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La paranoia es como el viento antes de la tormenta. Aparece como una brisa suave y se va. Más tarde vuelve, repentina, te rodea el cuerpo, permanece unos minutos y vuelve a desaparecer. Nunca se queda definitivamente, pero sus apariciones son cada vez más regulares y más potentes. Cuando comienza a soplar del todo ya es imposible detenerla, por eso hay que evitar que se acelere a cualquier precio.
La paranoia es como el viento antes de la tormenta. Aparece como una brisa suave y se va. Más tarde vuelve, repentina, te rodea el cuerpo, permanece unos minutos y vuelve a desaparecer. Nunca se queda definitivamente, pero sus apariciones son cada vez más regulares y más potentes. Cuando comienza a soplar del todo ya es imposible detenerla, por eso hay que evitar que se acelere a cualquier precio.
Desde la ventana llega el sonido de una frenada, luego el sonido de un motor acelerando a fondo. Gritos, carcajadas. Es sábado a la noche, más allá de la ventana hay vida. Me pierdo en las grietas de una de las paredes. En la forma de una rosa. Dibujo el tallo con la imaginación, una hoja saliente y luego la otra. Una curva. Las líneas hacen un giro imaginario que revela la forma precisa de los pétalos. Una rosa en un jardín de mierda, de meo. Una rosa entre cucarachas. Vuelve a escucharse el sonido de un motor. Quisiera estar del otro lado. Irme, desaparecer como el humo. Como Zeus, en forma de lluvia. Duncan MacLeod, el inmortal, inventor de la Odisea y una peregrinación de mil cien años desde que salió de la Isla del Sol. Qué podría recordar desde entonces.
Quieren extorsionar a mi familia.
Mientras me tienen acá están llamando a mi familia a Buenos Aires, es por eso
que me pidieron el nombre tantas veces. Vuelven a mi cabeza esas palabras
pronunciadas por la contra-nada del camión, vuelven cargadas de sentido:
"los familiares", le dijo cuando se iba, a Dunker. En ese momento fue
un simple eco vacío de contenido, que no reconocí, pero que por alguna razón
quedó fijo, flotando en mi mente. Era imposible comprenderlas vacías de contexto.
Pero ahora lo sé, vuelven completas, la información se minimiza, ya no hace
falta saber más. Era por eso. “Los familiares”. Corruptos. Sinvergüenzas.
Desquiciados. No tienen límites. La contra-nada es una institución hecha para
delinquir, su única finalidad. Les van a hacer depositar plata en algún banco, tengo a su hijo, un secuestro virtual
-no tan virtual- mientras yo estoy acá, preso, secuestrado en esta ducha con
olor a meo y cucarachas cobrizas. Necesitan tiempo, por eso no me sueltan.
Mando mensajes como un desgraciado, no
puedo parar. ¡Llamen a la embajada!
Nada, sin respuesta. Deliro. Puedo pensar, a pesar de todo puedo pensar.
Intento tranquilizarme. Me hablo en tercera persona. Tranquilizáte Mariano, tranquilo. Está todo bien. Me miento. Respirá hondo. Inspiro, cargo mis
pulmones, los lleno de aire, se inflan, lo suelto, despacio. Aspiro otra vez, y
cuento para retenerlo. Uno, dos, tres, cuatro… Lo suelto de a poco. Pienso
¿Cómo podrían hacer eso? ¿Desde la misma policía? Es un delirio. La brisa.
Sería como ir a robar un banco con el nombre escrito en la frente. Dudo, hasta
dónde puede llegar la corrupción policial. Hasta dónde no es abiertamente una
asociación ilícita. Se manejan con una impunidad y un descaro extraordinarios,
la misma institución los ampara. Respiro. Vuelvo a exhalar. Estoy en una
comisaría, en medio de la nada. Un indio me tiene secuestrado. Un indio que
salió de la Isla del Sol hace millones de años, que cruzó el lago, que llegó a
La Paz, que cruzó medio Bolivia, que se perdió, que traicionó, que abandonó su
historia para convertirse en una contra-nada, una contra-nada con una wiphala
en su hombro como excusa, una wiphala sin sentido, vaciada de contenido. Que
usa aniquiladores de sueños con punta redondeada para pisotear la historia, su
propia historia cada noche. A la inversa de “los familiares” que se fue
llenando de sentido y ahora lo sé todo. Un indio cuyo único fin es
extorsionarme, sacarme plata y quién sabe qué más. ¿Y qué si no puede sacarme
mucho? ¿Y si consigue lo que quiere? ¿Me van a dejar libremente, sabiendo que
puedo hacer una denuncia en algún organismo de Derechos Humanos, en el
consulado o la embajada? Wiphala. ¿Tan impunes son, o es que tienen algo
planeado? Me desespero. Transpiro, mis manos comienzan a sudar. Aspiro. Mi pecho
se hincha y no de orgullo. Exhalo de a poco, esperando. Otra vez la brisa
entrando por la ventana. De mis manos cae agua como de un caño roto. No pasa
nada. Cada vez estoy peor. Tranquilo. Mis ansias no desaparecen. Me desespero.
Nada peor que la desesperación. La paranoia es una habitación vacía. El salón
se vacía, pero la música continúa. La gente se va yendo a medida que la luz
comienza a entrar por los ventanales que dan a la calle. Solo algunas parejas
distribuidas en dos o tres mesas y otros acodados en la barra, entre las que me
encuentro. Terminamos los tres hablando, por casualidad.
Un cubano simpático, como todo cubano.
Algo charlatán, como todo cubano. Es bajista, anda con el bajo a cuestas. Toca
en el Café 24 me cuenta. Mañana te vienes,
me dice. Frente a la plaza Veinticuatro de Septiembre. Donde tocamos con Tangi.
Trato de no pensar en Tangi, ni en la loca de su novia. Delirante. El cubano no
para de hablar. Es simpático. Me invita cerveza. Acepto, cómo quisiera una
cerveza ahora. Salir, estar ahí, tomando cerveza con el cubano, el bajista. Yo
también tocaba el bajo, le cuento. Hace tiempo, en una orquesta de jazz,
hacíamos standards, clásicos. My
funny, All of me, Fly me, But not for me, Take five, etc. Por
alguna razón que ya no recuerdo aparece ella, Cristela. De la nada. Con su
cuerpo esbelto, su ombligo al aire, sus cabellos y sus ojos negros, de los más
negros que vi en mi vida, profundos, casi una fosa. A mi lado él con su bajo,
el cubano, del que nunca supe el nombre, aunque al día siguiente lo fui a ver
al Café 24 con su orquesta, conformada por cubanos residentes en Bolivia, una
cantante preciosa también, que cantaba por las noches y en el día trabaja en un
SPA. Todos cubanos, excepto uno de los percusionistas, un camba. Hablamos de
música, latin, son, salsa, música cubana, etc. De Cachao, de Bebo, de su hijo,
de la Lupe, de Abreu, Manolito, etc. Tu
sabes, me dice, cómplice, tu sí que
sabes. El cubano, de Santiago o de La Habana, ya no recuerdo. Haciendo
alarde. Cristela abre los ojos a cada palabra, no sabe tanto, pero su pasión es
infinita. Eso me enamoró, entre otras cosas. Camba linda. Tan hermosa,
amante de la música cubana, y con los ojos tan grandes y tan negros. Y ese
ombligo como las depresiones del Fuerte de Samaipata. El cubano alardea, aun
recuerdo sus palabras, porque Patitucci
no hace lo que hago yo, él toca muy
bien, pero no puede hacer un tumbao.
La música se apaga. Es tarde y el dueño
ya quiere cerrar. ¡Club Caribe se cierra
carajo! Grita intentando imponer autoridad. Pero nadie le da importancia.
Los que estamos en la barra, seguimos como si nada, conversando, tomando, etc.
Como si no existiera.
-¿Y
vos cantas?- le pregunta el cubano.
-Claro-
le responde ella, segura -es uno de mis
secretos mejor guardados-.
-A
ver, canta algo-.
-¿Ahora?-.
-Sí,
ahora-.
Ya es de día. Por las ventanas se filtra
la claridad y el lugar se va haciendo más feo. El boliche ya no es tal, aunque
los que estamos seguimos tomando como si nada, por esa costumbre de tomar hasta
que no quede más. Muy de país latino, latinolandia, reventarse hasta que no
quede nada, nada de estómago, nada de hígado, nada de oro ni de plata, nada de
petróleo, nada de nada. Entonces Cristela cantó. Junto aire, aspiró, tímida, se
llenó los pulmones de aire y cantó. Contigo
en la distancia, bolero clásico, feelin´ como dicen los que saben, género
cubano, mezcla entre bolero y jazz, nada fácil. Sin embargo, lo hace a la
perfección, cada nota en su lugar, precisa, una voz que pasa de los graves a
los agudos con una facilidad tremenda. Al primer fraseo el lugar enmudeció, el
murmullo se apagó y se hizo un vacío que hizo que su voz retumbara en las
paredes. Al pronunciar no hay bella
melodía me miró directo, con esos ojos como agujeros negros, como fosas, y
yo casi me hago pis encima. Me sentí en La habana, mirando el Caribe desde el
Malecon, con ella del brazo, con su alma cubana desprendiéndose de esa voz
hermosa. En qué no surjas tú fue
peor, su mirada más intensa, volaba por los aires. ¡Qué mujer! Qué belleza.
Latinoamérica se me aparecía en una sola imagen y pensaba en la contradicción
como esencia. En el potencial creativo y en su música, como si no hubiera nada
más. Latinoamérica es eso, pensé, solo música. Ni quiero yo escucharla... terminó por volverme loco, ya no había
nada que me pudiera bajar a tierra. Quise ofrecerle matrimonio ahí mismo, con
su ombligo al aire, arrodillarme frente a ella y que se viniera conmigo para
Buenos Aires o quedarme en Santa Cruz para siempre -fantasía que ahora miro con
desprecio y que no se me ocurriría pronunciar jamás-.
Yo, el cubano, el lugar entero se
enamoraron de su voz, una voz que por momentos adquiría un tono metálico,
preciso, que elevaba su caudal y el volumen, y luego volvía a una calidez
íntima que te arrinconaba en el sillón más oculto del peor de los
antros. Sonaron los aplausos. El lugar entero se enamoró. Se hizo un
silencio que duró varios segundos. No se oyó una voz, como una manifestación respetuosa
a la obra que termina, como si lo que pudiera suceder después necesariamente
estuviera condenado a la desgracia por contraste, frente a lo maravilloso que
acababa de suceder. El cubano y yo seguíamos con la boca abierta. Enamorados. Con vos voy a formar una banda, le dijo,
no sé si para levantársela, como buen cubano, o con proyecciones serias, pero
el hecho lo ameritaba. Joe Patitucci no
puede hacer un tumbao. Su mirada seguía arrinconándome. Soñé con ella esa
noche y la siguiente.
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