jueves, 12 de octubre de 2017

Estrellas




Pude amar esta noche con piedad infinita
pude amar al primero que acertara a llegar.



Había manejado casi cuarenta minutos. Lo que más me gustaba de Los Ángeles era perderme en los freeways durante la noche -cuando no estaban atestados por el tránsito diurno-. Tenía un Subaru blanco que había comprado en una subasta por ochocientos dólares, manejaba mirando un cielo oscuro y limpio de nubes, mientras escuchaba un casette de Pappo pésimamente grabado en un estudio en Los Ángeles. 

-Te voy a regalar esa estrella- le dije, señalando una de tantas, una vez que pasé a buscarla y terminamos sobre la playa, en Newport Beach. Tenía dieciocho años y era tremendamente cursi, no sé cuándo dejé de serlo, ni siquiera si dejé de serlo en algún momento. Yo era cursi y ella carecía de capacidad metafórica. 

-¿Y cómo me la vas a regalar?- preguntó. 

Jenny era peruana y quería ser modelo. Tenía unas piernas largas, una tez pálida y un pelo lacio largo que se derramaba por su espalda. La conocí en una fiesta de argentinos, en una casa en Burbank. En Los Ángeles las distancias son extensas y uno acostumbra moverse cientos de kilómetros en una sola noche. 

-¿Y cómo vas a regalármela?- volvió a preguntarme. Seguir con el tema me hacía avergonzarme, después de todo no era más que una excusa para poder besarla. 
-Así, las estrellas se regalan- respondí -¿no lo sabías?-. 

Me miró extrañada, su mirada era totalmente cristalina. ¿Qué es lo que estoy haciendo acá? pensé, o mi mente pensó, porque era en esos momentos que mi cabeza se escindía y me hacía escurrirme y tomar consciencia de lo ridículo que era todo. Quizá lo único que quería era manejar y perderme en la noche por las autopistas, mirando el cielo y escuchando a Pappo, y el resto no era más que una excusa. 

-¿Y a ti quién te la regaló?- preguntó. Para ese entonces yo estaba a miles de kilómetros. 
-No sé- respondí con pocas ganas, y sin intenciones de continuar aquel diálogo que ya se me estaba haciendo ridículo.
-¿Cómo que no sabes?- insistió y yo volví a pensar en aquella fiesta en Burbank, de la que nos terminaron echando. Había ido con Ulises, que nunca terminaba de adaptarse a ningún lugar, y siempre hacía algo para que nos echaran, como pelearse con alguien o robarse alguna cosa. La casa era de una hija de argentinos, y en general -por lo menos en Los Ángeles- los hijos de argentinos tienen un carácter extraño, pretendidamente latino, pero que no termina de ser ni una cosa ni otra, como si tomaran lo peor de ambas cosas. 
-¿Qué hacías ahí?- le pregunté a Jenny, que miraba fijamente hacia el mar. Sabía bien lo que hacía, había ido con Daniel, otro argentino, que vivía en Irvine, del que más tarde me hice bastante amigo, pero mi intención era cambiar el tema de conversación. 

Permaneció pensativa, como si no comprendiera el cambio tan abrupto de tema, o le llamara la atención el cambio en mi estado de ánimo. 

-Disculpá, no puedo evitarlo- le dije. Me miró, tenía unos ojos color miel, podían haber sido lindos o interesantes, sin embargo, los encontraba completamente vacíos. De fondo se escuchaba el estruendo de las olas. Curiosamente el viento golpeaba nuestras espaldas. 
-¿Qué es lo que no puedes evitar?- me preguntó. Sentí que cada vez nos alejábamos más. 

La miré, seriamente, adelanté mi cuerpo y arremetí con un beso fracasado, cuya intención tenía más que ver con evitar aquel silencio embarazoso que otra cosa. Era evidente que habitábamos planetas opuestos. A esa altura todo resultaba imposible.

-Las estrellas- dije en un suspiro, sin siquiera pensarlo. 

Jenny no respondió, ni volvió a decir nada más. Apenas movió la cabeza haciendo que su pelo, -que había atado con una hebilla-, ayudado por el viento, acompañara el movimiento y se desplazara levemente sobre sus hombros. Tenía un pelo oscuro, que hacía juego con la noche. El pelo es una de las cosas que más me gusta de las mujeres. Movió una vez más la cabeza, y su pelo volvió a escurrirse entre sus hombros. Era un lindo pelo, pensé, al mismo tiempo que un sentimiento de odio contra mí mismo recorrió mi cuerpo. A eso siguió un escalofrío que me puso la piel de gallina. Sabía que más tarde tomaría el freeway de vuelta hasta Venice beach, maldiciendo mis cambios de ánimo y mirando el cielo negro y escuchando la guitarra de Pappo, tratando de no prestar atención a su voz desafinada, producto de una grabación en la que no se habían tomado siquiera el trabajo de acomodarla.

De la fiesta en Burbank tuvimos que irnos casi corriendo. Una vez en el auto Ulises me mostró un teléfono inalámbrico, sin la base, que se había llevado. -¡Mirá que sos huevón, eh!- le reproché -ni siquiera te sirve-. Se rió, a las tres o cuatro cuadras lo tiró por la ventana. Apenas sentimos el chasquido que hizo al chocar contra el pavimento.

Miré a Jenny una vez más, ahí sentada, con su espalda recta y su mirada apuntando hacia el mar. Le tomé la mano innecesariamente y permanecimos un rato más en silencio, ya no tenía sentido probar nada. Nos conocimos en una fiesta y nos despediríamos frente al mar, no estaba tan mal. Volví a imaginarme en el freeway de vuelta, camino a casa, quizá hiciera una parada en algún Denny´s a tomar un café o a comer algo. Las olas seguían rompiendo enfrente nuestro y sus estruendos sonaban cada vez más potentes. Mañana va a ser un buen día para surfear, pensé. 

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