miércoles, 14 de junio de 2017

Ruinas




...las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto:
 su silencio... 

F. Kafka.





Nicolás era bajito, tenía unos bigotes angostos y la cabeza llena de pelo. Piernas delgadas y cortitas. El típico mexicano. Mi viejo lo tenía trabajando para él. Plomeros, secretarias, vendedores ambulantes, médicos, sacerdotes yorubas o taxistas -como en este caso-, mi viejo los adoptaba. Lo que le gustaba era sentir que alguien estaba dispuesto a hacer lo que él mandara sin poner reparos, entonces él se comprometía a pagarle, darle de comer y, si era necesario, alojamiento, y se tornaba en una especie de relación señorial, más parecida a las del siglo XV que a los contratos actuales.

-El amor es así- me dijo -un tormento. Nada bueno puede salir de ahí. O sí-. Y se quedó pensativa, con su mano en el mentón. Yo no hacía más que mirarla, sus ángulos faciales me fascinaban. Sus labios, su boca, sus ojos guardaban un dejo melancólico que los oscurecía. De vez en cuando entrecerraba los párpados y se vislumbraba un gesto que me volvía loco. Cómo es posible que me guste tanto, pensaba. -El amor es un misterio- le dije y se rió. -Vos siempre tan romántico- dijo. -No es una definición romántica, es meramente psicoanalítica. Lo dijo Lacan-. Torció los labios, desconfiada. No terminaba de creerme. 


Lo conoció en un viaje, le cayó bien y le pidió el teléfono, así se transformó en uno de sus siervos. Nicolás me paseaba por todo México mientras mi viejo terminaba con sus reuniones, grabaciones, etc., en Televisa. Recorríamos el DF en un taxi amarillo, cruzado por líneas azules, desde Chapultepec hasta Xochimilco, desde Teotihuacán hasta el parque de Montañas rusas ubicado en Tlalpan, parábamos en jugueterías, plazas, en el jardín botánico y dónde fuera necesario para pasar el tiempo. Yo tenía diez u once años y en ese momento debía estar en el colegio, en Buenos Aires, como el resto de los chicos de mi edad. Obviamente era mucho mejor estar girando por el DF., siempre odie el colegio. 

-El mar se está levantando y dentro de poco va a llevarse todo el pueblo- le dije. Me miró, algo intrigada, le intrigaba conocer qué es lo que pasaba en ese lugar que a mi me gustaba tanto. -Tenes que conocer- le dije. Le gustaba la idea. Sus ojos se entrecerraron y no aguanté el impulso, le tomé la mano y le di un beso en el cuello. Tenía una musculosa blanca y su cuello sobresalía largo entre los sostenes. -¿Debe ser lindo, no?- preguntó. -Muy lindo- respondí -algo angustiante por momentos, tanta soledad. Pero muy lindo-. -Vos y la angustia- respondió. Volvió a reírse y sus dientes asomaron entre sus labios.

Hacía sólo unos meses que México había sufrido el peor terremoto de su historia y todavía se podían ver algunos edificios derruidos. Otros, en cambio, habían sido cubiertos con vidrios espejados, no sé si con el fin de alquilarlos a desprevenidos o simplemente mostrar una falsa recuperación. Faltaba poco para se jugara el mundial y, más allá de que uno de los motivos de la elección como sede de emergencia fuera el mismo terremoto, debían demostrar que las cosas estaban listas. -Detrás de esos vidrios está todo roto- me dijo Nicolás. Obviamente, en aquel momento yo no terminaba de comprender la lógica del revestimiento. ¡Por qué alguien cubriría de vidrios un edificio en ruinas!

-Desde chico que me acecha- le respondí -no sé de dónde sale pero se presenta ahí, donde esté, no me deja dormir-. -Yo te podría hacer dormir muy bien- volvió a reírse, una sonrisa algo libidinosa, divertida, asomaba entre sus labios. Sus ojos otra vez negros, su pelo derramándose por sus hombros. Volví a besarla, esta vez en la boca. Nos abrazamos, nos deseamos. El escape de un auto me produjo un deja vu. La imagen se reconstruyó en mi mente por una milésima de segundo y luego me atravesó un pequeño mareo. Ya estuvimos acá, estuve a punto de decirle, pero me aguanté. Aunque fuese cierto, no tenía demasiado sentido. -Contame más sobre tu angustia- me dijo -quiero saber, quiero conocerte-.

Aquella fue la primera vez que se me presentó en forma tan precisa. No es que no la hubiera sentido antes, a esa altura ya había comenzado a psicoanalizarme, posiblemente más por un deseo burgués por parte de mi vieja que porque realmente lo necesitara. Los temores a la muerte se sucedían cada noche y -ahora que lo pienso- no sé si es algo tan común en los chicos de esa edad, sí el miedo a la oscuridad, a los monstruos, etc., como un modo de sublimación, pero no sé si la muerte tan claramente representada; ni siquiera la muerte real, a mi me atravesaba la idea de la muerte y la eternidad, que es en el fondo lo más temible: la eternidad y la angustia.

-Tan chiquito- me dijo. Todo se lo tomaba a broma. La camarera se acercó y nos preguntó si queríamos algo más. -Otro café- dijo ella, -cortado-. La camarera se fue y volvimos a mirarnos. -¿Y entonces?- preguntó.  -¿Entonces qué?-. -Eso que me contabas-. -Nada- experiencias- respondí. No me gusta mucho estar hablando de mi pasado. Las nubes habían comenzado a oscurecer el cielo y un viento hizo que su pelo oscuro se le cruzara delante del rostro, como enmarcándolo. -Es lo único que te falta- le dije, también riéndome. -¿Sabés por qué Ulises se encadenó al mástil de la embarcación?-. -¿Qué cosa?- preguntó. -Tu pelo, lo tenés más largo, ¿puede ser?-. Su pelo también me encantaba. Hizo un gesto afirmativo y volvió a mirarme con sus ojos negros. 

Aquel edificio, sabiéndolo sólo una fachada delante de la destrucción, me produjo una sensación de vacío enorme. Me dejó prácticamente desnudo, desnudo y a la intemperie. Me acurruqué en el asiento trasero, esos vidrios sin fondo guardaban una imagen inefable. Imaginé las ruinas, las piedras amontonadas, los escombros... Fue la primera vez que sentí aquello. Para Nicolás no significaba nada, era mexicano y los mexicanos aprenden desde la cuna que la muerte los cerca a cada instante, que está siempre presente; y como aún se mantienen atados a las concepciones premodernas -en donde el tiempo transcurre de un modo circular y la eternidad es sólo el ir y venir de una historia que se repite-, eso los inmuniza y hace que no los afecte. 

-Pobrecito- dijo y se quedó en silencio. Hasta su silencio me parecía especial. El sonido de un trueno nos puso en alerta. -Para no tentarse y saltar al agua como todos- dijo. -¿Cómo?- pregunté. -Nada, está por llover- dijo mirando hacia arriba -mejor nos vamos-. Llamamos a la camarera y le pagamos. La tomé de la mano y caminamos por el medio de la calle. Era domingo y casi no había autos.

-Nicolás- aun recuerdo que le pregunté, -¿ahí vive alguien?-. Dudó, movió sus bigotes de lado a lado, esos bigotes angostos de pelo castaño. -No sé- me respondió, ¡hasta ese momento ni siquiera se lo había preguntado!

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