Su cuerpo jadeaba entre penumbras y
su silueta se enmarcaba a contraluz, en ascenso y descenso, encima del mío. Un
rayo de luz se filtraba entre las rendijas de las persianas y se incrustaba en
su abdomen, casi a la altura de su obligo, dibujando una línea recta que corría
sobre sus costillas. La persiana permanecía cerrada, simulando la noche. Su
cintura, estrecha, se ensanchaba hacia su pecho y culminaba en unos pezones
pequeños, puntiagudos y abismales. Su cuerpo era voluminoso y perfectamente
simétrico, sus piernas largas y musculosas. –Piernas de bailarina- me
dijo una de las veces -así los fui engañando a todos hasta transformarme en
esto-. Me gustaba ver su pelo caer alrededor de su cuello y perderse entre sus
tetas, era negro, largo y delgado, y cuando acabábamos daba la impresión de ser
un mar revuelto. Hacía juego con sus ojos -con su brillo opaco-. Jadeaba, su
respiración asmática se intensificaba y por momentos emitía esos gritos casi
desesperados que sentía junto a mi oído y me excitaban tanto. Me gustaba
recorrer su cuerpo a mordiscones, hasta hacerla casi doler, también mirarla,
casi ausente o en tercera persona, como si nunca pudiera abandonar mi condición
de voyeur. Me encontraba bajo los efectos del enamoramiento, esa fase en la que
hasta los defectos se perciben como virtudes y en la que uno se pone
inevitablemente cursi (aunque cursi sea lo
que no se comparte). Me abstraía y miraba su imagen desde lejos, como si no
estuviera ahí, o simplemente pudiera disociarme y ese rayo de luz que se
incrustaba sobre su abdomen fuese un
punto de fuga que develaba una dimensión irreal. Piernas de bailarina. Pienso en Galatea y en Pigmalión proyectando
sus deseos en la piedra a la que había dado esa forma perfecta, en las palabras
de Afrodita, al sentir que la más bella de todas sus estatuas comenzaba a
calentarse;
“Aquí tienes la reina
que has buscado… mereces la felicidad”.
Pigmalión, posiblemente el más
inconformista de todos, poniendo fin a su insatisfacción, realizándose en su
narcisismo, como si la solución no estuviera en la resignación, en la
aceptación de la neurosis constitutiva –de la que gustan los psicoanalistas–,
sino en la fe y la tenacidad. El salto al vacío, en ese dejarlo todo, opuesto
al conformismo, que lo iguala con Abraham o con Holderlin, allí donde crece el peligro, crece también la salvación. O quizá
todo eso no sea más que una construcción retroactiva o una fantasía que se posa
sobre la comodidad posterior a nuestro acto sexual, ya que lo mejor de todo
venía después, en el placer que sentíamos conversando y estando juntos, aún
sobre la cama, esclavos de nuestros cuerpos agotados, o en el café de la
esquina.