Lunes 21-2
A eso de las ocho me llama Mauricio, que me prepare que a las nueve
pasa por mí. La llamo Pao para despedirme. Bajo a buscar algo para
desayunar y mirar por última vez Siloé que por alguna razón me
produce cierta fascinación. La imagino a Liz ahí perdida, con su
cuerpo pequeño pero su frente en alto, sin detenerse jamás a mirar
hacia atrás.
Mauricio aparece con el auto de su viejo y en menos de veinte minutos
llegamos a la terminal terrestre, nos despedimos fraternalmente y le
agradezco por todo. De ahí tomo el bus hacia el aeropuerto. Cuando
llego el puesto de Tame aún está cerrado, recién abre las diez y
media y mi vuelo recién sale a las dos de la tarde. Gasto mis
últimos pesos colombianos en una lasagna de carne y una gaseosa que
me cuestan como dieciséis mil pesos. Espero sentado hasta que se
abre el sector de vuelos internacionales. La espera se hace
interminable. Por uno de los ventanales miro por última vez las
sierras caleñas recortadas entre un cielo celeste, apenas atravesado
por algunas nubes. Dejar Cali me produce mucha tristeza. Amo Cali.
Una y media embarcamos. Tengo terrible temor a volar y hace un par de
años descubrí que sólo puedo hacerlo escuchando Sweet Child o´mine
de los Guns ´n Roses. Cuando saco mi mp3 me doy cuenta que al grabar
tanta música colombiana tuve que borrar algunas cosas y entre éstas
estaba este tema. El avión ya está al borde de la pista de despegue
y me atraviesa la desesperación. Pongo lo primero que me viene a
mano, un tema de Totó la Momoposina, con ritmo Mapalé, bastante
movido pero que no me produce el mismo efecto. El despegue se
transforma en algo terrorífico.
El avión es un Embraer ciento setenta y se mece como si estuviese
fuese una cuna. Por momentos los motores parecen apagarse y casi
puedo sentir que disminuye la velocidad de un modo que me causa
terror. Me mantengo atento a cada sonido, volar me produce mucho
estrés y me mantengo todo el tiempo alerta con la fantasía de que
mi actitud es capaz de modificar algo de lo que sucede en el avión.
Bajo nuestro se observa un mar azul inmenso que se pierde en el
horizonte de un lado y del otro culmina en una costa
verde-amarillenta que nunca se pierde de vista.
Esmeraldas, Ecuador.
El aeropuerto de Esmeraldas casi se encuentra sobre la playa. El
calor es intenso y húmedo. Me gusta el calor, más que cuando es un
calor cercano al mar. El aeropuerto es pequeño, consta de un solo
salón en donde se hacen migraciones y se despachan los equipajes.
Nos dejan una hora formados en fila esperando que lleguen los
operarios de aduanas. Finalmente hago mi ingreso formal en Ecuador y
salgo a una playa de estacionamiento al borde de la ruta que conduce
a Esmeraldas. Los taxistas ahí estacionados me quieren cobrar diez
dólares hasta la terminal terrestre, me parece una locura. Para
peor, me dicen eso y se ríen, comienzo a extrañar el trato de los
colombianos, posiblemente el país con la gente más hospitalaria del
continente.
Camino hasta la salida del estacionamiento y un taxista me dice que
está esperando gente, que si lo espero un poco me cobra cuatro
dólares. Al costado hay un micro que va directo a Mompiche. Espera a
los turistas que van para el Decameron -un complejo hotelero inmenso
en las afueras de Mompiche-. Le pido al chofer que me lleve, que voy
para Mompiche, que me ahorraría un gran viaje, pero la encargada del
micro, una mujer con pantalón y saco oscuro, los ojos delineados y
los labios pintados de un rojo áspero, me dice amablemente que no
puede porque se le arma lío con la cooperativa de los taxis que
esperan afuera. Le respondo que puedo esperarlos más adelante pero
no hay caso. Finalmente engancho a un motociclista que me lleva por
tres dólares hasta la terminal de buses. El paseo resulta mucho mas
agradable que en taxi, lo único que temo es perder alguna de las
mochilas, el tiple o la gorra, por el camino. El motociclista tiene
hasta la amabilidad de detenerse sobre al puente que cruza el río
Esmeraldas para que pueda observar a algunos chicos que se tiran de
clavado al agua. La correntada es intensa y lo que hacen como una
gracia podría tornarse fácilmente en una tragedia.
La población de Esmeraldas es mayormente negra, es una región
afrodescendiente, al igual que Buenaventura en Colombia, uno de los
tantos puertos que servían de entrada a los esclavos a los que
llevaban a la zafra, desde donde se distribuyeron los ritmos
africanos en seis ocho -el instrumento predominante es la marimba de
chonta- y en marzo se hace un festival muy importante.
En la terminal pregunto cómo llegar a Mompiche, me tratan bastante
mal. Una mujer me indica que tome un bus que va hasta Muisne, que
después tengo que tomar otro, pero no me sabe decir más. En Ecuador
por lo general lo que la gente no sabe se lo inventa, por lo que hay
que andar con cuidado. Finalmente, me subo a uno de los buses, más
por intuición que por conocimiento. En Ecuador las empresas de buses
son cooperativas y eso hace que éstos estén bastante personaizados,
con adornos, espejitos y luces por todas partes. Ni hablar de la
música a todo volumen, generalmente horrorosa. El tipo a mi lado se
llama Freddy, me cuenta que vive en Atacames pero que viene de San
Lorenzo, de visitar a su familia. A los diez o quince minutos de
viaje nos frena un retén militar y puedo ver que Freddy se mete algo
en el cierre del pantalón. La piel de su rostro se contrae y su
gesto se pone algo serio. Bajamos del bus y los milicos nos palpan a
uno por uno, supongo que buscan drogas provenientes de Colombia o
algo así. Volvemos a subir al bus y Freddy se saca el paquete del
pantalón, es una bolsita negra en forma rectangular. Se lo nota mas
relajado. Nos miramos y esboza una sonrisa cómplice, espero que me
cuente algo pero no dice nada y prefiero no preguntar. Todavía nos
quedamos un rato más en el retén, los milicos se entretienen con el
bulto de una mujer envuelto en rollos y rollos de nylon, cuando
terminan de desenrrollarlo y no encuentran mas que ropa que la mujer
tiene intenciones de vender en los puestos de ropa de Atacames, nos
dejan proseguir el viaje.
Freddy se baja y me ofrece quedarme en su casa, pero tengo ganas de
algo mas tranquilo. Al salir de Atacames el paisaje urbano se pierde
definitivamente y se vuelve completamente frondoso, lleno de verde,
por momentos la carretera se transforma en un hilo angosto de asfalto
invadido a ambos costados por la selva. Detrás nuestro viene otro
bus que se pone a correr carreras con el nuestro como si fueran dos
cartings y no dos aparatos de veinte metros de largo, quince
toneladas y con treinta o cuarenta personas a bordo. Finalmente
algunos de los pasajeros le gritan a chofer que se deje de pendejadas
y se tranquiliza. El paisaje se va oscureciendo al mismo tiempo que
el sol desaparece en el mar que por momentos queda al descubierto
entre la vegetación.
Cada tanto le pregunto en vano al chofer cuánto falta y siempre me
responde lo mismo: -ya llegamos-. Un guayaco me escucha y me pregunta
si voy para Mompiche. Se llama Luis. -Yo también -me dice -nos
bajamos acá- y prácticamente me arrastra consigo (es un paraje al
que le llaman Tres vías) y me hace subir a otro bus que va para
Muisne (la capital del cantón) que parte enseguida. Viajamos
alrededor de una hora mas, la oscuridad es cada vez mayor y desconfío
que estemos yendo hacia el lugar correcto.
Ya somos cuatro cuatro los que vamos a Mompiche: Luis, yo, y dos
españolas, los únicos que quedamos en el micro. Luis nos hace
bajarnos al borde de un camino de tierra en medio de un descampado en
donde hay otro grupo de personas esperando. A esa altura ya somos
como diez. Está completamente oscuro y se escucha una infinidad de
cantos provenientes de toda clase de insectos.
-Mompiche queda a algunos kilómetros para allá-, dice Luis
estirando su brazo y su dedo índice.
-¿Y por qué no caminamos?- pregunta una de las españolas.
-Por acá hay serpientes- responde Luis -no es conveniente-.
Nunca supe bien la diferencia entre vívoras, serpientes y culebras.
Yo me imagino que a lo sumo en el camino debe haber alguna que otra
culebra, sin embargo, serpiente suena más dramático y al tipo se le
nota cierto tinte telenovelezco. De todos modos, prefiero no decir
nada. Uno del grupo es un canadiense llamado James, no habla una sola
palabra en español y me resulta algo cómico verlo en esa situación,
a quince mil kilómetros de su ciudad, sin transporte, a oscuras,
prácticamente en medio de la selva esmeraldeña y sin saber ni
siquiera decir gracias.
-Tenemos que esperar, o rogar, que pase algún carro y tenga ganas de
llevarnos- sigue diciendo Luis, con una sonrisa -transporte a esta
hora ya no hay-.
Todos lo miramos sin saber si nos está tomando el pelo. Finalmente,
pasa una camioneta que nos lleva a todos a cambio cincuenta centavos
por persona.
Mompiche es un pueblito pesquero de no más de dos cuadras que entran
hacia el mar y otras dos que se extienden para cada lado, muy rústico
y muy tranquilo y con muy poca iluminación. Con James ya nos hicimos
amigos y caminamos un rato buscando alojamiento. Nos quedamos en el
hostal el Erizo por siete dólares cada uno. Me pego una ducha y
salimos a cenar. Pido un ceviche (mi comida favorita) que cuesta
cuatro dólares. ¡Me lo traen caliente! Nunca había comido un
ceviche caliente! Acá al parecer es bastante normal pero se llama
encebollado. No entiendo por qué si les pido ceviche me traen un
encebollado, de todos modos está riquísimo.
Conocemos a Carlitos, un mompicheño, mulato, muy fibroso, con las
orejas tan salidas hacia afuera que parece un duende, nos ofrece
marihuana. Carlitos es un personaje de cuento, de una rapidez mental
envidiable y con un don tremendo para contar historias. Se ríe todo
el tiempo y anda con un celular Blackberry que no funciona para todas
partes. Nos cuenta algunas cosas sobre su vida con cierto aire de
triunfo, generalmente historias con mujeres europeas con las que tuvo
alguna clase de affaire, que llegó a casarse con una suiza con la
que se fue a vivir a Europa pero se deprimió y decidió volverse,
etc. Uno no puede saber si lo que cuenta es cierto o se lo está
inventando (posiblemente sean exageraciones de hechos verídicos)
pero la forma en la que pone el cuerpo en sus relatos hace que uno
quede atrapado. Como si fuese un trovador medieval, al tiempo que
cuenta sus historias, se van reuniendo algunos viajeros en derredor,
entre ellos Kairo, otro argentino que vive en las Islas Baleares, con
el que más adelante vamos a pasar una parte del viaje juntos.
Aparece Renato, otro mompicheño, también mulato, amigo de carlitos.
Sus brazos se mueven para todas partes, frenéticos, se acerca y se
aleja varias veces como si no pudiera estarse quieto un segundo.
Tiene un tic nervioso que lo hace estirar los labios y contraer los
ojos compulsivamente cada quince o veinte segundos. En la mano tiene
una lata de cerveza, nos ofrece. Le doy un trago y siento un líquido
denso que me quema la garganta. Se ríe desaforado, Renato tiene una
risa algo siniestra. No es cerveza. -Sangre de mi tierra- dice,
refiriéndose al trago. Es un destilado de caña de lo peor,
fuertísimo. Para mostrarnos la concentración de alcohol, Carlitos
derrama un poco sobre una roca y le da fuego con un encendedor. Se
enciende una llama de color azulado. Renato y Carlitos vuelven a
reírse. Más tarde Carlitos me pide que lo acompañe hasta su casa
para buscar algo de fumar. Vive en una especie de torre construida
con maderas y caña, sobre un local de jugos. Es un cuarto pequeño
con una concentración de calor importante. Saca una pipa en la que
mete un polvo de un color madera semejante al azúcar. Cuando estoy a
punto de pitar me dice que es bazuko, -lo que ustedes llaman paco-.
Lo rechazo. Me dan escalofríos. Vuelvo donde están James y Kairo y
les cuento. James no entiende nada de lo que digo. Renato le ofrece a
James ir a fumar a su casa y le digo que tenga cuidado con lo que
fum. Renato se muestra enojado.
Me quedo conversando con Kairo, me cuenta sobre su vida en
Formentera, que vende ropa importada de la India en los meses del
verano. Damos una vuelta por el pueblo, en la calles ya no queda
nadie. Lo único que hay abierto es una panadería, a la entrada del
pueblo, nos pedimos un café con un pedazo de torta de banana. Cuando
vuelvo al hostal lo encuentro a James en calzoncillos, casi
agonizante, tirado en una de las hamacas sobre el balcón que da a la
calle.
-Sangre de mi tierra- repite, totalmente borracho.
-¿Fumaste bazuko?- le pregunto.
-No- responde -pero el negro se enojó-.