Es veinticinco de Noviembre, día
internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, sancionado por
las Naciones Unidas en mil novecientos noventa y tres en reconocimiento a las
hermanas Mirabal asesinadas en República Dominicana por Leónidas Trujillo. Gaby
camina por Iruya repartiendo y pegando en las paredes unos panfletos que recuerdan
la fecha. El cielo está completamente azul, todavía es época seca y el Colanzulí
es un hilo angosto que serpentea y se esconde entre las piedras.
Gaby, o la charanga, como la
llaman sus amigos, trabaja en el Ayllu, una dependencia financiada por una
fundación española encargada de tratar problemas de género y realizar
mediaciones. Un trabajo de hormiga. Para llegar a la oficina hay que bajar unas
escaleras que salen de la plazoleta, justo al lado de donde al viejo Delta le
gusta poner su parche. Prácticamente se encuentra escondida en la roca de la montaña,
pero tiene una vista envidiable, desde allí puede divisarse todo el cauce del
río.
Iruya, como el resto de la
región, es un lugar complejo. Generalmente son las mujeres las encargadas de
mantener y llevar adelante los hogares, velar por la educación de los hijos y
todo tipo de emprendimientos económicos, sean restaurantes, hostales, almacenes,
etc. Es un sistema con rasgos marcadamente matriarcales. Paradójicamente, el
machismo es extremo y la violencia contra la mujer es muy habitual. Uno puede
recorrer los pocos bares que hay en Iruya, principalmente frente a La tablada,
un sábado por la noche y jamás va a encontrar una mujer, mucho menos un grupo
de mujeres (a no ser que sean “gringas”) tomándose una cerveza y conversando.
Contrariamente, uno encuentra mesas repletas de hombres. Muchas mujeres son
abandonadas embarazadas sin que jamás reciban ayuda ni algún tipo de aporte por
parte de los padres de sus hijos. Estos desaparecen y algunas mujeres se pasan
años intentando ubicarlos para que reconozcan a sus hijos y se hagan cargo de
sus responsabilidades, o simplemente se quedan y andan por ahí como si nada. Cualquiera
puede verlos caminar impunemente por ahí sin recibir sanción moral ni legal
alguna. Los jueces de Paz no son demasiado confiables, uno de éstos era
bastante conocido a causa de que tenía la costumbre de cobrarse sus honorarios
a través de favores sexuales. No hace mucho que comenzaron a tomarse en cuenta
estos problemas y es por eso que una vez por mes acude al Ayllu una abogada
proveniente de Humahuaca para atender los reclamos de las mujeres. Esos días la
oficina de Gaby parece un banco en día de cobro de jubilaciones. La fila de
personas atraviesa la sala de espera, el pasillo de entrada y sube por la
escalera caracol llegando hasta el puesto del viejo Delta.
Gaby camina con los panfletos
que anuncian la fecha, en una mano lleva un tarro lleno de engrudo y los va
pegando sobre las paredes, en la calle San Martín, en la Belgrano, en el
almacén de don Ángel, en lo del Canchi, -el ferretero, y uno de los hombres más
codiciados del pueblo, gracias a que ha logrado acumular un pequeño capital-
sobre el almacén de Rubén y su hermana, donde nace la Belgrano, sobre las
paredes laterales de la iglesia de San Roque, sobre la casa de Federico III
(que ahora funciona como museo), el Yugoslavo que luego de pasar tres días
caminando allá por mil novecientos encontró este paraje y no se fue nunca más.
Una nube solitaria atraviesa el
paisaje y se estanca entre dos cerros al final del valle. -Va a hacer frío- se
escucha decir a una de las chicas que atiende el mercado de Tacacho. Dos
cóndores la vigilan dando vueltas en círculos y jugando con el viento. -Seguro
se cayó un burro- dice Asunta juntando sus labios. En uno de los bordes de la plaza
unos chiquitos de unos seis o siete años enroscan un trompo de madera.
A Gaby la acompaña Gisella, una chica
joven, atractiva, de pelo lacio negro y ojos también negros, oriunda de Iruya.
Es la hija de don Angel. Desde hace unos meses cambió su trabajo en el almacén
por un puesto en el municipio junto a la Gaby, aunque se queja por la soledad. En
el almacén podía conversar con todo el mundo, dice, en la oficina me siento un
poco sola. El ayllu se encuentra en las entrañas de la montaña, las noticias tardan
en llegar y, excepto por los días en que hay mediaciones, no hay mucho para
conversar. -Así no- le dice uno de los chicos al otro -se tira así- enrosca la
soga en la base del trompo y le indica un movimiento centrífugo con el brazo.
En la plaza de la tablada se encuentran
a la abuelita Clari. Camina algo encorvada, un pañuelo le cruza los hombros
diagonalmente y dos trenzas largas y canosas y atadas en las puntas con dos
cintitas color fucsia, caen formando una parábola. Clari se ríe todo el tiempo
y sus ojos, de un verde casi adúltero, acompañan su sonrisa brillando.
-Hola gringuita- le
dice a Gaby.
-Cómo le va Clari, venga
con nosotras- los chicos siguen dándole vueltas al trompo sobre las baldosas de
la plaza y las nubes siguen atascadas entre los cerros, custodiadas por los
cóndores. -¿Quiere sumarse al festejo?- Clari se sigue riendo, mostrando unas
arrugas profundas y orgullosas que le asoman por el rostro desde hace como dos
mil años.
-¿Y qué festejamos
gringuita?-.
-El Día internacional
de la violencia contra la mujer-.
-Ah- dice
entusiasmadísima -¿entonces hoy les podemos pegar a ellos?-.
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