Domingo 20-2
Ultimo día en Cali (ahora sí es definitivo).
Me despierto pasadas las once de la mañana. Reviso los mails. Cuando
hablo con Dilia ya es como la una, quedamos en almorzar algo por la
Quinta. Caminamos hasta la Sesenta y dos, donde hay un lugar que se
comen almuerzos muy ricos a cinco mil. Sancocho de pescado,
sobrebarriga (algo así como la carne sudada, o sea carne guisada,
muy rica) y aguapanela con limón. Dilia es muy bonita, tiene un
físico privilegiado, piernas duras y unos abdominales marcados y una
cola de cemento; herencia negra. Sin embargo, me cuesta entenderme,
tenemos visiones y gustos sobre la vida completamente diferentes. Ni
siquiera creo que ella tenga alguna clase de visión muy definida
sobre la vida.
Caminamos hasta la Paso Ancho, comemos un pedazo te torta con helado.
En el lugar -una especie de tortería-, se escucha una radio con la
peor selección de música del universo. De una marcha espantosa a
temas de Axel, combinadas con unas rancheras típicas de las que
gustan los Traquetos. Lo peor del caso es que Dilia se pone a cantar
el tema de Axel sentidamente, me produce algo de fastidio. Yo sé que
puedo ser un poco intolerante pero ya es demasiado. Intento
explicarle las causas por las que esa música me parece una porquería
y que no debería escucharla, pero no sé realmente cómo hacerlo. A
veces creo que existen cosas que o se comprenden instantáneamente o
no se llegan a comprender nunca. Llego a la conclusión de que sólo
puedo estar con Dilia cuando la puedo mirar de cuerpo entero y
parada. Es por eso que prefiero que caminemos. Mientras caminamos la
abrazo y me produce una gran erección, sin embargo no puedo
imaginarme en la cama con ella.
Empieza a atardecer y el sol se esconde entre los cerros al tiempo
que -una de las cosas más puntuales en Cali- sopla la brisa marina
proveniente del pacífico. Apenas nos decimos algo, quizá algunos
gestos. Me estreso pensando qué le pasa a Dilia por la cabeza. Quizá
piense que soy un demente, pero por qué está conmigo si es así.
Caminamos en silencio mientras el sol termina de ponerse. En Cali hay
mucha vegetación, eso me gusta. Me aburro y lo llamo a Mauricio a
ver por dónde anda, un poco para escaparme. Me dice que está con el
padre (relativamente cerca) y quedamos en encontrarnos sobre la
Quinta, casi en la Cuarenta y seis, donde hay unos barcitos que dan a
la calle (como todo en Cali). Dilia afortunadamente parece entender
que no tengo ganas de estar con ella en ese momento y me dice que
tiene que verse con la tía. Nos separamos con la promesa de que a la
noche la llamo para cocinarle algo en la casa.
Luego de estar un rato en el bar, y de esperar que Mauricio se tome
por lo menos cinco o seis cervezas, caminamos hasta su casa. Arreglo
mi mochila y reviso los mails. Mauricio sale con una amiga, yo me
pego un baño y salgo después. No hay mucho movimiento por la calle,
en esta parte de la cuidad la gente suele caminar menos que en San
Antonio o en Granada. La noche está estrellada, una de las noches
más estrelladas desde que llegué. Una vez en la quinta la llamo a
Dilia y le digo que no voy a poder pasar por su casa, que se me hizo
tarde y que todavía no hice mi mochila (mentira), que si quiere
puede pasar por donde estoy cenando, en la Quinta con cuarenta y dos.
Caminamos hasta el Cosmocentro que a esa hora está cerrado y nos
sentamos sobre unas columnas de cemento a la entrada del MIO. Cada
análisis o cosa que digo, ella lo toma como una crítica o una
queja, cosa que me fastidia bastante. Siento que su mente funciona en
dos dimensiones, quizá en una. Me angustia un poco la situación,
estar con Dilia me hace sentir solo, creo que la llamé para no estar
solo pero genera el efecto inverso. Me hubiese gustado pasar mi
última noche en Cali con Luisa, que es con la única mujer de las
que salí en Cali con la cuál me sentí realmente acompañado, y con
la que podía “comunicarme”. Además, si bien Cali es una ciudad
muy divertida y agradable para algunas cosas, es muy complicada para
estar con alguien por la calle una vez que oscurece. No hay forma de
relajarse totalmente, uno siempre tiene que estar alerta por si
aparece alguien de un costado o de otro con ansias de robarle y todo
el tiempo te interrumpe gente que pasa pidiendo limosna.
Dilia tiene una cintura muy estrecha y cómoda, me gusta abrazarla y
recorrer su espalda con las manos, pero no me gusta tanto besarla.
Primero porque cada vez me gusta menos y segundo porque, en lugar de
besar normalmente, tiene la extraña costumbre de utilizar la lengua
como un scanner a la búsqueda de caries o deformaciones bucales.
Mientras nos apretamos cuerpo con cuerpo saco mi verga y se la pongo
en la mano (últimamente estoy llegando a la conclusión de que el
exhibicionismo es una de mis pasatiempos favoritos). -Pareces negro-,
me dice, riendo, y cuando estamos bastante divertidos, un taxista no
tiene mejor ocurrencia que pararse a contar la plata de su
recaudación justo delante nuestro. Le hago una señal para que se
vaya (cosa medio peligrosa en Cali puesto que uno nunca sabe cuando
alguien puede salirle con un revólver) pero que el taxista
afortunadamente entiende y se va, aunque un poco tarde, para ese
momento ya nos habíamos puesto a caminar hacia otro sitio.
En la puerta del Parque de Hierro -también sobre la Quinta (en Cali
casi todo pasa por la quinta)- hay un tumulto de gente. -Seguro se
murió alguien- dice Dilia tranquilamente. Comentario que me deja
algo perplejo, un poco ante la idea de una persona muerta y otro poco
pensando con cuánta facilidad asumen la posibilidad de la muerte los
caleños. A los treinta segundos vemos pasar una ambulancia a toda
prisa lo que parece reafirmar su tesis. Sin embargo, como ocurre
muchas veces con los razonamientos, dos premisas que parecen estar
ligadas por una razón causal, no son más que dos hechos
contingentes y diferenciados. No había nada parecido a un muerto. El
parque recién cerraba y el tumulto de personas -cual estibadores a
mediados de siglo -se amontonaban esperando a ser elegidas para
trabajar en la limpieza: de contratos, cargas sociales, jubilaciones,
derechos laborales, etc., ni hablar, eso en Colombia no existe.
Caminamos hasta la Cuarenta y cuatro y subimos hasta la Primera. Como
si fuese un destino, otra vez me encuentro al pie de Siloé, que de
noche se ve tan tranquilo y pintoresco. Pienso en Lizeth y su destino
de cenicienta.
Dilia se toma un taxi y yo me vuelvo al departamento. Maurcio todavía
está despierto y conversamos un rato. Cada diez minutos puntuales,
se escucha el silbato de un sereno desde la calle. Al rato se
escuchan también dos ráfagas de tiros provenientes desde Siloé.
-Pelados con ganas de molestar o una guerra entre pandillas- dice
Mauricio despreocupado. Así es Cali, caliente hasta cuando hace
frío.
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