martes, 8 de enero de 2013

Las milanesas y el acorazado.

Milanesas con tortilla de papas. Combinación extraña. No estaba mal para cualquiera, pero para ellas sí, podría decir ellos pero eran cinco mujeres y un solo hombre. No hay por qué. Sentados en una mesa redonda, como todos, había por lo menos siete mesas redondas, todas llenas.  Las milanesas estaban hechas con la carne más dura que encontraron, y la menor de ellas no bajaba de los setenta. Apenas podían cortarlas, gastando todas las energías que le restaban por el día, y eran recién las doce. Mucho menos masticarlas. No había caso. Las milanesas iban a quedar ahí. No se podían comer. No podían arriesgarse a perder el último diente, o a romper las dentaduras. Una de ellas estableció la asociación. Era delgada, de pelo blanco, muy elegante, tenía una tez muy pálida. Se notaba que de joven debió haber sido una mujer muy apetecible. Las milanesas seguían ahí, sin ser tocadas, todas las miraban, resignadas.  

-Hay que quejarse- dijo una, viejita, como todas, mi abuela también -esto no lo como ni loca, no es para mi-. Pero ella era de alta alcurnia, o por lo menos eso pensaba.

Entonces ella comenzó a hablar del acorazado. 

-La película es de un director ruso- dijo -y está basada en un hecho real-. Me sorprendió. Puro prejuicio, supongo. Y ahí mismo comentó el hecho, cuando le daban carne podrida a la tripulación. 

-Carne con gusanos- la interrumpió Mariano, otro interno del geriátrico, lúcido.

-sí, eso, carne con gusanos- repitió ella. 

¡La asociación no tiene límites! Luego, comentó la escena del cochecito cayendo por las escaleras, 

-la volvió a hacer un director americano- dijo -en homenaje, no me acuerdo cómo se llamaba-. 

-Brian de Palma- dije yo, -en Los intocables-.

-ah, sí- dijo -ahí-. 

La milanesas seguían ahí, sin que ninguna se atreviera a tocarlas.

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