sábado, 29 de diciembre de 2012

Performance

El vagón estaba lleno, algo que resultaba extraño teniendo en cuenta que eran las siete de la tarde en dirección al centro. Buenos Aires no descansa nunca. Un percusionista que trabaja a la gorra -era por lo menos la tercera vez que lo veía adentro del subte- había armado un set al costado de una de las puertas centrales y resultaba muy atractivo. En uno de los pies se había atado unos cascabeles que le servían para llevar un pulso constante a más de ciento veinte negras por minuto. Mientras sus manos le daban a a una tumbadora blanca, marca Colombo, de las primeras que se hicieron en Argentina, de la que sacaba toda clase de sonidos y efectos.

Seguramente aprovecharon la distracción, los pasajeros se encontraban obnubilados con el espectáculo percusivo, era casi hipnótico, y lo aprovecharon para echar mano. Inesperadamente -su carácter disruptivo fue tal que más parecía una performance que un hecho fortuito- un grupo de personas, dos o tres, nunca pude contarlos detenidamente, comenzó a arrastrarse por el suelo buscando algunas monedas supuestamente caídas. Sin duda que, de no ser por la finalidad del hecho, podían haber pasado por artistas, aunque quién es capaz de decir hoy con seguridad cuál es la finalidad del arte. Ingenuamente, algunos pasajeros les indicaban donde estaban las monedas o los ayudaban a recogerlas, eso mezclaba todo el asunto, dándole a la acción una dimensión participativa.

El carácter narrativo de la existencia humana hace que uno necesite encontrarle una racionalidad a todo, y que automáticamente construya una historia necesaria donde no existe más que un conjunto de hechos contingentes. Cada vez estoy más seguro de que eran artistas, artistas del engaño, si se quiere. La historia era simple, a alguien se le había roto un bolsillo o caído un monedero (la reconstrucción depende del capricho de cada uno y  nadie pudo haber visto el momento inicial porque todos estábamos pendientes del percusionista que, sin quererlo, es un engranaje sustancial en esta historia) y la lógica de la razón llevaba sola al segundo paso: tratar de encontrarlas. De pronto lo teníamos recorriendo el suelo del vagón a la búsqueda de sus monedas perdidas. En el tumulto empujaban a los pasajeros de un lado al otro como pidiendo espacio, una concatenación de hechos consecuentes que no necesitan mayor explicación. Ellos solo esgrimían algunas premisas iniciales que el auditorio solo se encargaba de reconstruir, eran fundamentalmente aristotélicos.

El carácter narrativo consta de una temporalidad que es completamente ajena a los hechos reales, de la misma forma que la consciencia aporta su tiempo y espacio a los caprichos del inconsciente, por lo que esto que parece haber durado cinco, diez minutos, transcurrió solo en un instante. Menos de una quinta parte del trayecto de una estación a la otra. Cuando las puertas se abrieron y ellos salieron apurados, cualquiera pudo haber pensado (por lo menos ese fue mi caso) que su apuro tenía que ver con la cercanía de la estación de destino, toda narración construye su lógica y su necesidad. Cualquiera menos él. A pesar de la verosmilitud del relato, la performance dejó algo extraño flotando en el ambiente que no tardó en esclarecerse. Un hombre, de unos treinta y largos, calvo, de origen brasileño, palpó sus ropas y automáticamente acabó con la razón inicial del relato para otorgarle una segunda, tan verosímil como la anterior: su celular había desaparecido. Tenía un jean azul oscuro, bastante apretado a su cuerpo, que no era precisamente escultural (de todos modos, su mal gusto no amerita el hurto). A cualquiera podría resultarle curiosa la acción: un bolsillo pegado al cuerpo y un teléfono metido casi hasta la altura de la ingle, meter la mano hasta ahí y retirarlo sin que el dueño tome consciencia. 

Es mucho más difícil creer esta historia que la anterior, la de las monedas. Sin embargo el arte es así, y ellos eran artistas, artistas del relato o del hurto, capaces de hacer posible lo imposible. 

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