lunes, 18 de junio de 2018

Calidiario


Lunes 21-2
A eso de las ocho me llama Mauricio, que me prepare que a las nueve pasa por mí. La llamo Pao para despedirme. Bajo a buscar algo para desayunar y mirar por última vez Siloé que por alguna razón me produce cierta fascinación. La imagino a Liz ahí perdida, con su cuerpo pequeño pero su frente en alto, sin detenerse jamás a mirar hacia atrás.

Mauricio aparece con el auto de su viejo y en menos de veinte minutos llegamos a la terminal terrestre, nos despedimos fraternalmente y le agradezco por todo. De ahí tomo el bus hacia el aeropuerto. Cuando llego el puesto de Tame aún está cerrado, recién abre las diez y media y mi vuelo recién sale a las dos de la tarde. Gasto mis últimos pesos colombianos en una lasagna de carne y una gaseosa que me cuestan como dieciséis mil pesos. Espero sentado hasta que se abre el sector de vuelos internacionales. La espera se hace interminable. Por uno de los ventanales miro por última vez las sierras caleñas recortadas entre un cielo celeste, apenas atravesado por algunas nubes. Dejar Cali me produce mucha tristeza. Amo Cali.

Una y media embarcamos. Tengo terrible temor a volar y hace un par de años descubrí que sólo puedo hacerlo escuchando Sweet Child o´mine de los Guns ´n Roses. Cuando saco mi mp3 me doy cuenta que al grabar tanta música colombiana tuve que borrar algunas cosas y entre éstas estaba este tema. El avión ya está al borde de la pista de despegue y me atraviesa la desesperación. Pongo lo primero que me viene a mano, un tema de Totó la Momoposina, con ritmo Mapalé, bastante movido pero que no me produce el mismo efecto. El despegue se transforma en algo terrorífico.

El avión es un Embraer ciento setenta y se mece como si estuviese fuese una cuna. Por momentos los motores parecen apagarse y casi puedo sentir que disminuye la velocidad de un modo que me causa terror. Me mantengo atento a cada sonido, volar me produce mucho estrés y me mantengo todo el tiempo alerta con la fantasía de que mi actitud es capaz de modificar algo de lo que sucede en el avión. Bajo nuestro se observa un mar azul inmenso que se pierde en el horizonte de un lado y del otro culmina en una costa verde-amarillenta que nunca se pierde de vista.


Esmeraldas, Ecuador.
El aeropuerto de Esmeraldas casi se encuentra sobre la playa. El calor es intenso y húmedo. Me gusta el calor, más que cuando es un calor cercano al mar. El aeropuerto es pequeño, consta de un solo salón en donde se hacen migraciones y se despachan los equipajes. Nos dejan una hora formados en fila esperando que lleguen los operarios de aduanas. Finalmente hago mi ingreso formal en Ecuador y salgo a una playa de estacionamiento al borde de la ruta que conduce a Esmeraldas. Los taxistas ahí estacionados me quieren cobrar diez dólares hasta la terminal terrestre, me parece una locura. Para peor, me dicen eso y se ríen, comienzo a extrañar el trato de los colombianos, posiblemente el país con la gente más hospitalaria del continente.

Camino hasta la salida del estacionamiento y un taxista me dice que está esperando gente, que si lo espero un poco me cobra cuatro dólares. Al costado hay un micro que va directo a Mompiche. Espera a los turistas que van para el Decameron -un complejo hotelero inmenso en las afueras de Mompiche-. Le pido al chofer que me lleve, que voy para Mompiche, que me ahorraría un gran viaje, pero la encargada del micro, una mujer con pantalón y saco oscuro, los ojos delineados y los labios pintados de un rojo áspero, me dice amablemente que no puede porque se le arma lío con la cooperativa de los taxis que esperan afuera. Le respondo que puedo esperarlos más adelante pero no hay caso. Finalmente engancho a un motociclista que me lleva por tres dólares hasta la terminal de buses. El paseo resulta mucho mas agradable que en taxi, lo único que temo es perder alguna de las mochilas, el tiple o la gorra, por el camino. El motociclista tiene hasta la amabilidad de detenerse sobre al puente que cruza el río Esmeraldas para que pueda observar a algunos chicos que se tiran de clavado al agua. La correntada es intensa y lo que hacen como una gracia podría tornarse fácilmente en una tragedia.

La población de Esmeraldas es mayormente negra, es una región afrodescendiente, al igual que Buenaventura en Colombia, uno de los tantos puertos que servían de entrada a los esclavos a los que llevaban a la zafra, desde donde se distribuyeron los ritmos africanos en seis ocho -el instrumento predominante es la marimba de chonta- y en marzo se hace un festival muy importante.

En la terminal pregunto cómo llegar a Mompiche, me tratan bastante mal. Una mujer me indica que tome un bus que va hasta Muisne, que después tengo que tomar otro, pero no me sabe decir más. En Ecuador por lo general lo que la gente no sabe se lo inventa, por lo que hay que andar con cuidado. Finalmente, me subo a uno de los buses, más por intuición que por conocimiento. En Ecuador las empresas de buses son cooperativas y eso hace que éstos estén bastante personaizados, con adornos, espejitos y luces por todas partes. Ni hablar de la música a todo volumen, generalmente horrorosa. El tipo a mi lado se llama Freddy, me cuenta que vive en Atacames pero que viene de San Lorenzo, de visitar a su familia. A los diez o quince minutos de viaje nos frena un retén militar y puedo ver que Freddy se mete algo en el cierre del pantalón. La piel de su rostro se contrae y su gesto se pone algo serio. Bajamos del bus y los milicos nos palpan a uno por uno, supongo que buscan drogas provenientes de Colombia o algo así. Volvemos a subir al bus y Freddy se saca el paquete del pantalón, es una bolsita negra en forma rectangular. Se lo nota mas relajado. Nos miramos y esboza una sonrisa cómplice, espero que me cuente algo pero no dice nada y prefiero no preguntar. Todavía nos quedamos un rato más en el retén, los milicos se entretienen con el bulto de una mujer envuelto en rollos y rollos de nylon, cuando terminan de desenrrollarlo y no encuentran mas que ropa que la mujer tiene intenciones de vender en los puestos de ropa de Atacames, nos dejan proseguir el viaje.

Freddy se baja y me ofrece quedarme en su casa, pero tengo ganas de algo mas tranquilo. Al salir de Atacames el paisaje urbano se pierde definitivamente y se vuelve completamente frondoso, lleno de verde, por momentos la carretera se transforma en un hilo angosto de asfalto invadido a ambos costados por la selva. Detrás nuestro viene otro bus que se pone a correr carreras con el nuestro como si fueran dos cartings y no dos aparatos de veinte metros de largo, quince toneladas y con treinta o cuarenta personas a bordo. Finalmente algunos de los pasajeros le gritan a chofer que se deje de pendejadas y se tranquiliza. El paisaje se va oscureciendo al mismo tiempo que el sol desaparece en el mar que por momentos queda al descubierto entre la vegetación.

Cada tanto le pregunto en vano al chofer cuánto falta y siempre me responde lo mismo: -ya llegamos-. Un guayaco me escucha y me pregunta si voy para Mompiche. Se llama Luis. -Yo también -me dice -nos bajamos acá- y prácticamente me arrastra consigo (es un paraje al que le llaman Tres vías) y me hace subir a otro bus que va para Muisne (la capital del cantón) que parte enseguida. Viajamos alrededor de una hora mas, la oscuridad es cada vez mayor y desconfío que estemos yendo hacia el lugar correcto.

Ya somos cuatro cuatro los que vamos a Mompiche: Luis, yo, y dos españolas, los únicos que quedamos en el micro. Luis nos hace bajarnos al borde de un camino de tierra en medio de un descampado en donde hay otro grupo de personas esperando. A esa altura ya somos como diez. Está completamente oscuro y se escucha una infinidad de cantos provenientes de toda clase de insectos.

-Mompiche queda a algunos kilómetros para allá-, dice Luis estirando su brazo y su dedo índice.
-¿Y por qué no caminamos?- pregunta una de las españolas.
-Por acá hay serpientes- responde Luis -no es conveniente-.

Nunca supe bien la diferencia entre vívoras, serpientes y culebras. Yo me imagino que a lo sumo en el camino debe haber alguna que otra culebra, sin embargo, serpiente suena más dramático y al tipo se le nota cierto tinte telenovelezco. De todos modos, prefiero no decir nada. Uno del grupo es un canadiense llamado James, no habla una sola palabra en español y me resulta algo cómico verlo en esa situación, a quince mil kilómetros de su ciudad, sin transporte, a oscuras, prácticamente en medio de la selva esmeraldeña y sin saber ni siquiera decir gracias.

-Tenemos que esperar, o rogar, que pase algún carro y tenga ganas de llevarnos- sigue diciendo Luis, con una sonrisa -transporte a esta hora ya no hay-.

Todos lo miramos sin saber si nos está tomando el pelo. Finalmente, pasa una camioneta que nos lleva a todos a cambio cincuenta centavos por persona.

Mompiche es un pueblito pesquero de no más de dos cuadras que entran hacia el mar y otras dos que se extienden para cada lado, muy rústico y muy tranquilo y con muy poca iluminación. Con James ya nos hicimos amigos y caminamos un rato buscando alojamiento. Nos quedamos en el hostal el Erizo por siete dólares cada uno. Me pego una ducha y salimos a cenar. Pido un ceviche (mi comida favorita) que cuesta cuatro dólares. ¡Me lo traen caliente! Nunca había comido un ceviche caliente! Acá al parecer es bastante normal pero se llama encebollado. No entiendo por qué si les pido ceviche me traen un encebollado, de todos modos está riquísimo.

Conocemos a Carlitos, un mompicheño, mulato, muy fibroso, con las orejas tan salidas hacia afuera que parece un duende, nos ofrece marihuana. Carlitos es un personaje de cuento, de una rapidez mental envidiable y con un don tremendo para contar historias. Se ríe todo el tiempo y anda con un celular Blackberry que no funciona para todas partes. Nos cuenta algunas cosas sobre su vida con cierto aire de triunfo, generalmente historias con mujeres europeas con las que tuvo alguna clase de affaire, que llegó a casarse con una suiza con la que se fue a vivir a Europa pero se deprimió y decidió volverse, etc. Uno no puede saber si lo que cuenta es cierto o se lo está inventando (posiblemente sean exageraciones de hechos verídicos) pero la forma en la que pone el cuerpo en sus relatos hace que uno quede atrapado. Como si fuese un trovador medieval, al tiempo que cuenta sus historias, se van reuniendo algunos viajeros en derredor, entre ellos Kairo, otro argentino que vive en las Islas Baleares, con el que más adelante vamos a pasar una parte del viaje juntos.

Aparece Renato, otro mompicheño, también mulato, amigo de carlitos. Sus brazos se mueven para todas partes, frenéticos, se acerca y se aleja varias veces como si no pudiera estarse quieto un segundo. Tiene un tic nervioso que lo hace estirar los labios y contraer los ojos compulsivamente cada quince o veinte segundos. En la mano tiene una lata de cerveza, nos ofrece. Le doy un trago y siento un líquido denso que me quema la garganta. Se ríe desaforado, Renato tiene una risa algo siniestra. No es cerveza. -Sangre de mi tierra- dice, refiriéndose al trago. Es un destilado de caña de lo peor, fuertísimo. Para mostrarnos la concentración de alcohol, Carlitos derrama un poco sobre una roca y le da fuego con un encendedor. Se enciende una llama de color azulado. Renato y Carlitos vuelven a reírse. Más tarde Carlitos me pide que lo acompañe hasta su casa para buscar algo de fumar. Vive en una especie de torre construida con maderas y caña, sobre un local de jugos. Es un cuarto pequeño con una concentración de calor importante. Saca una pipa en la que mete un polvo de un color madera semejante al azúcar. Cuando estoy a punto de pitar me dice que es bazuko, -lo que ustedes llaman paco-. Lo rechazo. Me dan escalofríos. Vuelvo donde están James y Kairo y les cuento. James no entiende nada de lo que digo. Renato le ofrece a James ir a fumar a su casa y le digo que tenga cuidado con lo que fum. Renato se muestra enojado.

Me quedo conversando con Kairo, me cuenta sobre su vida en Formentera, que vende ropa importada de la India en los meses del verano. Damos una vuelta por el pueblo, en la calles ya no queda nadie. Lo único que hay abierto es una panadería, a la entrada del pueblo, nos pedimos un café con un pedazo de torta de banana. Cuando vuelvo al hostal lo encuentro a James en calzoncillos, casi agonizante, tirado en una de las hamacas sobre el balcón que da a la calle.

-Sangre de mi tierra- repite, totalmente borracho.
-¿Fumaste bazuko?- le pregunto.
-No- responde -pero el negro se enojó-.


martes, 12 de junio de 2018

Calidiario


Domingo 20-2
Ultimo día en Cali (ahora sí es definitivo).

Me despierto pasadas las once de la mañana. Reviso los mails. Cuando hablo con Dilia ya es como la una, quedamos en almorzar algo por la Quinta. Caminamos hasta la Sesenta y dos, donde hay un lugar que se comen almuerzos muy ricos a cinco mil. Sancocho de pescado, sobrebarriga (algo así como la carne sudada, o sea carne guisada, muy rica) y aguapanela con limón. Dilia es muy bonita, tiene un físico privilegiado, piernas duras y unos abdominales marcados y una cola de cemento; herencia negra. Sin embargo, me cuesta entenderme, tenemos visiones y gustos sobre la vida completamente diferentes. Ni siquiera creo que ella tenga alguna clase de visión muy definida sobre la vida.

Caminamos hasta la Paso Ancho, comemos un pedazo te torta con helado. En el lugar -una especie de tortería-, se escucha una radio con la peor selección de música del universo. De una marcha espantosa a temas de Axel, combinadas con unas rancheras típicas de las que gustan los Traquetos. Lo peor del caso es que Dilia se pone a cantar el tema de Axel sentidamente, me produce algo de fastidio. Yo sé que puedo ser un poco intolerante pero ya es demasiado. Intento explicarle las causas por las que esa música me parece una porquería y que no debería escucharla, pero no sé realmente cómo hacerlo. A veces creo que existen cosas que o se comprenden instantáneamente o no se llegan a comprender nunca. Llego a la conclusión de que sólo puedo estar con Dilia cuando la puedo mirar de cuerpo entero y parada. Es por eso que prefiero que caminemos. Mientras caminamos la abrazo y me produce una gran erección, sin embargo no puedo imaginarme en la cama con ella.

Empieza a atardecer y el sol se esconde entre los cerros al tiempo que -una de las cosas más puntuales en Cali- sopla la brisa marina proveniente del pacífico. Apenas nos decimos algo, quizá algunos gestos. Me estreso pensando qué le pasa a Dilia por la cabeza. Quizá piense que soy un demente, pero por qué está conmigo si es así. Caminamos en silencio mientras el sol termina de ponerse. En Cali hay mucha vegetación, eso me gusta. Me aburro y lo llamo a Mauricio a ver por dónde anda, un poco para escaparme. Me dice que está con el padre (relativamente cerca) y quedamos en encontrarnos sobre la Quinta, casi en la Cuarenta y seis, donde hay unos barcitos que dan a la calle (como todo en Cali). Dilia afortunadamente parece entender que no tengo ganas de estar con ella en ese momento y me dice que tiene que verse con la tía. Nos separamos con la promesa de que a la noche la llamo para cocinarle algo en la casa.

Luego de estar un rato en el bar, y de esperar que Mauricio se tome por lo menos cinco o seis cervezas, caminamos hasta su casa. Arreglo mi mochila y reviso los mails. Mauricio sale con una amiga, yo me pego un baño y salgo después. No hay mucho movimiento por la calle, en esta parte de la cuidad la gente suele caminar menos que en San Antonio o en Granada. La noche está estrellada, una de las noches más estrelladas desde que llegué. Una vez en la quinta la llamo a Dilia y le digo que no voy a poder pasar por su casa, que se me hizo tarde y que todavía no hice mi mochila (mentira), que si quiere puede pasar por donde estoy cenando, en la Quinta con cuarenta y dos. Caminamos hasta el Cosmocentro que a esa hora está cerrado y nos sentamos sobre unas columnas de cemento a la entrada del MIO. Cada análisis o cosa que digo, ella lo toma como una crítica o una queja, cosa que me fastidia bastante. Siento que su mente funciona en dos dimensiones, quizá en una. Me angustia un poco la situación, estar con Dilia me hace sentir solo, creo que la llamé para no estar solo pero genera el efecto inverso. Me hubiese gustado pasar mi última noche en Cali con Luisa, que es con la única mujer de las que salí en Cali con la cuál me sentí realmente acompañado, y con la que podía “comunicarme”. Además, si bien Cali es una ciudad muy divertida y agradable para algunas cosas, es muy complicada para estar con alguien por la calle una vez que oscurece. No hay forma de relajarse totalmente, uno siempre tiene que estar alerta por si aparece alguien de un costado o de otro con ansias de robarle y todo el tiempo te interrumpe gente que pasa pidiendo limosna.

Dilia tiene una cintura muy estrecha y cómoda, me gusta abrazarla y recorrer su espalda con las manos, pero no me gusta tanto besarla. Primero porque cada vez me gusta menos y segundo porque, en lugar de besar normalmente, tiene la extraña costumbre de utilizar la lengua como un scanner a la búsqueda de caries o deformaciones bucales. Mientras nos apretamos cuerpo con cuerpo saco mi verga y se la pongo en la mano (últimamente estoy llegando a la conclusión de que el exhibicionismo es una de mis pasatiempos favoritos). -Pareces negro-, me dice, riendo, y cuando estamos bastante divertidos, un taxista no tiene mejor ocurrencia que pararse a contar la plata de su recaudación justo delante nuestro. Le hago una señal para que se vaya (cosa medio peligrosa en Cali puesto que uno nunca sabe cuando alguien puede salirle con un revólver) pero que el taxista afortunadamente entiende y se va, aunque un poco tarde, para ese momento ya nos habíamos puesto a caminar hacia otro sitio.

En la puerta del Parque de Hierro -también sobre la Quinta (en Cali casi todo pasa por la quinta)- hay un tumulto de gente. -Seguro se murió alguien- dice Dilia tranquilamente. Comentario que me deja algo perplejo, un poco ante la idea de una persona muerta y otro poco pensando con cuánta facilidad asumen la posibilidad de la muerte los caleños. A los treinta segundos vemos pasar una ambulancia a toda prisa lo que parece reafirmar su tesis. Sin embargo, como ocurre muchas veces con los razonamientos, dos premisas que parecen estar ligadas por una razón causal, no son más que dos hechos contingentes y diferenciados. No había nada parecido a un muerto. El parque recién cerraba y el tumulto de personas -cual estibadores a mediados de siglo -se amontonaban esperando a ser elegidas para trabajar en la limpieza: de contratos, cargas sociales, jubilaciones, derechos laborales, etc., ni hablar, eso en Colombia no existe. Caminamos hasta la Cuarenta y cuatro y subimos hasta la Primera. Como si fuese un destino, otra vez me encuentro al pie de Siloé, que de noche se ve tan tranquilo y pintoresco. Pienso en Lizeth y su destino de cenicienta.

Dilia se toma un taxi y yo me vuelvo al departamento. Maurcio todavía está despierto y conversamos un rato. Cada diez minutos puntuales, se escucha el silbato de un sereno desde la calle. Al rato se escuchan también dos ráfagas de tiros provenientes desde Siloé. -Pelados con ganas de molestar o una guerra entre pandillas- dice Mauricio despreocupado. Así es Cali, caliente hasta cuando hace frío.