lunes, 26 de junio de 2017

Almuerzo


A esa hora el restaurante estaba vacío, sin embargo, eligió sentarse contra uno de los rincones al fondo, adonde no llegaba la luz natural. Una mancha de humedad se adivinada opaca tras el blanco de la cal que se había usado para intentar taparla. 

Era el Día del padre, un domingo soleado y bastante cálido para la época del año y Ester no tuvo mejor idea que llevar al suyo a almorzar a una parrilla sobre Alvarez Thomas, en Villa Urquiza. Su padre apenas podía moverse y había que ayudarlo para todo, incluso para comer. Hacía poco había sufrido un acv del que no se recuperó totalmente, y algunas funciones orgánicas ya no le respondían. Ella pidió una tira de asado y para él un bife de chorizo. -No te preocupes, papá, yo te lo corto- respondió a sus reparos.

De a poco el restaurante se fue llenando y en la mesa de al lado se sentó un hombre, alto, de unos sesenta años. Tenía una camisa de mangas recogidas y un jean. 

-Vos sos psicóloga- le dijo al verla. Ella lo miró sorprendida. -Nos conocimos en un seminario. Tu nombre era ...- dudó. 
-Ester- repuso ella. No lo recordaba, pero le parecía atractivo por lo que le resultaba extraño no recordarlo.
-Fue hace mucho, casi veinte años- dijo él. -Ricardo- y le extendió la mano.
-Ah, sí, Ricardo-. Seguía sin recordarlo, no tiene el típico aspecto de sicólogo, pensó, pero no quería perder su atención. 

Acercó su silla a la mesa de Ricardo y estuvo a punto de tirar la botella de vino, sus movimientos eran algo atolondrados. Se acomodó el pelo detrás de la oreja y se rascó una mejilla. -¿Estás sólo? Yo lo traje a almorzar a mi papá, por el día del pa...- antes de terminar la frase se golpeó la frente con la palma de su mano. -Esperá- dijo y se dio vuelta buscando la cartera en el respaldo de su silla. Ricardo permaneció en silencio, siguiendo sus movimientos mientras ella sacaba un blister de su cartera. -Perdón, me había olvidado- dijo después y se metió una pastilla color rozada en la boca.

La moza, de unos veinticinco años, se acercó con los platos. Ester volvió a su mesa y le cortó dos o tres trozos de carne, apurada, a su padre. -Comé estos- le dijo -cuando termines te corto más- y prosiguió su conversación con Ricardo que se limitaba a mirarla, Ester no paraba de hablar. Habrán pasado quince o veinte minutos, la parrilla se había llenado de gente y el murmullo, junto con el sonido de cubiertos, se esparcía por todo el lugar. Ester paseó por toda su vida, desde su infancia en San Pedro, su ciudad natal, de donde nunca debí irme, dijo en tono de broma, luego su adolescencia, su carrera de sicóloga en la UBA -en algún momento reparó en el seminario de la EOL, donde supuestamente se conocieron, hasta el momento actual de su vida, que no era del todo bueno. -Podría ser peor- dijo, siempre cubriendo todos los espacios, sin dar lugar a respuesta -por eso las pastillas- dijo casi con culpa. 

-Se te va a enfriar el asado- le dijo Ricardo en algún momento de la conversación, que básicamente era un monólogo, posiblemente cuando ya se había cansado de escucharla. Ester volvió a golpearse la frente con la palma de la mano. 

-Uy- atinó a decir al darse vuelta y notar que el rostro de su papá estaba casi azul. -¿Qué pasó?- dijo en un suspiro apenas perceptible y llevándose ambas manos al pecho -¡pa... pá!- Miró una vez más a Ricardo, indecisa, buscando ayuda. -¿Qué hago?- le preguntó. 

A Ricardo, que segundos antes se había alegrado -apenas había podido comer un cuarto de su milanesa- no le quedó más que pararse y acercarse a ver qué es lo que había sucedido. Apoyó una de sus manos, una mano grande -casi inflada, de dedos anchos y callosos, extrañas para un psicólogo-, sobre el cuello del padre de Ester. -Me parece que...- y con la misma mano realizó una línea horizontal en el aire, como si le diera algo de aprehensión pronunciar la palabra muerto. 

Ester tomó su cartera y se metió otra pastilla en la boca. Luego lo miró a Ricardo, 
-¿Vos seguís siendo psicólogo?- le preguntó, pensando en su mano callosa.
-Nunca fui psicólogo- respondió. Ester quedó desconcertada y estaba a punto de preguntarle a qué se dedicaba. -¿No vas a llamar al Same?-.
-¿Debería, no?-.

Corrió la noticia y todos adentro de la parrilla comenzaron a mirar la mesa de Ester, con su padre ya morado y sin vida, aún sentado frente al bife con el que se había atragantado. Un rato más tarde cayó la policía -la tuvo que llamar el dueño de la parrilla- y luego el Same. El anterior sonido de conversaciones y cubiertos, mesas y sillas corriéndose y raspando contra el piso, había dejado lugar a un silencio indeciso, en el que nadie sabía bien cómo actuar. 

-¿Qué pasó, ma?- dijo un chico de unos cinco o seis años, unas mesas más adelante.
-Nada, un hombre que se atragantó. No te preocupes-.
-¿Y se murió?-.
-No, no se murió-.
-¿Y por qué está así?-.
-Está dormido-.
-¿Dormido o desmayado?-.
-Las dos cosas...-.

Ester estaba paralizada y no se movía de su silla, Se corría el pelo de la cara, se rascaba debajo de la nariz y acariciaba la cartera como si tuviera un oso de peluche. Repetía esos tres movimientos sistemáticamente, en ese orden. Encima del labio ya había comenzado a marcársele una roncha de color rojo.

-¿No tenés familiares?- le preguntó Ricardo.
-Tengo una hermana-. 
-¿Por qué no la llamas?-. 

Entonces Ester tomó el teléfono. Papá se atragantó y se murió, le dijo a Susana, su hermana, al mismo tiempo que emitía una risita nerviosa. ¿Me estás jodiendo? se escuchó del otro lado ¿estás hablando en serio? A los veinte minutos estaba ahí. 

-¡Qué es lo que pasó!- preguntó desesperada y a los gritos, desde la puerta. Había entrado a la parrilla casi corriendo llevándose mesas y sillas por delante. 
-Hola, soy Ricardo- se presentó él, ya que Ester no decía nada. -Mirá, estábamos conversando y... -se llevó la mano a la nuca, dudando de lo que iba a decir -y se distrajo. Cuando lo vio ya era tarde-. ¡Lo mataste! estuvo a punto de decirle Susana, pero se aguantó, apenas le salió un hilo delgado de aire y la frase se manifestó como un susurro, conocía el estado mental de Ester y temía perder a su padre y a su hermana el mismo día. 
-¿Qué cosa?- preguntó Ester. 
-Nada, dejalo así-.

La policía hizo desalojar el lugar. Los médicos revisaron el cuerpo y lo pusieron en una camilla. Luego lo taparon con un manta de tela negra y a ambas hermanas les hicieron firmar una planilla.

-¿Ahora para dónde lo llevan?- preguntó Susana.
-Va a haber que hacerle una autopsia- respondió uno de los médicos -hay que descartar el envenenamiento-. Susana emitió un suspiro, pensando más en las complicaciones que en la vida de su padre -qué lío-.
-Qué regalo del día del padre que nos hizo- dijo Ester y volvió a emitir una risita sorda. Su hermana la miró en silencio. 

Los paramédicos salieron y entraron dos o tres veces del lugar, hasta que finalmente se llevaron el cuerpo a la ambulancia. Al ver que todo estaba controlado Ricardo aprovechó para irse. -Bueno, suerte- dijo al despedirse, al instante se arrepintió de pronunciar esa palabra. -Bueno... se entiende-.
-¿A qué te dedicas?- le preguntó Ester, cuando ya estaba en la puerta.
-Soy mecánico- respondió -mecánico de autos-.
-Ah- dijo ella pensando nuevamente en sus manos callosas -perom entonces...- tenía curiosidad por saber qué hacía en aquel seminario, pero no pudo terminar la pregunta, Ricardo ya había atravesado la puerta.

-Terminamos- dijo uno de los policías, el de mayor rango -en unos días nos comunicamos-. Los paramédicos ya se habían retirado con el cuerpo. Afuera una capa de nubes grises habían cubierto el cielo y parecía que estaba a punto de llover. Al irse, ambas hermanas pasaron frente al dueño de la parrilla, que las siguió con una mirada encendida, en sus ojos se adivinaba cierto odio. Al carajo con el día del padre, susurró mientras cerraba con llave la puerta del restorán.

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