domingo, 7 de mayo de 2017

Dunkan Mcleod (fragmento)



16
La paranoia es como el viento antes de la tormenta. Aparece como una brisa suave y se va. Más tarde vuelve, repentina, te rodea el cuerpo, permanece unos minutos y vuelve a desaparecer. Nunca se queda definitivamente, pero sus apariciones son cada vez más regulares y más potentes. Cuando comienza a soplar del todo ya es imposible detenerla, por eso hay que evitar que se acelere a cualquier precio.

Desde la ventana llega el sonido de una frenada, luego el sonido de un motor acelerando a fondo. Gritos, carcajadas. Es sábado a la noche, más allá de la ventana hay vida. Me pierdo en las grietas de una de las paredes. En la forma de una rosa. Dibujo el tallo con la imaginación, una hoja saliente y luego la otra. Una curva. Las líneas hacen un giro imaginario que revela la forma precisa de los pétalos. Una rosa en un jardín de mierda, de meo. Una rosa entre cucarachas. Vuelve a escucharse el sonido de un motor. Quisiera estar del otro lado. Irme, desaparecer como el humo. Como Zeus, en forma de lluvia. Duncan MacLeod, el inmortal, inventor de la Odisea y una peregrinación de mil cien años desde que salió de la Isla del Sol. Qué podría recordar desde entonces.

Quieren extorsionar a mi familia. Mientras me tienen acá están llamando a mi familia a Buenos Aires, es por eso que me pidieron el nombre tantas veces. Vuelven a mi cabeza esas palabras pronunciadas por la contra-nada del camión, vuelven cargadas de sentido: "los familiares", le dijo cuando se iba, a Dunker. En ese momento fue un simple eco vacío de contenido, que no reconocí, pero que por alguna razón quedó fijo, flotando en mi mente. Era imposible comprenderlas vacías de contexto. Pero ahora lo sé, vuelven completas, la información se minimiza, ya no hace falta saber más. Era por eso. “Los familiares”. Corruptos. Sinvergüenzas. Desquiciados. No tienen límites. La contra-nada es una institución hecha para delinquir, su única finalidad. Les van a hacer depositar plata en algún banco, tengo a su hijo, un secuestro virtual -no tan virtual- mientras yo estoy acá, preso, secuestrado en esta ducha con olor a meo y cucarachas cobrizas. Necesitan tiempo, por eso no me sueltan.

Mando mensajes como un desgraciado, no puedo parar. ¡Llamen a la embajada! Nada, sin respuesta. Deliro. Puedo pensar, a pesar de todo puedo pensar. Intento tranquilizarme. Me hablo en tercera persona. Tranquilizáte Mariano, tranquilo. Está todo bien. Me miento. Respirá hondo. Inspiro, cargo mis pulmones, los lleno de aire, se inflan, lo suelto, despacio. Aspiro otra vez, y cuento para retenerlo. Uno, dos, tres, cuatro… Lo suelto de a poco. Pienso ¿Cómo podrían hacer eso? ¿Desde la misma policía? Es un delirio. La brisa. Sería como ir a robar un banco con el nombre escrito en la frente. Dudo, hasta dónde puede llegar la corrupción policial. Hasta dónde no es abiertamente una asociación ilícita. Se manejan con una impunidad y un descaro extraordinarios, la misma institución los ampara. Respiro. Vuelvo a exhalar. Estoy en una comisaría, en medio de la nada. Un indio me tiene secuestrado. Un indio que salió de la Isla del Sol hace millones de años, que cruzó el lago, que llegó a La Paz, que cruzó medio Bolivia, que se perdió, que traicionó, que abandonó su historia para convertirse en una contra-nada, una contra-nada con una wiphala en su hombro como excusa, una wiphala sin sentido, vaciada de contenido. Que usa aniquiladores de sueños con punta redondeada para pisotear la historia, su propia historia cada noche. A la inversa de “los familiares” que se fue llenando de sentido y ahora lo sé todo. Un indio cuyo único fin es extorsionarme, sacarme plata y quién sabe qué más. ¿Y qué si no puede sacarme mucho? ¿Y si consigue lo que quiere? ¿Me van a dejar libremente, sabiendo que puedo hacer una denuncia en algún organismo de Derechos Humanos, en el consulado o la embajada? Wiphala. ¿Tan impunes son, o es que tienen algo planeado? Me desespero. Transpiro, mis manos comienzan a sudar. Aspiro. Mi pecho se hincha y no de orgullo. Exhalo de a poco, esperando. Otra vez la brisa entrando por la ventana. De mis manos cae agua como de un caño roto. No pasa nada. Cada vez estoy peor. Tranquilo. Mis ansias no desaparecen. Me desespero. Nada peor que la desesperación. La paranoia es una habitación vacía. El salón se vacía, pero la música continúa. La gente se va yendo a medida que la luz comienza a entrar por los ventanales que dan a la calle. Solo algunas parejas distribuidas en dos o tres mesas y otros acodados en la barra, entre las que me encuentro. Terminamos los tres hablando, por casualidad.

Un cubano simpático, como todo cubano. Algo charlatán, como todo cubano. Es bajista, anda con el bajo a cuestas. Toca en el Café 24 me cuenta. Mañana te vienes, me dice. Frente a la plaza Veinticuatro de Septiembre. Donde tocamos con Tangi. Trato de no pensar en Tangi, ni en la loca de su novia. Delirante. El cubano no para de hablar. Es simpático. Me invita cerveza. Acepto, cómo quisiera una cerveza ahora. Salir, estar ahí, tomando cerveza con el cubano, el bajista. Yo también tocaba el bajo, le cuento. Hace tiempo, en una orquesta de jazz, hacíamos standards, clásicos. My funny, All of me, Fly me, But not for me, Take five, etc. Por alguna razón que ya no recuerdo aparece ella, Cristela. De la nada. Con su cuerpo esbelto, su ombligo al aire, sus cabellos y sus ojos negros, de los más negros que vi en mi vida, profundos, casi una fosa. A mi lado él con su bajo, el cubano, del que nunca supe el nombre, aunque al día siguiente lo fui a ver al Café 24 con su orquesta, conformada por cubanos residentes en Bolivia, una cantante preciosa también, que cantaba por las noches y en el día trabaja en un SPA. Todos cubanos, excepto uno de los percusionistas, un camba. Hablamos de música, latin, son, salsa, música cubana, etc. De Cachao, de Bebo, de su hijo, de la Lupe, de Abreu, Manolito, etc. Tu sabes, me dice, cómplice, tu sí que sabes. El cubano, de Santiago o de La Habana, ya no recuerdo. Haciendo alarde. Cristela abre los ojos a cada palabra, no sabe tanto, pero su pasión es infinita. Eso me enamoró, entre otras cosas. Camba linda. Tan hermosa, amante de la música cubana, y con los ojos tan grandes y tan negros. Y ese ombligo como las depresiones del Fuerte de Samaipata. El cubano alardea, aun recuerdo sus palabras, porque Patitucci no hace lo que hago yo, él toca muy bien, pero no puede hacer un tumbao.

La música se apaga. Es tarde y el dueño ya quiere cerrar. ¡Club Caribe se cierra carajo! Grita intentando imponer autoridad. Pero nadie le da importancia. Los que estamos en la barra, seguimos como si nada, conversando, tomando, etc. Como si no existiera.

-¿Y vos cantas?- le pregunta el cubano. 
-Claro- le responde ella, segura  -es uno de mis secretos mejor guardados-. 
-A ver, canta algo-. 
-¿Ahora?-.
-Sí, ahora-. 

Ya es de día. Por las ventanas se filtra la claridad y el lugar se va haciendo más feo. El boliche ya no es tal, aunque los que estamos seguimos tomando como si nada, por esa costumbre de tomar hasta que no quede más. Muy de país latino, latinolandia, reventarse hasta que no quede nada, nada de estómago, nada de hígado, nada de oro ni de plata, nada de petróleo, nada de nada. Entonces Cristela cantó. Junto aire, aspiró, tímida, se llenó los pulmones de aire y cantó. Contigo en la distancia, bolero clásico, feelin´ como dicen los que saben, género cubano, mezcla entre bolero y jazz, nada fácil. Sin embargo, lo hace a la perfección, cada nota en su lugar, precisa, una voz que pasa de los graves a los agudos con una facilidad tremenda. Al primer fraseo el lugar enmudeció, el murmullo se apagó y se hizo un vacío que hizo que su voz retumbara en las paredes. Al pronunciar no hay bella melodía me miró directo, con esos ojos como agujeros negros, como fosas, y yo casi me hago pis encima. Me sentí en La habana, mirando el Caribe desde el Malecon, con ella del brazo, con su alma cubana desprendiéndose de esa voz hermosa. En qué no surjas tú fue peor, su mirada más intensa, volaba por los aires. ¡Qué mujer! Qué belleza. Latinoamérica se me aparecía en una sola imagen y pensaba en la contradicción como esencia. En el potencial creativo y en su música, como si no hubiera nada más. Latinoamérica es eso, pensé, solo música. Ni quiero yo escucharla... terminó por volverme loco, ya no había nada que me pudiera bajar a tierra. Quise ofrecerle matrimonio ahí mismo, con su ombligo al aire, arrodillarme frente a ella y que se viniera conmigo para Buenos Aires o quedarme en Santa Cruz para siempre -fantasía que ahora miro con desprecio y que no se me ocurriría pronunciar jamás-.


Yo, el cubano, el lugar entero se enamoraron de su voz, una voz que por momentos adquiría un tono metálico, preciso, que elevaba su caudal y el volumen, y luego volvía a una calidez íntima que te arrinconaba en el sillón más oculto del peor de los antros. Sonaron los aplausos. El lugar entero se enamoró. Se hizo un silencio que duró varios segundos. No se oyó una voz, como una manifestación respetuosa a la obra que termina, como si lo que pudiera suceder después necesariamente estuviera condenado a la desgracia por contraste, frente a lo maravilloso que acababa de suceder. El cubano y yo seguíamos con la boca abierta. Enamorados. Con vos voy a formar una banda, le dijo, no sé si para levantársela, como buen cubano, o con proyecciones serias, pero el hecho lo ameritaba. Joe Patitucci no puede hacer un tumbao. Su mirada seguía arrinconándome. Soñé con ella esa noche y la siguiente.

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