jueves, 24 de noviembre de 2016

Un viaje hacia la muerte




El miedo a no resucitar
traducía en la lengua cristiana
 el  miedo ancestral
 a morir sin sepultura.
Phillippe Ariés. 


Aquella tarde salió de su casa para no volver. Lo sabía y por eso se resistió tanto. Hacía unas horas que había comenzado a sentirse mal, sus piernas tenían un tamaño tres veces a lo normal y ya no podía caminar. Bajo su remera podía notarse un bulto que crecía, enorme, a la altura del hígado. Su piel se había puesto amarilla y el iris de sus ojos, de un azul profundo e intenso, resaltaba entre una esclerótica también amarilla.  

Al verlo en aquel estado llamé a su médico. 

-En la clínica queda un sólo lugar- dijo éste -si se ocupa van a tener que llevarlo a otra-. 
-Vamos a tener que ir- le dije.
-¡Yo de acá no me muevo!- respondió, terco. Sus ojos se habían abierto, desesperados, como si fueran a saltarle de sus órbitas. No supe qué hacer.
-Vamos, son solo unos días- le dije -para que te revisen-. Volvió a repetir lo mismo.

Justo encima de la cama colgaba un crucifijo de madera. Nunca antes se lo había visto, nunca fue católico.

-¿Eso es nuevo, no?- le pregunté, intentando cambiar de tema.
-Me lo regaló tu madre- respondió, justificándose. Una luz menguante penetraba por la ventana y pegaba sobre su cabeza, iluminando su frente. No corría aire y un olor intenso inundaba la habitación. 
-¿Querés que te prenda el ventilador?-. Levantó la vista y miró las paletas sucias. Juntó los labios y me echó una mirada desamparada.
-Hacé lo que quieras- respondió. No creo que le importara demasiado. 



Extrañamente, su desesperación se intercalaba con lapsos de extrema tranquilidad. 

-No hice nada con mi vida- dijo en uno de éstos. Al mismo tiempo todo tenía ese aire anticipatorio. -Nada- resaltó, volvió a juntar los labios. Hurgué en mi mente tratando de encontrar algún suceso que lo contradijera, pero no se me ocurrió nada. No soy bueno para estas cosas. -Si volviese a vivir me dedicaría a la música- agregó después y terminó por descolocarme. Nunca supe si hablaba en serio o es que ya estaba desvariando. Sus gustos musicales tenían más que ver con el contenido de algunas letras que con la música en sí, carecía absolutamente de oído. 
-¿Lo decís en serio?- le pregunté, y me miró con cierta resignación. Quizás fuera un modo de acercarse a mí, nuestros últimos años no se dieron en forma del todo tranquila.

Estaba a punto de decir algo más cuando llegó mi hermana con ánimos de tomar el mando de la situación; ella también se negaba a la internación.

-De última es mejor que muera en su casa- me dijo, ingenuamente, en voz baja, para que él no escuchara. No se imaginaba los trámites que se toma la muerte antes de llegar.
-Teníamos todo para ser felices- dijo él, en otro de esos lapsos, desconcertándonos nuevamente, y haciendo que mi hermana tuviera que salir del cuarto para llorar.


Finalmente, y pese a la resistencia de ambos, me impuse. Lo bajamos en silla de ruedas y lo subimos a un taxi. -Es solo por unos días-, le repetí y me sentí tremendamente culpable.

Era domingo y por la calle no había un alma. El trayecto hasta la clínica se hizo eterno, nadie dijo una sola palabra. Yo miraba por la ventanilla aguantándome el llanto. De alguna manera lo vivía como un viaje hacia la muerte. Qué se necesita para ser felices, pensé, y mi mente se llenó de simplezas: compartir una película, un desayuno, un concierto... 

Recuerdo haber visto una nena -justo a la altura de Luis María Campos, frente al paredón de la abadía-, una nena de cuatro o cinco años, sola en medio de la vereda. Hizo un gesto con su mano saludándome. Todo sucedía en cámara lenta, su brazo delgado moviéndose como un péndulo invertido. Su sonrisa triste, sus labios apenas empujándose hacia arriba y un vacío entre sus dientes frontales. Su piel era extremadamente blanca y brillaba reflejando los rayos del sol.

Cuando llegamos casi anochecía. Hicimos los trámites de internación, lo sedaron y lo dejaron en cuidados intermedios. Los domingos es como si las clínicas privadas se prepararan para el luto -el silencio y la sensación de soledad se hacen inaguantables-. Más tarde lo llevarían a la habitación. 

-Ahora pueden irse- nos dijo una enfermera, imperativamente, sin ningún atisbo de compasión. Mi hermana estuvo a punto de contestarle.
-Vamos- le dije, tomándola del brazo -son las reglas...-.

Cuando salimos ya era de noche, recién comenzaba la primavera y en la calle reinaba el olor a tilo. Ambas combinaciones me exasperaban. Por un lado el color alegre de las ramas florecidas y por otro una sensación de ahogo y una angustia que -por fin- me hicieron derramar un mar de lágrimas. 

-Se va a poner bien- me dijo ella, sin terminar de creerlo. 

No imaginaba que aquello fuera definitivo, aunque él lo supiera perfectamente. Los moribundos tienen una percepción infalible respecto a su momento final. Sus últimos esfuerzos para no salir de su casa eran un síntoma de aquello, luchaba como un león al que quieren quitarle sus crías. Yo de acá no me muevo...

Un viaje hacia la muerte, volví a pensar, y se me apareció la cara de aquella nena con su tez pálida y su sonrisa triste. Una conversación inteligente, un buen argumento político, un café en alguna esquina -los últimos tiempos nos la pasábamos en los cafés-. Eso podría ser la felicidad. Sentí como si al llevarlo a ese lugar de algún modo hubiera anticipando su muerte. 

-Vamos- dijo mi hermana y justo en ese momento sopló una brisa que arrastró las flores de jacarandá que había regadas sobre la vereda. 

Quién sabe tuviera razón y fuera mejor que todo terminara en su casa. Las clínicas no están preparadas para la muerte, aún así se encargan de que ello suceda anónimamente.

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