37.
MIS PECHOS ESTARAN SIEMPRE ABIERTOS
MIS PECHOS ESTARAN SIEMPRE ABIERTOS
Mariano Gallego.
"No saber si existe un final, no saber cómo seguir ni
adonde ir, caer por el pozo, veinte, treinta, cincuenta... mil metros, caída de
nunca acabar mirando solo el negro de las paredes y nada más. Negro y más
negro, hasta el punto de no saber si todavía podes ver. El vacío, la angustia, la
nada…”. Otra vez esa sensación de no saber si existo, de no saber de mi,
perder consciencia de mi ser, no saber quién soy, no existir. La miraba dormir,
tan suave, observaba sus pulmones llenándose de aire, su cuerpo elevándose y
descendiendo. Su alma en una calma infinita, totalmente inconsciente. Su piel. Alexia…
Su cuerpo es suave, alargado, tiene un cuello largo, tentador, quisiera
apretárselo, me muerdo los dedos para no hacerlo. Me conocen, saben mi nombre,
dónde encontrarme. Duerme boca arriba, su pecho se hincha, se eleva una y otra
vez, como una alfombra mágica, la expresión de su sueño es tan pacífica.
Anoche salí, no aguantaba más la soledad, casi ni me
reconozco acá dentro, por momentos me siento un extraño en mi propia casa. Las
paredes se me vienen encima, apenas tengo espacio para moverme, siento que se
me acaba el aire. Caminé hasta Lacroze, casi treinta cuadras, después hasta la
Chacarita, quince más, terminé en el Rodney, había caminado casi sesenta
cuadras y no estaba cansado, sentía que nada podía cansarme. Me tomé todo lo
que encontré. El tráfico permanente que hay en el Rodney es de no creer.
Personas que entran y salen en todo momento, autos que estacionan, que frenan,
que siguen. El baño es un hervidero. Le pregunté a una chica que atendía,
rubia, de ojos claros, por el viejo dueño, un tipo grandote, de atar.
-No sé nada-, me respondió.
Lo tuvieron que internar, no me lo dijo, pero yo lo
sé, lo mandaron a Mar del Plata porque no podía más. Ahora era una mezcla rara.
Cuatro tipos, tan diferentes (y entre ellos esta chica) una mezcla entre los
protagonistas de una serie de Sony Entreteinment y empleados de un parque de
diversiones. Uno era flaco, con la cabeza casi platinada, se había puesto unos
flotadores en los brazos y no paraba de gritar,
-¡me ahogo! ¡Me ahogo!-.
Otro, sin remera, raquítico también, tenía unas
antiparras negras con marcos amarillos fosforescentes y hacía gestos como si
estuviera nadando en el fondo del mar y lo fuese a salvar al otro que se estaba
ahogando. Todo eso frente al cementerio, es como si los muertos miraran y se
rieran de todos nosotros. Adentro estaba lleno y afuera también. En la mesa a mi
lado se habían sentado tres chicas. Había una morocha, flaca, alta, más alta
que yo, con el pelo ondulado. Me miraba. Todas me miraban, en forma rara, pero
ella me miraba en forma especial. Su mirada me ponía un poco nervioso, me
rascaba la barbilla de la pera, y me miraba aun más, como si hubiera algo en
ese gesto que le gustara. Estaba solo, era casi una señal de alerta, un tipo
solo en el Rodney a las tres de la mañana significa que algo no anda del todo
bien. El Rodney siempre tiene la música a todo volumen, sonaban los Rolling
Stones, el volumen subió aun más, apenas se podía escuchar otra cosa, era
imposible mantener una conversación si no era a los gritos. El Rodney es así,
no es para hablar, es para tomar y callarse. Pensar demasiado te puede hacer
acabar mal. Ellos seguían ahí, gesticulando, -me ahogo, me ahogo-, gritaba uno
y el otro lo rescataba, se reían a carcajadas. “Ella dijo, mis pechos estarán siempre abiertos, nene, podes descansar
tu cabeza sobre mi, y siempre habrá un espacio reservado en mi estacionamiento,
para cuando necesites un poco de coca y comprensión. Todos necesitamos alguien
con quien soñar, si querés podes soñar sobre mi, sí, todos necesitamos en quién
acabar, si lo deseas podes acabarme a mi. Soñaba con un engranaje de acero de
guitarra, cuando tomabas a mi salud un té de jazmín, me apuñalaste en el sucio
y asqueroso sótano, with that jaded faded junky nurse, oh, what pleasant
company”. Let it bleed, se escuchaba de fondo.
Uffff, como si no hubiera otra cosa en qué pensar en
este mundo. No hay tema más apasionante que la muerte. Las chicas se reían, se
reían y me miraban raro, sentía esa risita un poco libidinosa, era obvio que
les llamaba la atención, salir solo es signo de valentía, supongo, es duro y
difícil mostrarse solo por ahí, un sábado a las tres de la mañana, hay que ser
valiente para eso. Se reían y escuchaban la música, pero no la letra, de
escucharla se hubieran espantado “todos
necesitamos alguien de quien alimentarse, si lo deseas podes alimentarte de mi,
toma mi brazo, toma mi pierna, ¡oh! baby, pero no tomes mi cabeza. Todos
necesitamos alguien en quien desangrarse, y si lo deseas podes desangrarte
sobre mi, todos necesitamos alguien en quien desangrarse, si lo deseas porqué
no desangrarte sobre mi”. Sentía casi que me lo decían a mí. Para ellas era
un simple divertimento, supongo, una canción más, la voz de Jagger desangrándose,
la guitarra de Richards, rubateando, pero para mí, esa ubicación, el cementerio
de fondo, la calle Newbery, el ambiente del Rodney y sobre todo esa canción
eran casi una interpelación.
-¿Por qué no te sentás con nosotras?- me dijo ella
mientras se reía con las otras.
Accedí, se llamaba Alexia, o se hacía llamar así me
enteré después, porque su nombre no le gustaba, la que más me llamaba la
atención, la que tenía esa mirada fuerte. Ninguno sabía bien qué decir,
estuvimos callados por unos minutos hasta que Alexia me preguntó si me gustaban
los Rolling, le respondí que en algún momento me habían gustado bastante, que
los había visto varias veces, por lo menos cuatro, tres cuando vivía en Los
Angeles. Eso les llamó la atención y yo me inflé como si les estuviera contando
que había estado en Woodstock.
-La primera vez los vi en Las vegas, en el noventa y
cuatro, en el estadio cerrado del MGM, viajé cuatro horas en un Subaru que se
caía a pedazos, ni siquiera sabíamos cómo llegar. Iba con un amigo, Nicolás
(sí, el mismo que me cagó con mi novia) habíamos salido a las cuatro de la
tarde. Terminé de trabajar y lo pasé a buscar por su trabajo en Venice Beach,
sobre la Winward. Anduvimos cuatro horas, atravesamos el desierto que separa
Los Angeles de Las vegas, “el desierto de la muerte” (es increíble lo que
despierta esa palabra en la humanidad), lugar crítico donde los antiguos
viajeros perdían referencia de la civilización, donde se quedaban sin agua y se
morían de sed, ahora había un freeway que ahorraba todas esas molestias-,
mientras lo contaba ellas no lo podían creer, eran bastante más chicas que yo.
-El concierto era a las nueve, llegamos justo, dejamos el auto estacionado en
cualquier parte. Ni siquiera teníamos entradas, conseguimos unas reventas que
nos costaron sesenta dólares (¡hicimos cuatrocientos kilómetros y ni siquiera
sabíamos si íbamos a entrar!). Antes tocaban los Wild Cats, apenas pudimos
verlos. El recital fue increíble, sonaban igual que en las grabaciones, puro
escenario. Estrenaban bajista porque Billy Wyman se había cansado de robar (eso
no se los dije). Nuestras ubicaciones eran al fondo pero lo vimos casi a cinco
metros del escenario, apenas te controlaban. Se conocen de memoria, suenan
igual que un disco. Estábamos eufóricos, era como formar parte de una leyenda,
décadas esperando ese momento. Lo peor pasó cuando salimos, se habían llevado
el auto y tuvimos que caminar ocho kilómetros para ir a buscarlo. El transporte
público en EEUU casi no existe, y menos del lado Oeste. En el desierto de día
hace mucho calor pero a la noche hace frío, y estábamos totalmente
desabrigados. Tuvimos que pagar casi ochenta dólares de multa, ¡más que la
entrada! por dejar el auto en cualquier lado, y no me lo querían dar porque no
tenía casi papeles, lo había comprado en una subasta, por ochocientos dólares. Lo
único que tenía eran las llaves y unas cartas a mi nombre en el interior y fue
gracias a eso que me lo dieron. Intentamos dormir adentro del auto pero hacía
mucho frío. No pude pegar un ojo. Salimos para Los Angeles a eso de las cinco
de la mañana, aun no amanecía, no habíamos dormido en toda la noche y estábamos
muertos de sueño. Nicolás se durmió y yo casi no me aguantaba despierto. Comenzaron
a cerrárseme los ojos hasta que me quedé dormido mientras manejaba, terminamos
a los saltos en medio del desierto. Afortunadamente no había nada con qué
chocar y no nos fuimos para el carril contrario-, esa parte de la historia las
hizo abrir los ojos, casi pegaron un salto. Alexia me miraba como si estuviera
viendo a un fantasma. -La vez siguiente fue en el Rosebowl, ahí mismo en Los
Angeles, también con Nicolás, otra vez conseguimos entradas de reventa, nos
costaron lo mismo, sesenta dólares. Recién pudimos entrar cuando ya estaba por
empezar la banda telonera. ¿Saben cuál era?-, pregunté, intentando sumar, sabía
que les iba a llamar la atención.
-No, ¿cuál?- me preguntó Alexia que cada vez se la
notaba más apegada a la historia y también a mi.
-Los Chilli Peppers- rematé.
-Nooooooo- dijeron todas a coro, era obvio que las
tenía en el bolsillo, Alexia estaba fascinada, lista para venirse conmigo.
-Sí, tocaron los Chilli Peppers, cosas que uno vive en
Los Angeles- dije vanagloriándome -como cuando uno pasa por House of Blues y
está Eric Clapton tocando, sin siquiera ser anunciado-. Y volví al relato
original -un recital impecable, casi perfecto, con Flea y con Frusciante
(mentira, ni siquiera me acordaba si estaba o no a esa altura de la banda, y
además habían sonado como el culo). Al otro día fui otra vez, para sacarme las
ganas. Y la cuarta vez fue acá, en
Buenos Aires, en realidad ya estaba podrido de verlos, pero coincidió que Bob
Dylan pasaba por Buenos Aires y horas antes anunciaron que iban a tocar juntos.
Eso fue casi cuatro años después, otra gira, Bridges to Babylon, en el año
noventa y ocho, decidí que no me lo podía perder y corrí a buscar una reventa,
Dylan toca sus temas versionados, como si se avergonzara de repetirlos igual,
los Rolin en cambio los hacen idénticos, sin mover una negra…-. Alexia estaba
lista para venirse conmigo, lo notaba en sus ojos y yo había vuelto a sentir
esa necesidad…
Sus amigas habían notado la conexión entre nosotros y
decidieron irse. Era obvio que la estaban dejando sola. Si se hubieran ido diez
o cinco minutos antes otra sería la historia. Ya habían pedido la cuenta cuando
me encontré a un viejo amigo, Hernán, tocamos juntos en una banda hace varios
años. No tuvo mejor idea que gritar mi nombre y apellido a los cuatro vientos
como si me estuvieran llamando en un hospital. Y lo repitió de nuevo como si no
bastara con un solo grito. En ese momento sentí que mis planes se frustraban,
fue como una energía que decayó por completo y se llevó todas mis fuerzas. Me
sentí totalmente débil. Las amigas de Alexia todavía estaban ahí, se estaban
yendo, pero ahora sabían mi nombre y apellido, era muy arriesgado.
Fue automático, no es que hubiera elaborado un plan
sistemático en mi cabeza que entonces veía frustrado, sin embargo, es como si
mi cuerpo sí lo hubiera hecho. Ya no sentía ninguna necesidad de estar con
Alesia (porque según me confesó más tarde se llamaba así y no Alexia, pero
odiaba ese desliz de la s en su nombre y prefería intervenirlo con una x) que a
esa altura había decidido quedarse. No sabía cómo decirle que se fuera con sus
amigas, que ya no sentía absolutamente ningún deseo. Cuando nos fuimos del
Rodney seguían jugando al ahogado, no se cansaban nunca, repetían la escena una
y otra vez, y se reían a carcajadas como si fuese la primera vez que la
ensayaban. Finalmente Alexia terminó en mi departamento, por inercia, por amor
propio o por temor al que dirán, o porque después de las energías que había
puesto en llevármela ya no tenía vuelta atrás. Lamentablemente mi cuerpo sabía
que era todo demasiado arriesgado, era al primero que iban a señalar. Sabían mi
nombre y mi apellido gracias a Hernán.
No pasó absolutamente nada, la noche para mí duró una
eternidad, ella se durmió enseguida, sin entender. En mi cabeza aparecieron los
elefantes de Dalí con sus patas alargadas, el mendigo juntando las maderas en
forma de cruz, intentando alejarlos lo más posible y ella sobre el lomo de los
elefantes, mostrando su cuerpo desnudo y erguido en medio del desierto. Alexia
tenía un cuello largo, seductor, era lo que más me gustaba, con cada inhalación
era como si me lo estuviera pidiendo, estaba todo tan… fácil. Sentía el gemido
de su respiración sobre mí, miraba cómo su pecho se elevaba y se comprimía. Se
movió como si estuviera soñando y fue el único momento en toda la noche que
tuve una erección. Pensé seriamente en rodear su cuello con mis manos y que
pase lo que pase. No me animé. Pensaba en Hernán, gritando como un ridículo. El
nombre debería ser anónimo, sagrado. No hubo forma que le hiciera el amor. Se
la notaba decepcionada, no tanto ante la imposibilidad de saciar su deseo, sino
ante la conciencia de que había perdido el mío. Yo seguía mordiéndome las manos
para no hacerlo.
Cuando se hicieron las diez de la mañana no aguanté más
y la desperté, quería que se fuera. Le dije que era el día de la madre y que me
tenía que ir. Antes de irse me preguntó si la iba a llamar. No sé por qué lo
hizo pero me dejó su teléfono. Cuando se fue suspiré aliviado.
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