lunes, 18 de junio de 2018

Calidiario


Lunes 21-2
A eso de las ocho me llama Mauricio, que me prepare que a las nueve pasa por mí. La llamo Pao para despedirme. Bajo a buscar algo para desayunar y mirar por última vez Siloé que por alguna razón me produce cierta fascinación. La imagino a Liz ahí perdida, con su cuerpo pequeño pero su frente en alto, sin detenerse jamás a mirar hacia atrás.

Mauricio aparece con el auto de su viejo y en menos de veinte minutos llegamos a la terminal terrestre, nos despedimos fraternalmente y le agradezco por todo. De ahí tomo el bus hacia el aeropuerto. Cuando llego el puesto de Tame aún está cerrado, recién abre las diez y media y mi vuelo recién sale a las dos de la tarde. Gasto mis últimos pesos colombianos en una lasagna de carne y una gaseosa que me cuestan como dieciséis mil pesos. Espero sentado hasta que se abre el sector de vuelos internacionales. La espera se hace interminable. Por uno de los ventanales miro por última vez las sierras caleñas recortadas entre un cielo celeste, apenas atravesado por algunas nubes. Dejar Cali me produce mucha tristeza. Amo Cali.

Una y media embarcamos. Tengo terrible temor a volar y hace un par de años descubrí que sólo puedo hacerlo escuchando Sweet Child o´mine de los Guns ´n Roses. Cuando saco mi mp3 me doy cuenta que al grabar tanta música colombiana tuve que borrar algunas cosas y entre éstas estaba este tema. El avión ya está al borde de la pista de despegue y me atraviesa la desesperación. Pongo lo primero que me viene a mano, un tema de Totó la Momoposina, con ritmo Mapalé, bastante movido pero que no me produce el mismo efecto. El despegue se transforma en algo terrorífico.

El avión es un Embraer ciento setenta y se mece como si estuviese fuese una cuna. Por momentos los motores parecen apagarse y casi puedo sentir que disminuye la velocidad de un modo que me causa terror. Me mantengo atento a cada sonido, volar me produce mucho estrés y me mantengo todo el tiempo alerta con la fantasía de que mi actitud es capaz de modificar algo de lo que sucede en el avión. Bajo nuestro se observa un mar azul inmenso que se pierde en el horizonte de un lado y del otro culmina en una costa verde-amarillenta que nunca se pierde de vista.


Esmeraldas, Ecuador.
El aeropuerto de Esmeraldas casi se encuentra sobre la playa. El calor es intenso y húmedo. Me gusta el calor, más que cuando es un calor cercano al mar. El aeropuerto es pequeño, consta de un solo salón en donde se hacen migraciones y se despachan los equipajes. Nos dejan una hora formados en fila esperando que lleguen los operarios de aduanas. Finalmente hago mi ingreso formal en Ecuador y salgo a una playa de estacionamiento al borde de la ruta que conduce a Esmeraldas. Los taxistas ahí estacionados me quieren cobrar diez dólares hasta la terminal terrestre, me parece una locura. Para peor, me dicen eso y se ríen, comienzo a extrañar el trato de los colombianos, posiblemente el país con la gente más hospitalaria del continente.

Camino hasta la salida del estacionamiento y un taxista me dice que está esperando gente, que si lo espero un poco me cobra cuatro dólares. Al costado hay un micro que va directo a Mompiche. Espera a los turistas que van para el Decameron -un complejo hotelero inmenso en las afueras de Mompiche-. Le pido al chofer que me lleve, que voy para Mompiche, que me ahorraría un gran viaje, pero la encargada del micro, una mujer con pantalón y saco oscuro, los ojos delineados y los labios pintados de un rojo áspero, me dice amablemente que no puede porque se le arma lío con la cooperativa de los taxis que esperan afuera. Le respondo que puedo esperarlos más adelante pero no hay caso. Finalmente engancho a un motociclista que me lleva por tres dólares hasta la terminal de buses. El paseo resulta mucho mas agradable que en taxi, lo único que temo es perder alguna de las mochilas, el tiple o la gorra, por el camino. El motociclista tiene hasta la amabilidad de detenerse sobre al puente que cruza el río Esmeraldas para que pueda observar a algunos chicos que se tiran de clavado al agua. La correntada es intensa y lo que hacen como una gracia podría tornarse fácilmente en una tragedia.

La población de Esmeraldas es mayormente negra, es una región afrodescendiente, al igual que Buenaventura en Colombia, uno de los tantos puertos que servían de entrada a los esclavos a los que llevaban a la zafra, desde donde se distribuyeron los ritmos africanos en seis ocho -el instrumento predominante es la marimba de chonta- y en marzo se hace un festival muy importante.

En la terminal pregunto cómo llegar a Mompiche, me tratan bastante mal. Una mujer me indica que tome un bus que va hasta Muisne, que después tengo que tomar otro, pero no me sabe decir más. En Ecuador por lo general lo que la gente no sabe se lo inventa, por lo que hay que andar con cuidado. Finalmente, me subo a uno de los buses, más por intuición que por conocimiento. En Ecuador las empresas de buses son cooperativas y eso hace que éstos estén bastante personaizados, con adornos, espejitos y luces por todas partes. Ni hablar de la música a todo volumen, generalmente horrorosa. El tipo a mi lado se llama Freddy, me cuenta que vive en Atacames pero que viene de San Lorenzo, de visitar a su familia. A los diez o quince minutos de viaje nos frena un retén militar y puedo ver que Freddy se mete algo en el cierre del pantalón. La piel de su rostro se contrae y su gesto se pone algo serio. Bajamos del bus y los milicos nos palpan a uno por uno, supongo que buscan drogas provenientes de Colombia o algo así. Volvemos a subir al bus y Freddy se saca el paquete del pantalón, es una bolsita negra en forma rectangular. Se lo nota mas relajado. Nos miramos y esboza una sonrisa cómplice, espero que me cuente algo pero no dice nada y prefiero no preguntar. Todavía nos quedamos un rato más en el retén, los milicos se entretienen con el bulto de una mujer envuelto en rollos y rollos de nylon, cuando terminan de desenrrollarlo y no encuentran mas que ropa que la mujer tiene intenciones de vender en los puestos de ropa de Atacames, nos dejan proseguir el viaje.

Freddy se baja y me ofrece quedarme en su casa, pero tengo ganas de algo mas tranquilo. Al salir de Atacames el paisaje urbano se pierde definitivamente y se vuelve completamente frondoso, lleno de verde, por momentos la carretera se transforma en un hilo angosto de asfalto invadido a ambos costados por la selva. Detrás nuestro viene otro bus que se pone a correr carreras con el nuestro como si fueran dos cartings y no dos aparatos de veinte metros de largo, quince toneladas y con treinta o cuarenta personas a bordo. Finalmente algunos de los pasajeros le gritan a chofer que se deje de pendejadas y se tranquiliza. El paisaje se va oscureciendo al mismo tiempo que el sol desaparece en el mar que por momentos queda al descubierto entre la vegetación.

Cada tanto le pregunto en vano al chofer cuánto falta y siempre me responde lo mismo: -ya llegamos-. Un guayaco me escucha y me pregunta si voy para Mompiche. Se llama Luis. -Yo también -me dice -nos bajamos acá- y prácticamente me arrastra consigo (es un paraje al que le llaman Tres vías) y me hace subir a otro bus que va para Muisne (la capital del cantón) que parte enseguida. Viajamos alrededor de una hora mas, la oscuridad es cada vez mayor y desconfío que estemos yendo hacia el lugar correcto.

Ya somos cuatro cuatro los que vamos a Mompiche: Luis, yo, y dos españolas, los únicos que quedamos en el micro. Luis nos hace bajarnos al borde de un camino de tierra en medio de un descampado en donde hay otro grupo de personas esperando. A esa altura ya somos como diez. Está completamente oscuro y se escucha una infinidad de cantos provenientes de toda clase de insectos.

-Mompiche queda a algunos kilómetros para allá-, dice Luis estirando su brazo y su dedo índice.
-¿Y por qué no caminamos?- pregunta una de las españolas.
-Por acá hay serpientes- responde Luis -no es conveniente-.

Nunca supe bien la diferencia entre vívoras, serpientes y culebras. Yo me imagino que a lo sumo en el camino debe haber alguna que otra culebra, sin embargo, serpiente suena más dramático y al tipo se le nota cierto tinte telenovelezco. De todos modos, prefiero no decir nada. Uno del grupo es un canadiense llamado James, no habla una sola palabra en español y me resulta algo cómico verlo en esa situación, a quince mil kilómetros de su ciudad, sin transporte, a oscuras, prácticamente en medio de la selva esmeraldeña y sin saber ni siquiera decir gracias.

-Tenemos que esperar, o rogar, que pase algún carro y tenga ganas de llevarnos- sigue diciendo Luis, con una sonrisa -transporte a esta hora ya no hay-.

Todos lo miramos sin saber si nos está tomando el pelo. Finalmente, pasa una camioneta que nos lleva a todos a cambio cincuenta centavos por persona.

Mompiche es un pueblito pesquero de no más de dos cuadras que entran hacia el mar y otras dos que se extienden para cada lado, muy rústico y muy tranquilo y con muy poca iluminación. Con James ya nos hicimos amigos y caminamos un rato buscando alojamiento. Nos quedamos en el hostal el Erizo por siete dólares cada uno. Me pego una ducha y salimos a cenar. Pido un ceviche (mi comida favorita) que cuesta cuatro dólares. ¡Me lo traen caliente! Nunca había comido un ceviche caliente! Acá al parecer es bastante normal pero se llama encebollado. No entiendo por qué si les pido ceviche me traen un encebollado, de todos modos está riquísimo.

Conocemos a Carlitos, un mompicheño, mulato, muy fibroso, con las orejas tan salidas hacia afuera que parece un duende, nos ofrece marihuana. Carlitos es un personaje de cuento, de una rapidez mental envidiable y con un don tremendo para contar historias. Se ríe todo el tiempo y anda con un celular Blackberry que no funciona para todas partes. Nos cuenta algunas cosas sobre su vida con cierto aire de triunfo, generalmente historias con mujeres europeas con las que tuvo alguna clase de affaire, que llegó a casarse con una suiza con la que se fue a vivir a Europa pero se deprimió y decidió volverse, etc. Uno no puede saber si lo que cuenta es cierto o se lo está inventando (posiblemente sean exageraciones de hechos verídicos) pero la forma en la que pone el cuerpo en sus relatos hace que uno quede atrapado. Como si fuese un trovador medieval, al tiempo que cuenta sus historias, se van reuniendo algunos viajeros en derredor, entre ellos Kairo, otro argentino que vive en las Islas Baleares, con el que más adelante vamos a pasar una parte del viaje juntos.

Aparece Renato, otro mompicheño, también mulato, amigo de carlitos. Sus brazos se mueven para todas partes, frenéticos, se acerca y se aleja varias veces como si no pudiera estarse quieto un segundo. Tiene un tic nervioso que lo hace estirar los labios y contraer los ojos compulsivamente cada quince o veinte segundos. En la mano tiene una lata de cerveza, nos ofrece. Le doy un trago y siento un líquido denso que me quema la garganta. Se ríe desaforado, Renato tiene una risa algo siniestra. No es cerveza. -Sangre de mi tierra- dice, refiriéndose al trago. Es un destilado de caña de lo peor, fuertísimo. Para mostrarnos la concentración de alcohol, Carlitos derrama un poco sobre una roca y le da fuego con un encendedor. Se enciende una llama de color azulado. Renato y Carlitos vuelven a reírse. Más tarde Carlitos me pide que lo acompañe hasta su casa para buscar algo de fumar. Vive en una especie de torre construida con maderas y caña, sobre un local de jugos. Es un cuarto pequeño con una concentración de calor importante. Saca una pipa en la que mete un polvo de un color madera semejante al azúcar. Cuando estoy a punto de pitar me dice que es bazuko, -lo que ustedes llaman paco-. Lo rechazo. Me dan escalofríos. Vuelvo donde están James y Kairo y les cuento. James no entiende nada de lo que digo. Renato le ofrece a James ir a fumar a su casa y le digo que tenga cuidado con lo que fum. Renato se muestra enojado.

Me quedo conversando con Kairo, me cuenta sobre su vida en Formentera, que vende ropa importada de la India en los meses del verano. Damos una vuelta por el pueblo, en la calles ya no queda nadie. Lo único que hay abierto es una panadería, a la entrada del pueblo, nos pedimos un café con un pedazo de torta de banana. Cuando vuelvo al hostal lo encuentro a James en calzoncillos, casi agonizante, tirado en una de las hamacas sobre el balcón que da a la calle.

-Sangre de mi tierra- repite, totalmente borracho.
-¿Fumaste bazuko?- le pregunto.
-No- responde -pero el negro se enojó-.


martes, 12 de junio de 2018

Calidiario


Domingo 20-2
Ultimo día en Cali (ahora sí es definitivo).

Me despierto pasadas las once de la mañana. Reviso los mails. Cuando hablo con Dilia ya es como la una, quedamos en almorzar algo por la Quinta. Caminamos hasta la Sesenta y dos, donde hay un lugar que se comen almuerzos muy ricos a cinco mil. Sancocho de pescado, sobrebarriga (algo así como la carne sudada, o sea carne guisada, muy rica) y aguapanela con limón. Dilia es muy bonita, tiene un físico privilegiado, piernas duras y unos abdominales marcados y una cola de cemento; herencia negra. Sin embargo, me cuesta entenderme, tenemos visiones y gustos sobre la vida completamente diferentes. Ni siquiera creo que ella tenga alguna clase de visión muy definida sobre la vida.

Caminamos hasta la Paso Ancho, comemos un pedazo te torta con helado. En el lugar -una especie de tortería-, se escucha una radio con la peor selección de música del universo. De una marcha espantosa a temas de Axel, combinadas con unas rancheras típicas de las que gustan los Traquetos. Lo peor del caso es que Dilia se pone a cantar el tema de Axel sentidamente, me produce algo de fastidio. Yo sé que puedo ser un poco intolerante pero ya es demasiado. Intento explicarle las causas por las que esa música me parece una porquería y que no debería escucharla, pero no sé realmente cómo hacerlo. A veces creo que existen cosas que o se comprenden instantáneamente o no se llegan a comprender nunca. Llego a la conclusión de que sólo puedo estar con Dilia cuando la puedo mirar de cuerpo entero y parada. Es por eso que prefiero que caminemos. Mientras caminamos la abrazo y me produce una gran erección, sin embargo no puedo imaginarme en la cama con ella.

Empieza a atardecer y el sol se esconde entre los cerros al tiempo que -una de las cosas más puntuales en Cali- sopla la brisa marina proveniente del pacífico. Apenas nos decimos algo, quizá algunos gestos. Me estreso pensando qué le pasa a Dilia por la cabeza. Quizá piense que soy un demente, pero por qué está conmigo si es así. Caminamos en silencio mientras el sol termina de ponerse. En Cali hay mucha vegetación, eso me gusta. Me aburro y lo llamo a Mauricio a ver por dónde anda, un poco para escaparme. Me dice que está con el padre (relativamente cerca) y quedamos en encontrarnos sobre la Quinta, casi en la Cuarenta y seis, donde hay unos barcitos que dan a la calle (como todo en Cali). Dilia afortunadamente parece entender que no tengo ganas de estar con ella en ese momento y me dice que tiene que verse con la tía. Nos separamos con la promesa de que a la noche la llamo para cocinarle algo en la casa.

Luego de estar un rato en el bar, y de esperar que Mauricio se tome por lo menos cinco o seis cervezas, caminamos hasta su casa. Arreglo mi mochila y reviso los mails. Mauricio sale con una amiga, yo me pego un baño y salgo después. No hay mucho movimiento por la calle, en esta parte de la cuidad la gente suele caminar menos que en San Antonio o en Granada. La noche está estrellada, una de las noches más estrelladas desde que llegué. Una vez en la quinta la llamo a Dilia y le digo que no voy a poder pasar por su casa, que se me hizo tarde y que todavía no hice mi mochila (mentira), que si quiere puede pasar por donde estoy cenando, en la Quinta con cuarenta y dos. Caminamos hasta el Cosmocentro que a esa hora está cerrado y nos sentamos sobre unas columnas de cemento a la entrada del MIO. Cada análisis o cosa que digo, ella lo toma como una crítica o una queja, cosa que me fastidia bastante. Siento que su mente funciona en dos dimensiones, quizá en una. Me angustia un poco la situación, estar con Dilia me hace sentir solo, creo que la llamé para no estar solo pero genera el efecto inverso. Me hubiese gustado pasar mi última noche en Cali con Luisa, que es con la única mujer de las que salí en Cali con la cuál me sentí realmente acompañado, y con la que podía “comunicarme”. Además, si bien Cali es una ciudad muy divertida y agradable para algunas cosas, es muy complicada para estar con alguien por la calle una vez que oscurece. No hay forma de relajarse totalmente, uno siempre tiene que estar alerta por si aparece alguien de un costado o de otro con ansias de robarle y todo el tiempo te interrumpe gente que pasa pidiendo limosna.

Dilia tiene una cintura muy estrecha y cómoda, me gusta abrazarla y recorrer su espalda con las manos, pero no me gusta tanto besarla. Primero porque cada vez me gusta menos y segundo porque, en lugar de besar normalmente, tiene la extraña costumbre de utilizar la lengua como un scanner a la búsqueda de caries o deformaciones bucales. Mientras nos apretamos cuerpo con cuerpo saco mi verga y se la pongo en la mano (últimamente estoy llegando a la conclusión de que el exhibicionismo es una de mis pasatiempos favoritos). -Pareces negro-, me dice, riendo, y cuando estamos bastante divertidos, un taxista no tiene mejor ocurrencia que pararse a contar la plata de su recaudación justo delante nuestro. Le hago una señal para que se vaya (cosa medio peligrosa en Cali puesto que uno nunca sabe cuando alguien puede salirle con un revólver) pero que el taxista afortunadamente entiende y se va, aunque un poco tarde, para ese momento ya nos habíamos puesto a caminar hacia otro sitio.

En la puerta del Parque de Hierro -también sobre la Quinta (en Cali casi todo pasa por la quinta)- hay un tumulto de gente. -Seguro se murió alguien- dice Dilia tranquilamente. Comentario que me deja algo perplejo, un poco ante la idea de una persona muerta y otro poco pensando con cuánta facilidad asumen la posibilidad de la muerte los caleños. A los treinta segundos vemos pasar una ambulancia a toda prisa lo que parece reafirmar su tesis. Sin embargo, como ocurre muchas veces con los razonamientos, dos premisas que parecen estar ligadas por una razón causal, no son más que dos hechos contingentes y diferenciados. No había nada parecido a un muerto. El parque recién cerraba y el tumulto de personas -cual estibadores a mediados de siglo -se amontonaban esperando a ser elegidas para trabajar en la limpieza: de contratos, cargas sociales, jubilaciones, derechos laborales, etc., ni hablar, eso en Colombia no existe. Caminamos hasta la Cuarenta y cuatro y subimos hasta la Primera. Como si fuese un destino, otra vez me encuentro al pie de Siloé, que de noche se ve tan tranquilo y pintoresco. Pienso en Lizeth y su destino de cenicienta.

Dilia se toma un taxi y yo me vuelvo al departamento. Maurcio todavía está despierto y conversamos un rato. Cada diez minutos puntuales, se escucha el silbato de un sereno desde la calle. Al rato se escuchan también dos ráfagas de tiros provenientes desde Siloé. -Pelados con ganas de molestar o una guerra entre pandillas- dice Mauricio despreocupado. Así es Cali, caliente hasta cuando hace frío.

sábado, 24 de marzo de 2018

La noche fría,
húmeda, 
el albur. 
Ese fresco, casi matinal
El viento, cambiante, repentino.
El ambiente. Antiguo calor, 
que ya no. El gentío. 
Necesito, 
eso, le dijo, eso...
Las hojas soltándose de los árboles hasta desparramarse en el suelo.
Hacerte mía.
El viento nuevamente. 
Las ráfagas. Anacronismos.
Ya no se usa, le respondió
riendo.
El amor, eso, le repitió. Sus dientes limpios. El fuego. El resto.

viernes, 2 de marzo de 2018

Las putas también se enamoran



Un antro sobre la calle Oro, a la altura con Paraguay. La luz es escasa, apenas unos puntitos psicodélicos que se multiplican como hormigas y trepan por las paredes. De una rocola pegada a la barra suena cumbia a todo volumen, de vez en cuando la interrumpe alguna canción de los Redondos. De alguna manea, la cumbia y los redondos, se retroalimentan. Algunas chicas bailan en medio del salón, una de ellas -con un short de jean recortado y una musculosa color fuxia-, se trepa a una de las mesas cuando alguien pone Gilda en la Rokola. Hay quienes se gastan lo que no tienen en esa máquina con el afán de mostrar al resto sus gustos musicales. ¿Qué clase de ser viene a uno de estos antros a gastarse el sueldo en una rocola? quizá los mismos que se pasan sólos, sentados sentados en una mesa, destapando cerveza tras cerveza, sin otro objeto que hacer pasar el tiempo.

Mis amigos festejan a la que bailan, se ríen a carcajadas. Estábamos en otro bar, por Palermo y terminamos acá por casualidad. Bar Oro, escrito en neón, una puerta pequeña de vidrio oscuro, polarizado, y una baranda. El típico portero, de saco negro, gastado y jean, con unas botas también negras. Amanecía y no queríamos irnos a dormir. ¡Qué tal eso! dijo uno, ni me acuerdo quién, quizá lo de amigos fue mucho decir.

M. va y viene por el bar, tiene el pelo color oscuro, lacio, un corte carré y una especie de magnetismo que me hace no dejar de mirarla desde que la veo. Tiene una frescura poco habitual, se mueve con esa seguridad que, en palabras de Arlt, solo tienen las mujeres de la vida. Es delgada y sus dientes relucen muy blancos a causa de la luz violeta. Quiere juntar plata para poner un local de ropa en Concepción, Paraguay. -Es más barato- me dice unos días más tarde, abriendo sus ojos negros, siempre abre los ojos cuando cuenta algo importante -allá todo es más barato- repite. Es excesivamente simpática y vive todo como un juego. Se acerca a nuestra mesa y se sienta encima mío. Me mira fijamente, clavándome esos ojos oscuros, los mismos que tiene por costumbre abrir hasta dejarlos sumidos entre una esclerótica que se asoma pálida, supongo que también a causa de la luz violeta. -Sos lindo- hace una pausa -¿cómo te llamas?- me pregunta al mismo tiempo que me besa la frente. No espera mi respuesta, se para y, sin volver a mirarme, se va, moviendo sus caderas, pero no como el resto de las chicas de la vida, como la que se pone a bailar encima de la mesa por ejemplo, no, sus caderas son angostas, demasiado quizá para esa clase de movimientos, el suyo es un movimiento menos presumido, incluso algo tosco, pero con mucha gracia que me produce una excitación mayor que la del resto. Se va y me deja con el signo en la frente, así como se marca el ganado. También me deja impregnado un perfume excesivamente dulce y empalagoso pero que a ella le va perfecto. Sigue merodeando por el lugar, yendo y viniendo, como si se tratara del living de su casa. Da pequeños saltos, como si no pudiera caminar en forma normal. No sé cuántos temas más suenan en la rocola, no más sido más de tres o cuatro. Al rato vuelve, me clava nuevamente esos ojos inmensos, me toma la mano y sin mediar mayor diálogo, me dice ¡vamos!

Salimos del bar y entramos al edificio contiguo, a medio construir, justo encima del bar. Paredes sin revoque, un ascensor en el que mejor no subirse y las ventanas de las habitaciones siempre cerradas, de los balcones solo hay la plataforma de concreto sin barandas ni nada. Me detengo sobre una inscripción en una de las paredes, al borde la escalera. Agus y Juan, escritos con marcador rojo, cruzados por una flecha. Me pregunto si será el nombre de alguna de las putas y si el hombre será el de algún cliente. Las putas también se enamoran, pienso y me río. El edificio no esta habilitado y según me enteré más adelante, lo alquila un tal que mantiene el lugar a fuerza de cobrarle el sesenta o el cincuenta por ciento de lo que cobran las chicas. -Aclaro por si acaso, no había trata, sí explotación, como en supermercados, locales de ropa, centros comerciales, restoranes, etc.-. M. se detiene frente a una ventana rectangular, desde la que una mujer le alcanza dos toallas y una llave. -La cinco está libre- le dice la mujer, casi escondida, una especie de voz en off formando parte del engranaje burocrático que mantienen en funcionamiento el sistema. También le da un sobre de papel celofán, transparente. -¿Querés?- me ofrece M. apenas entramos a la habitación...

Aquel es nuestro primer encuentro, siguen otros. Paso por el bar un par de veces más, confieso que el escenario toma un atractivo especial. Las luces trepadoras, la rocola y sus fanáticos durmiendo encima de sus cervezas, el baile, el manifiesto de amor inscripto en la pared frente al que me detengo religiosamente cada una de las veces. Aquel ser kafkiano escondido tras la ventanita rectangular… Luego comenzamos a vernos afuera. Entablamos una especie de amistad. Algunas veces nos metemos en algún telo y otras simplemente conversamos nos tomamos un café o una cerveza en La niña de Oro o algún otro bar sobre Santa Fe. Ahí es que me cuenta sobre el local de ropa y sus deseos de volver a Concepción y algunas cosas más como que tiene un novio -paraguayo también-, con el que vive en una de las habitaciones a medio construir del edificio adonde trabaja. Trato de imaginar cómo vive su novio el trabajo de su mujer pero mi cabeza no se encuentra capacitada para eso. Puede ser el paradigma del amor libre y la lucha contra la posesión de los cuerpos como el ejemplo de lo que produce el sistema capitalista respecto a la mercantilización de las relaciones afectivas. Quisiera saber más, si tomaron la decisión antes de venir para Argentina o si se fue dando, si en concepción alguna vez lo había hecho, si se dio por casualidad, etc., pero me suena a morbo y prefiero callarlo.

-Tengo que contarte algo- me pone unos días más tarde en un mensaje. La llamo y me cuenta que tuvo un accidente con un cliente y que quedó embarazada, se la nota algo desesperada. Llamó a L. una amiga que labura en cuestiones de género y me pasa el teléfono de un médico. Le ofrezco acompañarla pero me dice que prefiere ir con el novio. Los días siguientes me cuesta encontrarla, recién volvemos a hablar dos o tres semanas después. Me llama y me dice que nos juntemos en el Kentucky de Santa Fe y Godoy Cruz. Cuando llego la noto algo pálida -quizá sea el recuerdo restrospectivo que me formo ahora-. A nuestro lado dos mujeres conversan sobre Cancún y hoteles all inclusive, inmediatamente pasa un chico vendiendo estampitas. M. me cuenta sobre el negocio que piensa poner, que ya pudo ahorrar bastante -diecisiete mil pesos-. Cuando lo cuenta abre los ojos y sonríe, se le nota el entusiasmo con la idea del local de ropa. -Mi mamá me está averiguando en Concepción- dice. También me comenta que el novio esta trabajando, aunque no gana mucho, apenas para mantenerse. La noto inquieta, una de sus manos se nueve en sentido circular por encima de la mesa. No quiero resultar invasivo, espero a que se agoten los temas de conversación. Finalmente se hace un vacío en el que ninguno dice más nada, aunque ella sigue moviendo su mano. Sus ojos no tienen el brillo habitual. Las mujeres a nuestro lado siguen hablando de los tragos y las comidas que sirven en el all inclusive.

-¿Qué pasó con embarazo?- le pregunto finalmente.
-Estoy con pérdidas- me responde -hace ya una semana. Me duele un poco la panza- se lleva la mano al vientre.
-¿No fueron al médico?-.
-Fuimos, pero era muy caro-. Baja la mirada.

Se me vienen a la cabeza los diecisiete mil pesos, ¡tiene la plata! También se me presentan en la cabeza toda la serie de clisés que la clase media utiliza para clasificar y estigmatizar a las clases populares cuando pretende diferenciarse de éstas, tienen para comprarse zapatillas y no para pagar por su salud, tienen direct tv… etc. De haberse gastado la plata estaría tirando todo su esfuerzo y por lo que puso su cuerpo durante tanto tiempo. ¿Quién soy yo para evaluar su administración económica, aún más cuando no hay un estado dispuesto a protegerla? No puedo evitar pensar en las acciones y los deseos como el reflejo del lugar que cada uno ocupa en el espacio de clases, la forma en que se fusionan las estructuras sociales y cognitivas. Por rebuscado que suene se me vino todo eso a la mente, junto con una serie de autores como Bourdieu, Foucault, etc. Es mucho más simple el gasto cuando uno tiene en claro que representa una porción mínima de los ahorros y/o se es consciente de que la vida puede darnos una nueva oportunidad. Sin embargo, el futuro como proyección no es más que una utopía burguesa. M. -como gran parte de los sectores populares e inmigrantes- vive al día, las segundas oportunidades sólo forman parte de los sueños que transmite la televisión, no puede darse ese gusto, mucho menos cuando tiene tan claro el propósito de ese dinero.

Sus ojos se desvían por por la ventana, quizá también esté prestando atención a la charla de las mujeres de al lado y su mente proyecte la fantasía del paisaje caribeño, después de todo, de alguna u otra forma, todos conocemos Cancún. Un rayo de sol se posa sobre su nariz. Tiene una nariz pequeña, de líneas rectas, armónica con el resto de su cara. Mientras mi mente divaga ella sigue hablando, lo último que dice es algo respecto de la madre o de una madre.

-Perdón- tengo que disculparme -no escuché lo que dijiste-.
-Que la madre de una de las chicas (también paraguaya) me dijo que me pusiera unas pastillas- agregó luego (supongo que Oxaprost) -junto con unos yuyos. Desde ahí que tengo pérdidas...-. Se muerde el labio inferior y vuelve a bajar la mirada.

Ingenuamente le pregunto si fue al hospital. Es obvio que no fue ni puede ir a ningún hospital.

Pago los cafés y nos vamos directo al Pirovano. La guardia de ginecología se encuentra en el primer piso. La sala de espera es una habitación de tres por dos, con paredes blancas decoradas con folletos instructivos, esta totalmente vacía. En uno de los ángulos hay una puerta pequeña, casi empotrada, semeja más la entrada a un pasadizo secreto o a una cava, que la entrada a un consultorio. En el centro, pegado con cinta adhesiva, un papel de impresora que dice en letras negras:

La guardia de ginecología abre a las 5. P. M.

Recién es la una. -Vamos a tener que esperar- dice M. La seguridad que muestra en el Bar Oro se desvanece por completo y su mirada se vuelve la de una chica de cinco o seis años. Me da la sensación de que su misma estatura es menor.

Además de pequeña, la sala de espera es algo oscura, por una ventana se cuelan unos rayos de sol que apenas la iluminan. Poco a poco se va llenando, a eso de las cuatro rebalsa de gente, mayormente mujeres y chicos. Finalmente, como si alguien pronunciara las palabras mágicas ábrete sésamo, como pudo abrirse la puerta de la cueva de Ali Babá, la pequeña puerta se abre y, cual genio que viene a cumplir los deseos, sale una enfermera encajada en un ambo turquesa.

-¿Quién está primero?- pregunta. Ambos nos paramos.
–Pasa ella- dice, frenándome la entrada a la cueva.

Cuarenta o cincuenta minutos más tarde, la misma enfermera abre la puerta y pregunta por mi. -M. tiene un aborto incompleto- dice -y se tiene que quedar para que le hagan un raspaje-. Sus ojos me apuntan coléricos, casi prendidos fuego, como si regañara a un chico que se mandó una macana, o peor, apuntalándome como a una especie de delincuente. Me hice sentir tan avergonzado que estoy a punto de aclararle que yo no tuve nada que ver (ella da por descontado que el responsable soy yo).

-¿Puedo entrar a verla?-.
-Más tarde, pero tenés que salir y entrar por otro pasillo- responde, imitando un camino en zig zag con su brazo.

Espero un rato sentado junto al resto de las mujeres y chicos. Pienso en el hospital como institución disciplinaria y su destrato hacia quienes infringen las normas regulatorias. También en que M. no puede venir sola sin temor a que la institución la “expulse”. Los dispositivos sociales (los medios de comunicación, la escuela, la familia, etc.) se encargan de regular el modo de pertenencia y apropiación de los espacios sociales. Posiblemente esa sea la razón por la que terminó recurriendo a mi, aunque nunca sea capaz de expresarlo: necesita un representante “legítimo” para poder vencer estas barreras. Frente a la institución hospitalaria, ser inmigrante y pobre, opera como un estigma, aún cuando está sea para pobres, mantiene una lógica paternalista y clasista, cuya función sigue siendo, de alguna manera, aleccionarlos. Ello, sumado a que el aborto sigue siendo punible, tanto legal como moralmente. Los reproches de la enfermera son el signo de ello y, si hasta a mi, que cuento con un “habitus” de clase media y estoy acostumbrado a deconstruir esos prejuicios, me hace sentir incómodo, no es difícil imaginarse la situación de una persona desprotegida ante esta clase de interpelaciones.

Un chiquito que corretea con una pelota de goma de un lado al otro de la sala de espera, se estrella contra una de mis piernas y me saca del letargo. Asumo que ya paso suficiente tiempo y sigo las instrucciones de la enfermera. Atravieso el pasillo, continuo el zig zag tal cual había indicado su brazo y, finalmente, tras pasar una puerta de doble hoja, entro a la sala de cuidados intermedios. Las paredes también estan decoradas con folletos e instructivos. Intento reconocerla entre el mar de camas que se despliegan de dos en dos entre los biombos celestes. Apenas la reconozco acurrucada en una de éstas, cierta pesadumbre invade su rostro, sus ojos apagados y se la nota alejada de su frescura habitual. Se me cruza la imagen de la primera vez que la vi, caminando a los saltos, recorriendo aquel bar, jugando con el sonido de la rocola. Sólo pasaron algunos meses desde que la conocí, sin embargo, se me hiace la idea de que fueron varios años.


jueves, 15 de febrero de 2018

LLegados a este punto me pregunto lo esencial: ¿Existe una filosofía de la obscenidad? ¿Tenemos necesidad de lo obsceno? ¿Nos aporta algo? Mucho se ha escrito sobre el tema, ya sabemos. Y nuestra mente enseguida recala en el Marqués de Sade, en Celine, Bukowski, Henry Miller. En idioma español no hay grandes obscenos. Somos más bien pocos porque la Iglesia se ha ocupado durante dos mil años de inyectarnos suficiente culpabilidad. Estamos sobresaturados de culpabilidad. Ahora  respondo mis preguntas: Sí, la obscenidad es necesaria, tan necesaria como el amor, la muerte, el ansia de poder y cualquiera de los grandes temas de la literatura y el arte. La literatura es un instrumento de exploración del ser humano. Un escritor consecuente con su oficio no debe detenerse ante la oscuridad. Luces y sombras. Día y noche. Ying y Yang. Todo hay que conocerlo. Todo hay que decirlo. Oscuridades y tinieblas. Somos un maravillloso amasijo de luces y sombras y toca al escritor experimentar, indagar, exponer...y después asumir las consecuencias por ser provocativo y molesto.

Jose Pedró Gutirérrez.

sábado, 27 de enero de 2018

Signos

Siempre tuve un espíritu romántico y algo melancólico. Ya de chico cuando todos se iban a jugar al fútbol yo prefería perderme por ahí, en el campo, al borde de un arroyo, en una choza que habíamos construido y quedarme al sol, mirando correr el agua e imaginando toda clase de cosas. Teníamos una casa en un Country Club cerca de Pilar, estaba en medio del campo, muy distinto a lo que es hoy que se pusieron de moda y linda con otros Countries o barrios privados y nunca deja de haber casas, autos y motos circulando por todas partes. Antes no, uno cruzaba los alambrados y se encontraba en medio del monte, entre vacas y arbustos añejos desde donde podía verse un horizonte de pastizales. En el fondo del Country había un portón de rejas por el que uno podía fugarse fácilmente, la seguridad no era un tema apremiante y nadie estaba pendiente de quién podía entrar a robarle. Es por eso que aquel portón muchas veces quedaba abierto y a mi me significaba ahorrarme tener que estar saltando alambrados.

Siempre busqué los límites, ya sean territoriales como en ese momento, luego simbólicos si se quiere, a través de los viajes, la literatura o el pensamiento político. Mi viejo intentaba hacerme sentir culpable, era bastante rústico y sus reproches estaban orientados hacia allí, podía notárselo en su rostro, qué pasa con mi hijo que no cumple el rol de varoncito yéndose a jugar al fútbol como todo el mundoEl aventurarse en terrenos imaginarios, literarios, etc., era visto -y aun lo sigue siendo- como una actitud algo femenina o no del todo masculina. Nunca fui amanerado, ni tenía rasgo alguno que pudiera hacerlo desconfiar, pero supongo que aquello de alguna manera lo asustaba -de todos modos nunca hubiera estado conforme, él nunca estaba conforme con nada que yo hiciera-. 

Algo en la soledad siempre me gustó y me hizo sentir cómodo, a pesar de mis constantes esfuerzos por encajar en un paradigma distinto que impone el rebaño como lógica, yendo a jugar al fútbol o a cuánto deporte existiera (esto te va a servir para relacionarte con gente cuando seas grande, me decía mi viejo, siempre pensando en los negocios, claro. De todos modos le agradezco, tengo un físico completamente moldeable para los deportes y no tardo más que algunos minutos en adaptarme hasta el más extraño y realizarlo en forma más que decente), y más adelante en salidas a boliches o bares con amigos en los que nunca terminaba de sentirme cómodo, nunca logré vencer ciertas resistencias. No es que no soporte los grupos, soy una persona bastante sociable, pero por un rato, luego me canso y necesito estar solo. 

La cuestión es que me adentraba por esos territorios casi vírgenes y ahí me quedaba. Al borde del Country corría un riacho frente al que me sentaba y podía estarme horas mirando correr el agua. El sólo hecho de sentir el sol de invierno posarse sobre mi piel era suficiente para estarme ahí durante mucho tiempo. A diferencia de la mayoría de las personas, lo más importante en mi vida siempre sucedió de mi cabeza para adentro. Soy un viajero nato y, más allá de que mi cuerpo se viera quieto o estático, mi mente se desplazaba de un lugar a otro a la velocidad luz y sin pausa. 

Lo único que me llamaba la atención era que no me gustara la pesca, cualquiera diría que ese es el deporte de los pensadores y los solitarios, un desafío al tiempo prácticamente. El pescador y su soledad, esperando que ocurra ese quiebre cuando la boya se hunde entre las aguas -abriendo esas hondas marinas para todas partes- y es menester calcular cuando dar el tirón. Sin embargo, nunca soporté la pesca, para eso se requiere de paciencia y eso es algo de lo que carezco absolutamente. Que pudiera quedarme sentado durante horas no estaba en lo más mínimo relacionado a la paciencia, como intentaba explicar, mi mente siempre fue un torbellino en el que ocurren infinidad de cosas por segundo. La pesca es otra cosa, un uso del tiempo distinto, una relación de par con unos peces que están ahí para medir la paciencia del pescador: por alguna razón siempre saben quién es dueño de ésta y quién no. Las veces que lo intenté nunca pude sacar nada más que el anzuelo vacío, ese cuerpo de metal reluciente al rayo del sol, como si esos pececitos se burlaran de mí debajo del agua mientras jugaban a robarme la carnada. Sumado a eso tengo un espíritu demasiado sensible y hasta los peces me dan pena cuando los sacan con el anzuelo entre los labios, ni hablar cuando se les incrusta hasta la garganta y hay que torcerles el pequeño pescuezo para quitárselo y volverlos a tirar al arroyo. La pesca siempre me pareció algo cruel. 

Quizá mi viejo tuviera razón y hubiera algo femenino adentro mío que él trataba de evitar que se desarrollara, no lo sé. Si sé que cuando era más joven tenía enorme terror a ser homosexual, tanto que me horrorizaba no tener una erección al estar con una mujer, no poder "cumplir", etc. Lo cierto también es que las mujeres siempre me volvieron loco, en todo sentido. Mi viejo trabajaba con mujeres del espectáculo a las que me era completamente normal ver semidesnudas por todas partes, a lo que mi vieja me llenaba la cabeza con que eran todas putas y lo único que querían era la plata de mi viejo. Aquello me generó un desorden mental enorme que ameritó bastante tiempo de psicoanálisis. 

Por esas curiosidades que tiene la mente humana, cuando no puede procesar algo correctamente lo disocia -principio básico del psicoanálisis-, entonces estaban las "mujeres" por un lado y las "prostitutas" -que me encantaban- por otro. Si una mujer va a estar por dinero con un hombre, mejor aclararlo de antemano para que no queden dudas ni haya malos entendidos. Eso me aliviaba bastante la cosa. El resto quizá eran mujeres desexualizadas que terminaban por aburrirme pronto. Cuando intentaba unificar los polos me traía bastantes problemas, por eso siempre me costó ponerme de novio. En algún momento de la relación fantaseaba con que ésta era una prostituta, y cuando digo fantaseaba no me refiero al concepto vulgar de fantasía que se utiliza comúnmente, sino al uso psicoanalítico que toma fantasía por realidad: por momentos estaba totalmente convencido de ello y hasta me tomaba el trabajo de averiguar cómo es que trabajaba. Cualquiera podría pensar en aquello como un paso necesario para la libidinización, sin embargo a veces causaba el efecto opuesto, aquello significaba un amor interesado -algo ridículo si uno pensaba en mi patrimonio del que prácticamente me había ido despojando, supongo que por esta misma razón: la búsqueda de un supuesto amor puro-; no era a mi lo que querían, sino algo que yo tenía y no era mío, y por momentos me quitaba totalmente el deseo. 


El despojo sea quizá uno de los nudos principales en mi vida, siempre bromeo con que, como algunas monjas o curas, en algún momento de ésta hice votos de pobreza. Solamente que no puedo ubicar el momento exacto en que sucedió. Además de todo eso soy impulsivo y extremista en mis decisiones, y heredé el autoritarismo y ciertos rasgos violentos de mi viejo que anularlos me causa problemas por otros flancos, como si uno no pudiera elegir con qué parte del combo quedarse o existiera un equilibrio que no se puede romper solamente quitando de un lado. Sé perfectamente que la eliminación -o el intento de eliminación- de la violencia de mi persona me causó muchos desbalanceos emocionales que todavía estoy tratando de regular. Como decía, no se puede simplemente quitar de un lado sin poner en otro para restablecer cierto equilibro, es antinatural. El problema es que no tengo del todo claro qué es lo que debería poner "del otro" y eso por momentos me vuelve algo inseguro e inestable. 

Volviendo a la cuestión sexual soy completamente irregular, como en el resto de mi vida. Se supone que estoy bajo la égida de Escorpio, un signo sexual por excelencia. Sin embargo, depende mucho de mi interés y de otras cuestiones ligadas al deseo. Me encanta el sexo, me encanta lo que hay detrás o debajo de éste, y siempre voy por más, -ya dije que busco naturalmente los límites-. Sin embargo, en este campo también soy extremista, puedo garantizar la mejor experiencia sexual como la peor. No me esfuerzo en absoluto, me sale naturalmente o no pasa nada, y tampoco necesito hacerlo porque sí; puedo estar meses sin estar con nadie si no encuentro alguien que realmente me cautive. 

La soledad es otra cuestión ambigua o paradójica. Me encanta y a la vez no la soporto, tiendo naturalmente a ella -la mayoría de mis viajes los hago solo, hasta los imaginarios- pero en mi cabeza se mezclan toda esta serie de mandatos ya mencionados en relación a lo grupal, a la pareja, etc. -incluso termino exigiéndole al otro cosas en las que ni siquiera creo o siento-. Quizá ahí radique el hecho de que no me guste la pesca, para ser un buen pescador hay que aprender a manejar la soledad. 

A veces tengo la idea de que toda mi vida se organizó en esas idas "al campo" detrás del Country, que todo mi futuro estaba contenido en esas aguas sucias que corrían por el arroyo que me sentaba a contemplar al rayo del sol. Quizá había algo que no comprendí, un código que serpenteaba entre las piedras o en el verdín que se aferraba a éstas, como una especie de cifrado. Un giro a la izquierda, una rama cortando el paso,el salto de una roca o el simple sonido de las aguas. Un destino inmanente ahí condensado que se iría desplegando con los años. No tengo dudas de que existe un destino regido por una serie de códigos ocultos que cada tanto se manifiestan en una serie de sincronicidades o hechos que aparentan ser casuales pero que de casuales no tienen nada. El problema es saber leer esos signos, poder articularlos y darles un sentido. Eso es lo más complejo, porque incluso leerlos de manera errónea puede llevar a los lugares equivocados, a callejones sin salida o a destinos trágicos. 

Como siempre digo, el problema respecto al destino no tiene tanto que ver con no saber lo que va a ocurrir como con no poder reconocer a los personajes en esa trama, esa fue la tragedia de Edipo y ese el problema de las tragedias en general. Edipo sabía perfectamente desde el comienzo lo que iba a sucederle, ya se lo había anticipado el oráculo y es por eso que deja "su" tierra, a su supuesta madre y a su padre, etc. Sin embargo, confunde a los personajes y eso provoca su caída. Lo mismo le ocurrió al Imperio Azteca, sabían que un dios estaba a punto de presentarse por el mar desde occidente pero confundieron a los dioses con los españoles, y cuando pudieron distinguirlos ya era demasiado tarde. 

Ese es el problema de los "signos" en general, cada tanto aparecen marcas que los ponen en evidencia -puedo recordar decenas de ellos en mi vida-, que manifiestan claramente que existe un hilo rector que los organiza, pero por ahora siento que estoy muy lejos de poder darles el sentido correcto, aunque por momentos me acerque y reconozca fragmentos que pueden ligar uno con otro. En definitiva, de eso se trata, de poder ligar los significados. 

Todos mis amores fueron anticipados por algún relato que había escrito previamente. En algunos casos, los nombres eran exactos a las protagonistas de mis cuentos o novelas, en otros se trataba de nombres velados pero que escondían una descripción precisa respecto de su personalidad. Me encontré con Sonia por ejemplo cinco años después de haberla nombrado protagonista de mi primera novela, mucho tiempo después a Mariana, aunque no se llamara así, cualquiera que lea el cuento que la tiene como protagonista no podrá dudar un segundo que se trataba de ella. 

Luego hay conexiones que tienen más que que ver con desplazamientos metonímicos, tal como los aplicaban los surrealistas y como los retoma Lacan cuando vuelve el psicoanálisis sobre el significante. Por ejemplo Andrea, mi novia de México, su apellido era García, y tenía un gato que se llamaba Teodoro. Sonia, mi novia posterior vivía en la calle Teodoro García, resulta más que evidente que entre aquellos significantes se esconde un juego de significados encriptado que atraviesa mi vida y que permite leer uno a partir del otro, lo difícil es poder descifrar el sentido final que esconde aquello que no es más que un acertijo. A principios de los noventa mi viejo trajo al Cabaret Tropicana de Cuba con el que fuimos a hacer un show a Rosario. Sus integrantes insistieron con que querían conocer el edificio en donde nació el Che. Entramos al edificio, al palier, no al departamento porque no se sabe en cuál nació, además es un edificio de gente conservadora a la que no le gusta que anden pululando extraños por ahí, mucho menos recordando al Che. Un año después, en un pueblito de veraneo del sur de Brasil llamado Capao da Canoa, conocí a Clara, mi primera novia, y no solo resultó ser rosarina, sino que vivía en ese mismo edificio de la calle Entre Ríos 480, frente a un café que se llamaba La Máquina. 

Otro caso interesante fue a los veintitrés o veinticuatro años, no recuerdo bien. Yo venía sufriendo unos ataques intensos de angustia y decidí a ir a ver a un siquiatra por mi obra social. Daniel Irese se llamaba, un tipo bastante mediocre -como la mayoría de los siquiatras imagino-, con el que asistí unas cuantas sesiones hasta que se le ocurrió darme su versión sobre el Proceso y no volví a verlo. Justo al mismo tiempo estaba cursando uno de los talleres obligatorios de la carrera de Comunicación, con un profesor bastante mediocre también que se llamaba Ariel Direse. De no ser por la primera R de Ariel y Daniel, el intercambio perfecto, uno agregaba la D en el nombre que le faltaba al otro en el apellido. Unos meses más tarde deje de asistir también. Es fácil suponer que detrás de esa ecuación habría algo más que dos mediocres y dos abandonos. 

Una mañana antes de tomar finales en una Universidad de Palermo, una alumna me entregó un ensayo respecto de los imaginarios de los colombianos que vivían en Estados Unidos. Apenas me senté en la mesa de final me puse a ojear su trabajo y no pasaron ni dos minutos que al docente junto al que estaba sentado le sonó el celular. Atendió y mantuvo una pequeña conversación en la que dijo textual: -está bien, nos encontramos frente a la embajada de Estados Unidos, sí, en la calle Colombia-. Fue tal mi asombro que le mostré el ensayo en el que ya en título se leían las palabras Estados Unidos y Colombia (o colombianos, que era prácticamente lo mismo). Este se rió y lo tomó como una curiosidad, creo que sin terminar de comprender el cifrado que mantenía semejante secuencia. 

Otros son los casos de nombres propios de lugares que ya he descripto minuciosamente en alguna otra novela, que aluden a la inmanencia de la historia que aquello desencadena, incluso nombres o cosas con las que uno sueña y que más tarde se encuentra. Curiosamente Soledad -un significante que se viene desplazando a través de los años- se llamaba mi primera noviecita del jardín, cuando apenas tenía cuatro o cinco años (aunque ya tuviera desarrollado de sobra este espíritu romántico). Mi psicóloga, en Boedo, a sólo una cuadra... De todos modos el problema radica en la anticipación o en poder desentrañar aquello para poder transformarlo en otra cosa, en encontrar quizá la piedra Rosetta que abra a la lectura de los jeroglíficos. 

martes, 23 de enero de 2018

Algún día nos vamos a encontrar, nos abrazaremos y sabremos que nada ha pasado. Ni siquiera vamos a necesitar palabras, solo el roce de ambos cuerpos y la certeza de este amor infinito. 

sábado, 6 de enero de 2018

Las vides

Ahí estás, entre el velo de la noche, perdido, moviendo engranajes oxidados, devanándote los sesos, debatiéndote entre hacer o no. El viento sopla frío una vez más, tan raro te decís, para esta época. Un Enero de hace quince años, oscuro como pocos. Ahí estás, mascullado tus acciones, entre dar rienda a la vendimia o dejar tu ser aprisionado y aplacado para que de una vez por todas los recuerdos se pudran. Las uvas, te llaman la atención las uvas que se desprenden de esos arbolitos centenarios que clavan sus raíces en la piedra.
Pero a la vez sabés que por más que los dejes, la putrefacción envenena y no hay recipiente que pueda contener aquello que crece como una peste que tarde o temprano se expande fagocitándolo todo. Las raíces de una enredadera que lo toma todo, que te abraza sin que puedas evitarlo. Las vides. 
Ahí estás entre la noche, junto al viento silente que sopla frío, pensando y repensando, qué será, que sería si...
Las vides nuevamente. Un Enero extrañamente frío.
Un roedor que se arrastra. Escuchas el graznido de sus pasos que se mueven de a cientos, sus patitas marchando, chocando contra el piso de baldosas, marcando el tiempo de la noche. Un reloj que te alarma con su aguja, una flecha que se te clava en la consciencia y no te deja ir. Siempre, siempre ahí. Clavado, pensás, y te reís. Y sí, y sí, y sí...? Querés detenerlo pero nunca lo hace, querés acelerarlo diez, quince mil años pero de nada sirve. Ahí estás, siempre rumiante preguntándote que sería si... 
No cambia, nada cambia, nada... solo las vides que crecen cada vez más fuertes y robustas clavando sus raíces entre las piedras. No hay caso, te decís. Es imposible.
Si las calles no tuvieran esa capa de alquitrán, si los cielos, si la tierra, si la historia, si las nubes fueran verdaderos recipientes de agua contenida, gatos dubitantes que circulan silenciosos, si... 
Si todo siempre quedara en el mismo sitio, si el tiempo fuera sólo un invento de la humanidad para mentirnos y hacernos creer que avanzamos hacia ningún lado. 
Las cosas siempre quedan en el mismo sitio, lo sabés, veinte, treinta años. Quizá más. Las vides, un Enero frío, quince años atrás como si todo estuviera destinado a repetirse.
Ahí estás con tus dedos rozando la pantalla, en el teclado, rumiante, dudando una vez más...