sábado, 23 de febrero de 2019

Piernas de bailarina


Su cuerpo jadeaba entre penumbras y su silueta se enmarcaba a contraluz, en ascenso y descenso, encima del mío. Un rayo de luz se filtraba entre las rendijas de las persianas y se incrustaba en su abdomen, casi a la altura de su obligo, dibujando una línea recta que corría sobre sus costillas. La persiana permanecía cerrada, simulando la noche. Su cintura, estrecha, se ensanchaba hacia su pecho y culminaba en unos pezones pequeños, puntiagudos y abismales. Su cuerpo era voluminoso y perfectamente simétrico, sus piernas largas y musculosas. –Piernas de bailarina-  me dijo una de las veces -así los fui engañando a todos hasta transformarme en esto-. Me gustaba ver su pelo caer alrededor de su cuello y perderse entre sus tetas, era negro, largo y delgado, y cuando acabábamos daba la impresión de ser un mar revuelto. Hacía juego con sus ojos -con su brillo opaco-. Jadeaba, su respiración asmática se intensificaba y por momentos emitía esos gritos casi desesperados que sentía junto a mi oído y me excitaban tanto. Me gustaba recorrer su cuerpo a mordiscones, hasta hacerla casi doler, también mirarla, casi ausente o en tercera persona, como si nunca pudiera abandonar mi condición de voyeur. Me encontraba bajo los efectos del enamoramiento, esa fase en la que hasta los defectos se perciben como virtudes y en la que uno se pone inevitablemente cursi (aunque cursi sea lo que no se comparte). Me abstraía y miraba su imagen desde lejos, como si no estuviera ahí,  o simplemente pudiera disociarme y ese rayo de luz que se incrustaba sobre su abdomen fuese un punto de fuga que develaba una dimensión irreal. Piernas de bailarina. Pienso en Galatea y en Pigmalión proyectando sus deseos en la piedra a la que había dado esa forma perfecta, en las palabras de Afrodita, al sentir que la más bella de todas sus estatuas comenzaba a calentarse;

“Aquí tienes la reina que has buscado… mereces la felicidad”.

Pigmalión, posiblemente el más inconformista de todos, poniendo fin a su insatisfacción, realizándose en su narcisismo, como si la solución no estuviera en la resignación, en la aceptación de la neurosis constitutiva –de la que gustan los psicoanalistas–, sino en la fe y la tenacidad. El salto al vacío, en ese dejarlo todo, opuesto al conformismo, que lo iguala con Abraham o con Holderlin, allí donde crece el peligro, crece también la salvación. O quizá todo eso no sea más que una construcción retroactiva o una fantasía que se posa sobre la comodidad posterior a nuestro acto sexual, ya que lo mejor de todo venía después, en el placer que sentíamos conversando y estando juntos, aún sobre la cama, esclavos de nuestros cuerpos agotados, o en el café de la esquina.


No hay comentarios:

Publicar un comentario