sábado, 27 de enero de 2018

Signos

Siempre tuve un espíritu romántico y algo melancólico. Ya de chico cuando todos se iban a jugar al fútbol yo prefería perderme por ahí, en el campo, al borde de un arroyo, en una choza que habíamos construido y quedarme al sol, mirando correr el agua e imaginando toda clase de cosas. Teníamos una casa en un Country Club cerca de Pilar, estaba en medio del campo, muy distinto a lo que es hoy que se pusieron de moda y linda con otros Countries o barrios privados y nunca deja de haber casas, autos y motos circulando por todas partes. Antes no, uno cruzaba los alambrados y se encontraba en medio del monte, entre vacas y arbustos añejos desde donde podía verse un horizonte de pastizales. En el fondo del Country había un portón de rejas por el que uno podía fugarse fácilmente, la seguridad no era un tema apremiante y nadie estaba pendiente de quién podía entrar a robarle. Es por eso que aquel portón muchas veces quedaba abierto y a mi me significaba ahorrarme tener que estar saltando alambrados.

Siempre busqué los límites, ya sean territoriales como en ese momento, luego simbólicos si se quiere, a través de los viajes, la literatura o el pensamiento político. Mi viejo intentaba hacerme sentir culpable, era bastante rústico y sus reproches estaban orientados hacia allí, podía notárselo en su rostro, qué pasa con mi hijo que no cumple el rol de varoncito yéndose a jugar al fútbol como todo el mundoEl aventurarse en terrenos imaginarios, literarios, etc., era visto -y aun lo sigue siendo- como una actitud algo femenina o no del todo masculina. Nunca fui amanerado, ni tenía rasgo alguno que pudiera hacerlo desconfiar, pero supongo que aquello de alguna manera lo asustaba -de todos modos nunca hubiera estado conforme, él nunca estaba conforme con nada que yo hiciera-. 

Algo en la soledad siempre me gustó y me hizo sentir cómodo, a pesar de mis constantes esfuerzos por encajar en un paradigma distinto que impone el rebaño como lógica, yendo a jugar al fútbol o a cuánto deporte existiera (esto te va a servir para relacionarte con gente cuando seas grande, me decía mi viejo, siempre pensando en los negocios, claro. De todos modos le agradezco, tengo un físico completamente moldeable para los deportes y no tardo más que algunos minutos en adaptarme hasta el más extraño y realizarlo en forma más que decente), y más adelante en salidas a boliches o bares con amigos en los que nunca terminaba de sentirme cómodo, nunca logré vencer ciertas resistencias. No es que no soporte los grupos, soy una persona bastante sociable, pero por un rato, luego me canso y necesito estar solo. 

La cuestión es que me adentraba por esos territorios casi vírgenes y ahí me quedaba. Al borde del Country corría un riacho frente al que me sentaba y podía estarme horas mirando correr el agua. El sólo hecho de sentir el sol de invierno posarse sobre mi piel era suficiente para estarme ahí durante mucho tiempo. A diferencia de la mayoría de las personas, lo más importante en mi vida siempre sucedió de mi cabeza para adentro. Soy un viajero nato y, más allá de que mi cuerpo se viera quieto o estático, mi mente se desplazaba de un lugar a otro a la velocidad luz y sin pausa. 

Lo único que me llamaba la atención era que no me gustara la pesca, cualquiera diría que ese es el deporte de los pensadores y los solitarios, un desafío al tiempo prácticamente. El pescador y su soledad, esperando que ocurra ese quiebre cuando la boya se hunde entre las aguas -abriendo esas hondas marinas para todas partes- y es menester calcular cuando dar el tirón. Sin embargo, nunca soporté la pesca, para eso se requiere de paciencia y eso es algo de lo que carezco absolutamente. Que pudiera quedarme sentado durante horas no estaba en lo más mínimo relacionado a la paciencia, como intentaba explicar, mi mente siempre fue un torbellino en el que ocurren infinidad de cosas por segundo. La pesca es otra cosa, un uso del tiempo distinto, una relación de par con unos peces que están ahí para medir la paciencia del pescador: por alguna razón siempre saben quién es dueño de ésta y quién no. Las veces que lo intenté nunca pude sacar nada más que el anzuelo vacío, ese cuerpo de metal reluciente al rayo del sol, como si esos pececitos se burlaran de mí debajo del agua mientras jugaban a robarme la carnada. Sumado a eso tengo un espíritu demasiado sensible y hasta los peces me dan pena cuando los sacan con el anzuelo entre los labios, ni hablar cuando se les incrusta hasta la garganta y hay que torcerles el pequeño pescuezo para quitárselo y volverlos a tirar al arroyo. La pesca siempre me pareció algo cruel. 

Quizá mi viejo tuviera razón y hubiera algo femenino adentro mío que él trataba de evitar que se desarrollara, no lo sé. Si sé que cuando era más joven tenía enorme terror a ser homosexual, tanto que me horrorizaba no tener una erección al estar con una mujer, no poder "cumplir", etc. Lo cierto también es que las mujeres siempre me volvieron loco, en todo sentido. Mi viejo trabajaba con mujeres del espectáculo a las que me era completamente normal ver semidesnudas por todas partes, a lo que mi vieja me llenaba la cabeza con que eran todas putas y lo único que querían era la plata de mi viejo. Aquello me generó un desorden mental enorme que ameritó bastante tiempo de psicoanálisis. 

Por esas curiosidades que tiene la mente humana, cuando no puede procesar algo correctamente lo disocia -principio básico del psicoanálisis-, entonces estaban las "mujeres" por un lado y las "prostitutas" -que me encantaban- por otro. Si una mujer va a estar por dinero con un hombre, mejor aclararlo de antemano para que no queden dudas ni haya malos entendidos. Eso me aliviaba bastante la cosa. El resto quizá eran mujeres desexualizadas que terminaban por aburrirme pronto. Cuando intentaba unificar los polos me traía bastantes problemas, por eso siempre me costó ponerme de novio. En algún momento de la relación fantaseaba con que ésta era una prostituta, y cuando digo fantaseaba no me refiero al concepto vulgar de fantasía que se utiliza comúnmente, sino al uso psicoanalítico que toma fantasía por realidad: por momentos estaba totalmente convencido de ello y hasta me tomaba el trabajo de averiguar cómo es que trabajaba. Cualquiera podría pensar en aquello como un paso necesario para la libidinización, sin embargo a veces causaba el efecto opuesto, aquello significaba un amor interesado -algo ridículo si uno pensaba en mi patrimonio del que prácticamente me había ido despojando, supongo que por esta misma razón: la búsqueda de un supuesto amor puro-; no era a mi lo que querían, sino algo que yo tenía y no era mío, y por momentos me quitaba totalmente el deseo. 


El despojo sea quizá uno de los nudos principales en mi vida, siempre bromeo con que, como algunas monjas o curas, en algún momento de ésta hice votos de pobreza. Solamente que no puedo ubicar el momento exacto en que sucedió. Además de todo eso soy impulsivo y extremista en mis decisiones, y heredé el autoritarismo y ciertos rasgos violentos de mi viejo que anularlos me causa problemas por otros flancos, como si uno no pudiera elegir con qué parte del combo quedarse o existiera un equilibrio que no se puede romper solamente quitando de un lado. Sé perfectamente que la eliminación -o el intento de eliminación- de la violencia de mi persona me causó muchos desbalanceos emocionales que todavía estoy tratando de regular. Como decía, no se puede simplemente quitar de un lado sin poner en otro para restablecer cierto equilibro, es antinatural. El problema es que no tengo del todo claro qué es lo que debería poner "del otro" y eso por momentos me vuelve algo inseguro e inestable. 

Volviendo a la cuestión sexual soy completamente irregular, como en el resto de mi vida. Se supone que estoy bajo la égida de Escorpio, un signo sexual por excelencia. Sin embargo, depende mucho de mi interés y de otras cuestiones ligadas al deseo. Me encanta el sexo, me encanta lo que hay detrás o debajo de éste, y siempre voy por más, -ya dije que busco naturalmente los límites-. Sin embargo, en este campo también soy extremista, puedo garantizar la mejor experiencia sexual como la peor. No me esfuerzo en absoluto, me sale naturalmente o no pasa nada, y tampoco necesito hacerlo porque sí; puedo estar meses sin estar con nadie si no encuentro alguien que realmente me cautive. 

La soledad es otra cuestión ambigua o paradójica. Me encanta y a la vez no la soporto, tiendo naturalmente a ella -la mayoría de mis viajes los hago solo, hasta los imaginarios- pero en mi cabeza se mezclan toda esta serie de mandatos ya mencionados en relación a lo grupal, a la pareja, etc. -incluso termino exigiéndole al otro cosas en las que ni siquiera creo o siento-. Quizá ahí radique el hecho de que no me guste la pesca, para ser un buen pescador hay que aprender a manejar la soledad. 

A veces tengo la idea de que toda mi vida se organizó en esas idas "al campo" detrás del Country, que todo mi futuro estaba contenido en esas aguas sucias que corrían por el arroyo que me sentaba a contemplar al rayo del sol. Quizá había algo que no comprendí, un código que serpenteaba entre las piedras o en el verdín que se aferraba a éstas, como una especie de cifrado. Un giro a la izquierda, una rama cortando el paso,el salto de una roca o el simple sonido de las aguas. Un destino inmanente ahí condensado que se iría desplegando con los años. No tengo dudas de que existe un destino regido por una serie de códigos ocultos que cada tanto se manifiestan en una serie de sincronicidades o hechos que aparentan ser casuales pero que de casuales no tienen nada. El problema es saber leer esos signos, poder articularlos y darles un sentido. Eso es lo más complejo, porque incluso leerlos de manera errónea puede llevar a los lugares equivocados, a callejones sin salida o a destinos trágicos. 

Como siempre digo, el problema respecto al destino no tiene tanto que ver con no saber lo que va a ocurrir como con no poder reconocer a los personajes en esa trama, esa fue la tragedia de Edipo y ese el problema de las tragedias en general. Edipo sabía perfectamente desde el comienzo lo que iba a sucederle, ya se lo había anticipado el oráculo y es por eso que deja "su" tierra, a su supuesta madre y a su padre, etc. Sin embargo, confunde a los personajes y eso provoca su caída. Lo mismo le ocurrió al Imperio Azteca, sabían que un dios estaba a punto de presentarse por el mar desde occidente pero confundieron a los dioses con los españoles, y cuando pudieron distinguirlos ya era demasiado tarde. 

Ese es el problema de los "signos" en general, cada tanto aparecen marcas que los ponen en evidencia -puedo recordar decenas de ellos en mi vida-, que manifiestan claramente que existe un hilo rector que los organiza, pero por ahora siento que estoy muy lejos de poder darles el sentido correcto, aunque por momentos me acerque y reconozca fragmentos que pueden ligar uno con otro. En definitiva, de eso se trata, de poder ligar los significados. 

Todos mis amores fueron anticipados por algún relato que había escrito previamente. En algunos casos, los nombres eran exactos a las protagonistas de mis cuentos o novelas, en otros se trataba de nombres velados pero que escondían una descripción precisa respecto de su personalidad. Me encontré con Sonia por ejemplo cinco años después de haberla nombrado protagonista de mi primera novela, mucho tiempo después a Mariana, aunque no se llamara así, cualquiera que lea el cuento que la tiene como protagonista no podrá dudar un segundo que se trataba de ella. 

Luego hay conexiones que tienen más que que ver con desplazamientos metonímicos, tal como los aplicaban los surrealistas y como los retoma Lacan cuando vuelve el psicoanálisis sobre el significante. Por ejemplo Andrea, mi novia de México, su apellido era García, y tenía un gato que se llamaba Teodoro. Sonia, mi novia posterior vivía en la calle Teodoro García, resulta más que evidente que entre aquellos significantes se esconde un juego de significados encriptado que atraviesa mi vida y que permite leer uno a partir del otro, lo difícil es poder descifrar el sentido final que esconde aquello que no es más que un acertijo. A principios de los noventa mi viejo trajo al Cabaret Tropicana de Cuba con el que fuimos a hacer un show a Rosario. Sus integrantes insistieron con que querían conocer el edificio en donde nació el Che. Entramos al edificio, al palier, no al departamento porque no se sabe en cuál nació, además es un edificio de gente conservadora a la que no le gusta que anden pululando extraños por ahí, mucho menos recordando al Che. Un año después, en un pueblito de veraneo del sur de Brasil llamado Capao da Canoa, conocí a Clara, mi primera novia, y no solo resultó ser rosarina, sino que vivía en ese mismo edificio de la calle Entre Ríos 480, frente a un café que se llamaba La Máquina. 

Otro caso interesante fue a los veintitrés o veinticuatro años, no recuerdo bien. Yo venía sufriendo unos ataques intensos de angustia y decidí a ir a ver a un siquiatra por mi obra social. Daniel Irese se llamaba, un tipo bastante mediocre -como la mayoría de los siquiatras imagino-, con el que asistí unas cuantas sesiones hasta que se le ocurrió darme su versión sobre el Proceso y no volví a verlo. Justo al mismo tiempo estaba cursando uno de los talleres obligatorios de la carrera de Comunicación, con un profesor bastante mediocre también que se llamaba Ariel Direse. De no ser por la primera R de Ariel y Daniel, el intercambio perfecto, uno agregaba la D en el nombre que le faltaba al otro en el apellido. Unos meses más tarde deje de asistir también. Es fácil suponer que detrás de esa ecuación habría algo más que dos mediocres y dos abandonos. 

Una mañana antes de tomar finales en una Universidad de Palermo, una alumna me entregó un ensayo respecto de los imaginarios de los colombianos que vivían en Estados Unidos. Apenas me senté en la mesa de final me puse a ojear su trabajo y no pasaron ni dos minutos que al docente junto al que estaba sentado le sonó el celular. Atendió y mantuvo una pequeña conversación en la que dijo textual: -está bien, nos encontramos frente a la embajada de Estados Unidos, sí, en la calle Colombia-. Fue tal mi asombro que le mostré el ensayo en el que ya en título se leían las palabras Estados Unidos y Colombia (o colombianos, que era prácticamente lo mismo). Este se rió y lo tomó como una curiosidad, creo que sin terminar de comprender el cifrado que mantenía semejante secuencia. 

Otros son los casos de nombres propios de lugares que ya he descripto minuciosamente en alguna otra novela, que aluden a la inmanencia de la historia que aquello desencadena, incluso nombres o cosas con las que uno sueña y que más tarde se encuentra. Curiosamente Soledad -un significante que se viene desplazando a través de los años- se llamaba mi primera noviecita del jardín, cuando apenas tenía cuatro o cinco años (aunque ya tuviera desarrollado de sobra este espíritu romántico). Mi psicóloga, en Boedo, a sólo una cuadra... De todos modos el problema radica en la anticipación o en poder desentrañar aquello para poder transformarlo en otra cosa, en encontrar quizá la piedra Rosetta que abra a la lectura de los jeroglíficos. 

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