se le cruzara delante del rostro, como enmarcándolo. -Es lo único que te falta- le dije, también riéndome. -¿Sabés por qué Ulises se encadenó al mástil de la embarcación?-. -¿Qué cosa?- preguntó. -Tu pelo, lo tenés más largo, ¿puede ser?-. Su pelo también me encantaba. Hizo un gesto afirmativo y volvió a mirarme con sus ojos negros. 

Aquel edificio, sabiéndolo sólo una fachada delante de la destrucción, me produjo una sensación de vacío enorme. Me dejó prácticamente desnudo, desnudo y a la intemperie. Me acurruqué en el asiento trasero, esos vidrios sin fondo guardaban una imagen inefable. Imaginé las ruinas, las piedras amontonadas, los escombros... Fue la primera vez que sentí aquello. Para Nicolás no significaba nada, era mexicano y los mexicanos aprenden desde la cuna que la muerte los cerca a cada instante, que está siempre presente; y como aún se mantienen atados a las concepciones premodernas -en donde el tiempo transcurre de un modo circular y la eternidad es sólo el ir y venir de una historia que se repite-, eso los inmuniza y hace que no los afecte. 

-Pobrecito- dijo y se quedó en silencio. Hasta su silencio me parecía especial. El sonido de un trueno nos puso en alerta. -Para no tentarse y saltar al agua como todos- dijo. -¿Cómo?- pregunté. -Nada, está por llover- dijo mirando hacia arriba -mejor nos vamos-. Llamamos a la camarera y le pagamos. La tomé de la mano y caminamos por el medio de la calle. Era domingo y casi no había autos.

-Nicolás- aun recuerdo que le pregunté, -¿ahí vive alguien?-. Dudó, movió sus bigotes de lado a lado, esos bigotes angostos de pelo castaño. -No sé- me respondió, ¡hasta ese momento ni siquiera se lo había preguntado!