martes, 12 de junio de 2018

Calidiario


Domingo 20-2
Ultimo día en Cali (ahora sí es definitivo).

Me despierto pasadas las once de la mañana. Reviso los mails. Cuando hablo con Dilia ya es como la una, quedamos en almorzar algo por la Quinta. Caminamos hasta la Sesenta y dos, donde hay un lugar que se comen almuerzos muy ricos a cinco mil. Sancocho de pescado, sobrebarriga (algo así como la carne sudada, o sea carne guisada, muy rica) y aguapanela con limón. Dilia es muy bonita, tiene un físico privilegiado, piernas duras y unos abdominales marcados y una cola de cemento; herencia negra. Sin embargo, me cuesta entenderme, tenemos visiones y gustos sobre la vida completamente diferentes. Ni siquiera creo que ella tenga alguna clase de visión muy definida sobre la vida.

Caminamos hasta la Paso Ancho, comemos un pedazo te torta con helado. En el lugar -una especie de tortería-, se escucha una radio con la peor selección de música del universo. De una marcha espantosa a temas de Axel, combinadas con unas rancheras típicas de las que gustan los Traquetos. Lo peor del caso es que Dilia se pone a cantar el tema de Axel sentidamente, me produce algo de fastidio. Yo sé que puedo ser un poco intolerante pero ya es demasiado. Intento explicarle las causas por las que esa música me parece una porquería y que no debería escucharla, pero no sé realmente cómo hacerlo. A veces creo que existen cosas que o se comprenden instantáneamente o no se llegan a comprender nunca. Llego a la conclusión de que sólo puedo estar con Dilia cuando la puedo mirar de cuerpo entero y parada. Es por eso que prefiero que caminemos. Mientras caminamos la abrazo y me produce una gran erección, sin embargo no puedo imaginarme en la cama con ella.

Empieza a atardecer y el sol se esconde entre los cerros al tiempo que -una de las cosas más puntuales en Cali- sopla la brisa marina proveniente del pacífico. Apenas nos decimos algo, quizá algunos gestos. Me estreso pensando qué le pasa a Dilia por la cabeza. Quizá piense que soy un demente, pero por qué está conmigo si es así. Caminamos en silencio mientras el sol termina de ponerse. En Cali hay mucha vegetación, eso me gusta. Me aburro y lo llamo a Mauricio a ver por dónde anda, un poco para escaparme. Me dice que está con el padre (relativamente cerca) y quedamos en encontrarnos sobre la Quinta, casi en la Cuarenta y seis, donde hay unos barcitos que dan a la calle (como todo en Cali). Dilia afortunadamente parece entender que no tengo ganas de estar con ella en ese momento y me dice que tiene que verse con la tía. Nos separamos con la promesa de que a la noche la llamo para cocinarle algo en la casa.

Luego de estar un rato en el bar, y de esperar que Mauricio se tome por lo menos cinco o seis cervezas, caminamos hasta su casa. Arreglo mi mochila y reviso los mails. Mauricio sale con una amiga, yo me pego un baño y salgo después. No hay mucho movimiento por la calle, en esta parte de la cuidad la gente suele caminar menos que en San Antonio o en Granada. La noche está estrellada, una de las noches más estrelladas desde que llegué. Una vez en la quinta la llamo a Dilia y le digo que no voy a poder pasar por su casa, que se me hizo tarde y que todavía no hice mi mochila (mentira), que si quiere puede pasar por donde estoy cenando, en la Quinta con cuarenta y dos. Caminamos hasta el Cosmocentro que a esa hora está cerrado y nos sentamos sobre unas columnas de cemento a la entrada del MIO. Cada análisis o cosa que digo, ella lo toma como una crítica o una queja, cosa que me fastidia bastante. Siento que su mente funciona en dos dimensiones, quizá en una. Me angustia un poco la situación, estar con Dilia me hace sentir solo, creo que la llamé para no estar solo pero genera el efecto inverso. Me hubiese gustado pasar mi última noche en Cali con Luisa, que es con la única mujer de las que salí en Cali con la cuál me sentí realmente acompañado, y con la que podía “comunicarme”. Además, si bien Cali es una ciudad muy divertida y agradable para algunas cosas, es muy complicada para estar con alguien por la calle una vez que oscurece. No hay forma de relajarse totalmente, uno siempre tiene que estar alerta por si aparece alguien de un costado o de otro con ansias de robarle y todo el tiempo te interrumpe gente que pasa pidiendo limosna.

Dilia tiene una cintura muy estrecha y cómoda, me gusta abrazarla y recorrer su espalda con las manos, pero no me gusta tanto besarla. Primero porque cada vez me gusta menos y segundo porque, en lugar de besar normalmente, tiene la extraña costumbre de utilizar la lengua como un scanner a la búsqueda de caries o deformaciones bucales. Mientras nos apretamos cuerpo con cuerpo saco mi verga y se la pongo en la mano (últimamente estoy llegando a la conclusión de que el exhibicionismo es una de mis pasatiempos favoritos). -Pareces negro-, me dice, riendo, y cuando estamos bastante divertidos, un taxista no tiene mejor ocurrencia que pararse a contar la plata de su recaudación justo delante nuestro. Le hago una señal para que se vaya (cosa medio peligrosa en Cali puesto que uno nunca sabe cuando alguien puede salirle con un revólver) pero que el taxista afortunadamente entiende y se va, aunque un poco tarde, para ese momento ya nos habíamos puesto a caminar hacia otro sitio.

En la puerta del Parque de Hierro -también sobre la Quinta (en Cali casi todo pasa por la quinta)- hay un tumulto de gente. -Seguro se murió alguien- dice Dilia tranquilamente. Comentario que me deja algo perplejo, un poco ante la idea de una persona muerta y otro poco pensando con cuánta facilidad asumen la posibilidad de la muerte los caleños. A los treinta segundos vemos pasar una ambulancia a toda prisa lo que parece reafirmar su tesis. Sin embargo, como ocurre muchas veces con los razonamientos, dos premisas que parecen estar ligadas por una razón causal, no son más que dos hechos contingentes y diferenciados. No había nada parecido a un muerto. El parque recién cerraba y el tumulto de personas -cual estibadores a mediados de siglo -se amontonaban esperando a ser elegidas para trabajar en la limpieza: de contratos, cargas sociales, jubilaciones, derechos laborales, etc., ni hablar, eso en Colombia no existe. Caminamos hasta la Cuarenta y cuatro y subimos hasta la Primera. Como si fuese un destino, otra vez me encuentro al pie de Siloé, que de noche se ve tan tranquilo y pintoresco. Pienso en Lizeth y su destino de cenicienta.

Dilia se toma un taxi y yo me vuelvo al departamento. Maurcio todavía está despierto y conversamos un rato. Cada diez minutos puntuales, se escucha el silbato de un sereno desde la calle. Al rato se escuchan también dos ráfagas de tiros provenientes desde Siloé. -Pelados con ganas de molestar o una guerra entre pandillas- dice Mauricio despreocupado. Así es Cali, caliente hasta cuando hace frío.

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