De soberbios señores despojada;
ella misma por sí rige su imperio,
sin dar parte a los dioses...
Lucrecio
Entonces lo apresó una especie de inercia que lo hizo recorrer cada uno de los lugares por los que habían estado, y casi en forma simétrica y sin saber cómo, terminó sentado en una mesa sobre la vereda en el café Margot, a una cuadra de Boedo y San Juan.
Había estado
más de tres horas esperando, sentado en otro café sobre Cabildo y Virrey del
Pino, a la misma hora en que ella asistía a su psicoanalista, confundiendo a
cada una de las mujeres que pasaban. Por esas maravillas o perversiones que
tiene la imaginación todas eran iguales a ella, con el cabello más corto (se lo habrá cortado, pensaba), algo más
gordas (puede haber engordado, hace ya tres
meses que no nos vemos) incluso de distintas estaturas (no será tan alta como la recuerdo). Después
de todo la imaginación y los recuerdos se conforman con el mismo material que
las alucinaciones y por momentos no se hace fácil distinguir unos de otros.
Había cambiado de horario o había abandonado el análisis, no quedaba más opción. Ella nunca apareció.
Había cambiado de horario o había abandonado el análisis, no quedaba más opción. Ella nunca apareció.
Es así
que terminó en esa vereda de Boedo, esquina con el pasaje San Ignacio, con un
libro de Hemingway sobre la mesa –Al otro lado del Río…- que sólo le servía de
excusa, puesto que sus ansias por verla le hacían imposible concentrarse en más
de tres párrafos seguidos, a ese ritmo podría llevarle varios años terminarlo.
La trama respecto de aquel coronel Cantwell ya lo había saturado y había terminado
por asquearse de un relato cuya acción sólo estaba basada en memorias,
mientras ahora sólo se dedicaba a recordar, recorrer ciudades antiguas y
hoteles y, en el mejor de los casos, salir a cazar patos. Así y todo, podía intuir
que parte del agobio que le resultaba aquella lectura tenía más que ver con sus
ansias y no tanto con el pobre Hemingway que, más allá de las críticas a las
que fuera sometido por parte de críticos y eruditos literarios que siempre
quieren llamar la atención poniéndose por encima de escritores renombrados,
tenía una experiencia de vida que de por sí lo hacía interesante y de la que
ninguno de estos nuevos escritores que jamás abandonan su estudio o escritorio
podía siquiera imaginar.
Agustín levantaba
el cuello y seguía con la mirada a cada una de las mujeres que pasaban,
intentado adivinar puntos a lo lejos con la esperanza en que cada uno de esos se transformara en ella. Una sensación de vértigo recorría su piel, y
cuando divisaba algo semejante, su corazón hacía una pausa,
literalmente dejando de funcionar, para continuar con sus latidos con un golpe fuerte unos instantes
después. Frente suyo una mujer, con rasgos anglosajones -posiblemente una
turista norteamericana o europea- seguía sus movimientos. Me creerá una especie de desquiciado, pensó, y pudo verse desde cierta perspectiva, moviendo su cabeza, estirando su cuello de un lado al otro, algo desesperado, hacia
ambos extremos de la vereda. Posiblemente
tenga razón.
Trató de
concentrarse en la novela, en el Coronel Cantwell y su chofer, un tal Jackson, que
no lo soportaba pero no dejaba de mostrar una amabilidad tal que producía el
mismo efecto en el coronel. Ambos profesaban ese odio silencioso y cortés,
producto generacional o de haber atravesado vivencias similares, que puede no
manifestarse nunca o estallar en una guerra abierta en algún momento. Un soldado joven que había
aprovechado la menor herida para desaparecer del frente de batalla mientras que él aún sentía zumbidos
en la cabeza a causa de la cantidad de veces que lo habían herido.
El resentimiento era legítimo.
El resentimiento era legítimo.
El calor era agobiante y para colmo las
sillas de lo más incómodas. Pensó que debería existir alguna clase de protocolo al respecto, que dictamine cierta clase de ergonometría, el respaldo adecuado y esas cosas. Buscaba alguna posición que le quedara cómoda a los
efectos de aguantar ahí el mayor tiempo posible. Ni siquiera conocía la dirección
de su casa, era toda su información- como para saber si estaba en el lugar correcto, teniendo en cuenta
las escasas probabilidades. A vos te está fallando algo, se dijo, toda su vida se componía de empresas imposibles,
como si hiciese de la utopía una especie de karma o de religión. Cayó en la
cuenta de eso, jamás le había preguntado su dirección, podía llegar a hacerse
una idea, pero no pasaba de la vaguedad. Imaginó cosas, qué sería si se muriese, por ejemplo, ¿estaría habilitado para asistir a su velorio?
Sabía que vivía en Boedo, eso era todo, ella lo repetía constantemente como si necesitara afirmarlo y le brindase alguna clase de identificación. Pero el barrio es grande y no tenía otro punto de referencia. Cuántas cosas no sabría de ella, más allá de que tenía marido y de lo que podía mirar por internet. Por un instante dudó si todo no había sido más que una ficción y volvió a caer en la cuenta de las alucinaciones. Desde el punto de vista del idealismo subjetivo de Berkeley todo podría serlo, qué es el ser humano si no un conjunto de alucinaciones, compartidas en el mejor de los casos. Entonces asumió que cualquiera de aquellas mujeres que pasaban podría ser la que buscaba y le provocó cierta satisfacción, desde un punto de vista semejante sería muy fácil reemplazarla. Pero no duró más que eso, unos pocos segundos, finalmente tuvo que admitir lo ridículo de ese pensamiento. La clave del amor reside en su unicidad.
Sabía que vivía en Boedo, eso era todo, ella lo repetía constantemente como si necesitara afirmarlo y le brindase alguna clase de identificación. Pero el barrio es grande y no tenía otro punto de referencia. Cuántas cosas no sabría de ella, más allá de que tenía marido y de lo que podía mirar por internet. Por un instante dudó si todo no había sido más que una ficción y volvió a caer en la cuenta de las alucinaciones. Desde el punto de vista del idealismo subjetivo de Berkeley todo podría serlo, qué es el ser humano si no un conjunto de alucinaciones, compartidas en el mejor de los casos. Entonces asumió que cualquiera de aquellas mujeres que pasaban podría ser la que buscaba y le provocó cierta satisfacción, desde un punto de vista semejante sería muy fácil reemplazarla. Pero no duró más que eso, unos pocos segundos, finalmente tuvo que admitir lo ridículo de ese pensamiento. La clave del amor reside en su unicidad.
Volvió a darle una oportunidad a
Hemingway, intentando evadirse y que el tiempo transitara de un modo menos
trascendental. El coronel había llegado a Venecia y se había sumido en una conversación
ridícula con el Gran maestre junto al que había construido una especie de logia
imaginaria que parecía el juego de dos delirantes. Intentó seguir algunas páginas
más pero no era un buen libro para calmar la ansiedad, le hacía falta más acción,
cosa que había esperado encontrar en Hemingway. Echó una mirada a la anglosajona
que tenía adelante y seguía observándolo y esbozó una sonrisa. De
dónde sos, pudo haberle dicho y quién sabe hubiera sido un pasaje para el
olvido. Sin embargo, era demasiado blanca para su gusto y había algo de ese
olvido al que se resistía. Además, no existe nada peor que la mujer inadecuada para aumentar la melancolía.
Su tenaz memoria era uno de sus principales enemigos. Hay algo de la forma, pensó, que es irreemplazable.
Su tenaz memoria era uno de sus principales enemigos. Hay algo de la forma, pensó, que es irreemplazable.
Dejó a Hemingway por la mitad y pasó a un libro de divulgación de Levi-Strauss, acerca del pensamiento mítico
y el pensamiento científico. Se le hizo algo más llevadero. La mitología tiene
ese imán imposible de resistir, y en definitiva es el inicio de todo, así como un modo
de explicar las alucinaciones compartidas. El artículo no tenía más de cinco o
seis páginas y se leía de corrido. Echó varias miradas más, escudriñando y siguiendo a cada una de las mujeres que pasaban y que amenazaban con convertirse en ella, sin ningún resultado. Volvió sobre el artículo y cuando lo terminó la anglosajona se había dado
por vencida, ya no estaba. Su pasaje al olvido se había esfumado.
Espero algunos minutos más. La espalda comenzaba a dolerle, había comenzado a oscurecer y ella no daba rastros
de que fuera a aparecer. Margot fue el primer café en el que se encontraron, y
al parecer no iba a ser el último. Pagó la cuenta y desapareció.
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