(Texto De Paz Moreno)
Desde
Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático,
ha
caído sobre el continente una cortina de acero.
Tras él se encuentran todas las capitales
de
los antiguos Estados de Europa central y oriental.
Me desperté con el mismo dolor entre las piernas. Hacía
casi una semana que venía con eso y cada vez se ponía peor. Miré el puf sobre
la mesa de luz, fue un acto reflejo. Cambio de síntoma, pensé, y no pude evitar
la angustia. También pensé en el deslizamiento de los significantes, aunque no
con esas palabras. O sí, los pensamientos también se construyen con
palabras.
Asma, cistitis, asma,
cistitis, asma, cistitis...
Intenté levantarme pero no pude, era como si me hubiera
pasado un camión por encima. Odio ser mujer. Me serví un vaso con licuado de
espinaca y perejil. Es lo mejor para esos dolores, eso dijo Susana, la mujer
que trabaja en casa. Tómelo y ya verá. Sin embargo, no parecía tener el menor
efecto. Puse mis manos en la entrepierna, como si con eso solucionara algo, y hasta
pensé en inhalar del puf para calmar el dolor. Era un razonamiento absurdo, rebuscado,
pero tenía cierta lógica. Si era un desplazamiento de síntomas... Quise volver
a dormir pero no pude, el dolor era demasiado intenso. Prefiero el asma.
Me esperaba un día fatal. Bancos, médicos, estudios,
almuerzo con mi viejo, estudios, quizás a la noche mi vieja... No tenía fuerzas
ni ánimos para levantarme de la cama. Miré el celular para saber la hora, había
una llamada perdida; mi ginecólogo. ¡Qué oportuno! Opté por llamarlo más tarde,
ya eran demasiadas malas noticias juntas y no quería seguir acumulando. Busqué
la etimología de cistitis en el teléfono, la suponía asociada a alguna
maldición de género -típico de los griegos-. La mujer siempre vinculada al
castigo. No la encontré. Inflamación de la vejiga... etc., pura terminología
médica. Me desilusioné.
Tomé un nuevo trago de aquel licuado verde y espeso y estuve
a punto de vomitar. Era un asco. Es un
remedio casero, lo usaban los antepasados, así dijo Susana, aunque no
especificó cuáles. Susana era peruana, quizá fueran los Incas o los Huros. Tómelo y ya verá...
El cuarto se mantenía oscuro como una tumba y la
pantalla del teléfono resplandecía como una luna llena. Esa cortina es
invulnerable, pensé, observando cómo eludía los rayos del sol, o simplemente
contrastándola con mi estado. La ventana apenas se traslucía como un rectángulo
difuso. Esa cortina es de acero. No pude evitar la asociación, la noche
anterior había terminado la biografía de Churchill.
Bejiga, asma y cistitis.
Bejiga, asma, cistitis. Acero.
Pensé en alguna composición. Volví a mirar el puf,
junto al licuado y la copa de vino vacía en la mesa de luz, al costado de la
biografía. La tomé y abrí una página al azar
...Hitler exigía la entrega de los territorios de los Sudetes a Alemania, Checoslovaquia aún confiaba en la alianza entre Gran Bretaña y Francia...
Hitler se abría paso en una Europa vencida, era una guerra anticipada. Acomodé un almohadón en mi espalda para leer más cómodamente. Corrí un mechón de pelo que avanzaba sobre mi frente y mi mente volvió a divagar. Churchill, cistitis, puf... cortina de acero... Debía existir una buena forma de combinar aquellos elementos. Pensé en la guerra, en los límites, en mis viejos, en los médicos, en el ardor y en el asma. En Susana y en sus ancestros. También tenía psicoanalista esa misma tarde, me pregunté cómo llegaría a hacer todo.
Me detuve sobre una foto de Hitler sobre el margen del
río Sena, con la Torre Eiffel de fondo. Hitler se encargó de humillar a los
franceses desandando cada uno de los puntos que tuvieron lugar en el armisticio
de la Primera Guerra. Me causó cierto regocijo. No hubiese estado mal que
Francia desapareciera o fuese anexada por Alemania. Siempre odié a los franceses.
Una puntada hizo que casi saltara de la cama y me llevara nuevamente las manos a
la entrepierna. Me acurruqué en el lateral derecho en posición fetal y esperé algunos
minutos hasta que el dolor se fue haciendo más tolerable. Cerré los ojos pero
no pude evitar que algunas lágrimas se desprendieran y corrieran por mis
mejillas. Nacer mujer es una maldición.
La cortina seguía estoica aguantando los embates del
sol que apenas se traslucía sobre los marcos de la ventana. El celular volvió a
llamar. Ginecólogo, decía en la pantalla. Preferí no atender. Aún eran
las diez de la mañana.
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