miércoles, 26 de diciembre de 2012

Noche buena

La última mujer salió huyendo despavorida, el llanto se escuchaba desde la calle.


-No puedo más señora- dijo -no puedo más- ni siquiera quiso cobrar lo que se le adeudaba. Su autoestima era baja pero tenía un límite. 

Su hija la miró, un poco con lástima y otro poco con fastidio, hacía varios días que se veía obligada a dormir con ella en la misma habitación y ya estaba muy cansada. Las últimas tres señoras que habían contratado para cuidarla habían salido cuanto menos, a llanto abierto. 

Se resignó, llenó sus pulmones de aire y así como estaba, como si ese llenar los pulmones hubiese sido una revelación, se la llevó al primer geriátrico que encontré (solo alcanzó a comprarle un vestido, suelto, medio jipi, para que estuviera más cómoda). 


-Mamá, ahora te vas a tener que quedar acá- le dijo -yo ya no aguanto más y la oncóloga me dijo que tengo que estar tranquila... Tengo derecho a pasar mis últimos años en paz, no me la hagas más difícil por favor-. 

Miraba sin mucho más para hacer, sus ojos, vidriosos, lo investigaban todo como si estuviera en una dimensión aparte. No le gustaba en absoluto estar ahí, los personajes eran extravagantes, algunos tullidos, en sillas de ruedas, encorvados y algunos tan flacos como si toda la existencia anterior les hubiera pasado por encima. Una muestra triste de lo que significa envejecer en la pobreza. Todo lo que había le remitía a la rigurosidad de la muerte. Pero lo que menos toleraba de todo eso, era tener que compartir el remate de su existencia con otras personas, nunca había tolerado mucho la compañía, y ahora estaba obligada a hacerlo y con extraños. 


La había jodido del todo y a pesar de su desconexión intermitente con la realidad, la razón sobrante le alcanzaba para comprenderlo. Era un veinticuatro de diciembre. 

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