domingo, 5 de febrero de 2017

Asesino frustrado



Desperté como si hubiesen pasado meses, fue una noche eterna. Para peor, el tiempo en Buenos Aires había mutado drásticamente -de un calor sofocante típico de Febrero, amaneció con una mañana otoñal con bajas temperaturas, robada a Abril o Mayo- y eso reforzaba la sensación. Fue como despertar en otra época o luego de un coma, la distancia y el tiempo son cosas tan circunstanciales que a veces uno no sabe cómo medirlos. La sensación no era nueva, era como si mi cabeza se estuviera comprimiendo o mi cerebro estuviera en expansión, probablemente producto de una neurosis galopante. Desde que Woody Allen pasó de moda, hablar de las propias neurosis pareciera ser algo pretencioso -de todos modos no sabría cómo nombrarlo de otra manera-.


Se suponía que yo despertaría con la sensación de haber matado a la vieja usurera, lo tenía todo más o menos proyectado. Más que el despertar de un sueño sería tomar consciencia luego de un desmayo o una pesadilla, y sentir aquel arrepentimiento atroz que te carcome las entrañas como hormigas endiabladas que lentamente se van esparciendo por el interior del cuerpo y te van sacando la piel a pequeños mordiscos. Entonces asumiría una identidad que no era mía, sería una especie de poseso por una novela escrita más de cien años atrás, todos me mirarían con la pena de quién no solo está alienado sino como a un asesino frustrado -nada peor que un asesino frustrado ya que deja demasiado al descubierto su cobardía-. La sospecha de ser y no ser al mismo tiempo iría haciendo mella y destruyendo una consciencia desdoblada, que me haría acabar caminando con las rodillas quebradas del que no tiene futuro y no se atreve a enfrentarse a un destino que ni siquiera es suyo. Caminaría rozando el suelo con los brazos.


Sin embargo, nada de eso sucedía y lo que iba a ser un cerebro a punto de estallar a causa de la culpa -imagen desde todo punto de vista grotesca- era uno partido al medio por la duda y por no saber qué decisiones tomar. Desde un punto de vista comercial eso es mucho peor que la tragedia de un asesino al que lo asedia un sentimiento de culpa que se supone universalista. De todos modos, no deja de ser más verosímil. Primero, porque más allá de las series de televisión y las novelas policiales, los asesinos no son una raza tan fácilmente dispuesta. Segundo, los asesinos en general son bastante cursis y sus crímenes carecen de grandes móviles: amor, dinero y venganza. Tercero, más allá de tener mala fama, las crisis existenciales son más comunes de lo que parecen.

Lo del asesino frustrado no estaba mal, más teniendo en cuenta la asunción de un papel que no era el suyo -o el mío-, identificándose con una novela tan famosa después de un sueño. Quizás habría que buscar alguna novela menos conocida, Crimen y castigo, se encuentra totalmente agotada leí hace un tiempo en una revista especializada en literatura, es como un trapo al que se escurre y ya no cae una sola gota. (Lo del trapo no estoy seguro de haberlo leído o inventármelo, pero fue la primera imagen que se construyó en mi mente). Es cierto que no faltan películas, libros, series de televisión, obras de teatro, dibujos, pinturas, etc., que la retoman, analizándola o reinterpretándola de mil maneras y se hace difícil encontrar un nuevo nudo. 

Mi personaje finalmente no escaparía a ello, quizás sus dilemas existenciales fueran más auténticos aunque menos comerciales. Después de todo la duda es la tragedia más intensa en la vida de un hombre. Despierto, mi cerebro estalla, mis manos tiemblan, una sensación de vacío en el pecho. Quizás las manos transpirando, la piel algo erizada, un dolor en el cuello, casi a la altura de la nuca, etc. Y una voz incesante que me empuja a ello todo el tiempo, sin tregua. Un dilema que ni Shakespeare tomó en cuenta, un dilema aún anterior al ser, ya que éste mismo se determina en sus decisiones. Ser o no ser, decidir o no decidir, que ya significa decidir. Me despierto y tengo la duda atravesada en el pecho, me despierto y ya no soy ese asesino que intentaba, atravesado por la personalidad de un personaje existencialista, centenario, famoso y trillado, y para peor, de una Rusia zarista, prerrevolucionaria. No puedo evitar pensar en Lenin, en Trosky y mucho menos en Stalin y su eterna paranoia. Quizás Stalin sea el personaje menos existencialista en la historia Rusa o Soviética, el no dudó un instante, era un deshacer y rehacer constante. Un exterminador. Trotsky su contracara, la imagen cristalina, casi inocente, muriendo pobre y olvidado, por la verdadera causa revolucionaria. 

Repentinamente me encuentro alejado, tanto de mi plan inicial como del segundo, ¿qué tiene que ver Stalin en todo esto? me pregunto o se pregunta el personaje, e intento asociar una serie de imágenes que van desde la cortina de hierro hasta el asesino frustrado o inactivo. Entonces se me viene a la cabeza una pesadilla. Mi viejo secuestra a la hija de mi profesor de piano, que apenas tiene ocho o nueve años, -¿qué haces?- le digo, y cuando voy a entregarla me apunta con un arma a la cabeza, -si decís algo te mato-, me dice. Me despierto agitado, transpirando. Sin embargo, mi temor no es por mi, sino por él. Yo puedo escapar a la situación, pero si lo dejo así, él se suicida, pienso, aunque ya no reconozco si es un pensamiento del sueño o posterior, retroactivo, una vez despierto. 

Una semana atrás mi profesor de piano me dijo que su hija estaba enferma, que eso les había impedido irse de vacaciones. C. me cuenta también que su viejo estuvo a punto de matarla con un arma, que hasta llegó a dispararle y el disparo rozó su cabeza. Intento encontrarle alguna lógica a todos estos elementos, el material onírico es tremendamente caprichoso. La culpa, el arma apuntando a la cabeza. El viaje trunco. Repentinamente vuelve Trotsky y el martillo destruyendo su cabeza. Por alguna razón se mezclan el exilio, la desaparición y todo ello me lleva al destierro y al olvido. Me pierdo en la maraña de signos-imágenes oníricas y se me ocurre que no debería haber dejado a mi psicoanalista, pero prefiero olvidar todo eso y volver a cuento potencial. 

Entonces ya no soy un asesino frustrado, ni un simple indeciso, mi neurosis tiene un plano definido, la duda radica en ese lugar: si me quedo me mata, si me voy con la hija de mi profesor de piano se mata él. Una paradoja absurda si la despojáramos de cualquier reminiscencia edípica -algo imposible en términos psicoanalíticos-.  ¿Matar  o morir? ¿Decidir? ¿Asesinar o ser destruido?

Pienso hasta dónde puede desarrollarse todo eso en un cuento que valga la pena. Son tres historias posibles, existenciales. La idea del asesino ruso encarnado en una Buenos Aires del tercer milenio no está mal, quizás debería profundizarla, plantear los nudos. Darle un aire nuevo, localizarla en esa Buenos Aires en extinción... 

Él despierta luego de una pesadilla, luego de "esa" pesadilla que resume todo su ser. Lo transforma, lo modifica íntegro, desatando impulsos hasta ahora escondidos. Quizá ya no fuera Raskolnikov, sino el mismo Stalin quién posee su alma. La resurrección de un Stalin motivado por el odio o el resentimiento. Un Stalin rústico y torpe, que sorpresivamente ha ido acumulando poder y para eso se encuentra dispuesto a eliminar a toda una generación de revolucionarios, a toda la generación leninista bajo la pena de traidores. Un Stalin que ha ido desarrollando métodos de tortura tan intensos y certeros que es capaz de hacer que el más fuerte de los hombres confiese tramas encubiertas e inverosímiles que sólo un pueblo sojuzgado y temeroso es capaz de creerse. 

Uno de sus brazos se encuentra entumecido, durmió con todo el peso de su cuerpo sobre el mismo y su sangre apenas circula. Se asusta al no sentirlo, corre al baño como un acto reflejo, sin siquiera saber por qué. Sin embargo, al mirarse al espejo nota su metamorfosis y se le pasa entumecimiento, se le pasa absolutamente todo, su mente sólo guarda lugar para la sorpresa, al verse reencarnado en de uno de los más grandes asesinos de la historia. Soy... Stalin! murmura para sí, casi en silencio y se ve envuelto en ese cuerpo eterno, aunque sus formas siguen siendo las mismas, sin embargo, sabe -quizás sus ojos guarden el secreto- que es el moscovita encarnado, puede sentir todo el peso de la historia rusa sobre sus hombros, e incluso los muertos que pesan sobre su espalda. Entonces puede sentir también el odio profundo hacia Trotsky, y los sentimientos más irascibles acuden a su mente, tramando el asesinato de sus hijas, de sus perros y de todo lo que pueda resultarle cercano. Un estremecimiento recorre su cuerpo y se aterra. Ser un asesino no es fácil. 


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