miércoles, 12 de febrero de 2014

Diario de Cali (fragmento)

Miércoles 9-2.
Día en Palmira.

 -¿Cómo llego a Palmira?- pregunto.
-Vaya hasta la terminal y tómese un bus que lo lleva derechito, en media hora está-.


Freno un taxi para ir hasta la terminal de ómnibus, no quiero perder tiempo, ya es casi medio día. En lugar de sentarme atrás, tomo la mala decisión ir en el asiento del acompañante. El tránsito es tremendo. En la Avenida de las Américas nos agarra un trancón que nos detiene completamente, no nos movemos ni quince centímetros. Posiblemente en bus hubiera llegado más rápido, nunca se me ocurre tomar taxis. A nuestro lado se abre el portón de una casa y un jeep color celeste, clarito, que sale de éste, se pone perpendicular a nosotros. Apenas el tránsito avanza un poco mete la trompa y se manda adelante del taxista en una maniobra soberbia y peligrosa. El taxista le toca bocina y comienza a insultarlo, recriminándole. Del jeep se baja un hombre y camina hacia nosotros. Es delgado, viste un pantalón de tela color claro y una camisa suelta desde la que sobresale un bulto a la altura de su cintura. Lamento haberme sentado en el espacio del acompañante. Se acerca hasta la ventanilla. -Oiga- le dice al taxista –¿es que usted quiere morir por un espacio?-. El taxista no dice nada y cuando el hombre se aleja masculla por lo bajo, tragándose sus palabras. No le queda opción. La escena se produce tan veloz y naturalmente que ni siquiera tengo tiempo a asustarme o reflexionar, lo mismo que el taxista, quien parece estar bastante acostumbrado. -Así es Cali- me dice cuando bajo.

Tomo el bus a Palmira. Viajecito de cuarenta minutos, casi una hora. Recién entonces me tomo el tiempo de reflexionar. ¿Ese hombre hubiera disparado ahí mismo, en medio del tránsito? ¿Se hubiese limitado al taxista o me hubiese limpiado a mí también para no dejar testigos? Se supone que luego de los descabezamientos de los principales carteles, en Colombia algunas cosas se han tranquilizado un poco. Sin embargo, en Cali aún restan signos de violencia y algunos “mini” traquetos todavía se mueven con mucha impunidad.

Tengo pensado conocer la estancia El paraíso, donde Jorge Isaacs situó la historia de amor de María y Efraín, novela ícono del romanticismo latinoamericano. Llego al crucero donde debería haber un bus esperando para llevarme al sitio, pero me dicen que esos sólo salen los fines de semana, que si quiero ir tengo que tomar un taxi. No leí la novela, no la pienso leer, no me interesa más que por simple curiosidad. Conclusión: no voy a pagar semejante trayecto para mirar una estancia que para mí no significa nada ni lo va a significar nunca. Prefiero volver a Palmira y conocer la ciudad. Dos catedrales -interesantes sí- y una gran cantidad de negras hermosísimas. Eso es todo lo que hay en Palmira (y la reserva Nirvana, ¿privatizada? que tampoco pude conocer). Camino un rato por el centro. Es tremendamente pobre, y según dicen las malas lenguas, habitan gran cantidad de ladrones, pero eso es algo que por esta zona se dice tanto que ya uno no sabe cuándo es cierto y cuándo no. Lo que sí consiguen es ponerlo a uno paranoico hasta el punto que no saber si quedarse encerrado y no salir ni a caminar o hacer todo lo que le da la gana y arriesgarse a terminar violado en algún descampado. Yo generalmente opto por lo segundo, sólo espero no terminar en el descampado.

Pese a estar a escasos treinta o cuarenta kilómetros, por alguna razón en Palmira hace bastante más calor que en Cali y a la hora de la siesta todos los negocios cierran sus persianas y la gente desaparece. Frente a ese panorama decido volver a Cali. El bus de vuelta se toma frente a la estación de trenes de Palmira, una estación hermosa y abandonada, algo a lo que los latinoamericanos debimos acostumbrarnos durante la década de los noventa cuando por designios “primermundistas” tuvimos que resignar nuestros trenes o entregarlos al mejor postor. Vuelvo a la loma de San Antonio.


Decidido, me compro el tiple. Encuentro una vez más a Liz. Liz más tiple, una buena combinación. Liz se va, tiene curso de secretariado bilingüe y me quedo solo con mi tiple. Al rato, como me pasa con todo, me aburro del tiple y me pregunto para qué lo compre. 

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